LA APUESTA DE ECALA
Día 1 antes del nacimiento del Mesías.
Ese día en especial era helado en las altas zonas de Belén —una antigua ciudad de Cananea en donde se adora al dios de la fertilidad Lahmu— tenía una densa capa de hielo, las nevadas habían azotado la región desde hacía dos días, pareciera como si los demonios no desearan que pasara algo distinto en aquella tierra.
Hombres sabios, jerarcas de reinos lejanos, montados ellos en poderosos corceles azabaches y marrones llevaban varios días rondando la pequeña población —que sabía muy bien como resguardarse de aquellos helados tiempos— preguntaban acerca del nacimiento de un Mesías, de un Rey, que seguramente vendría a cambiar la historia de aquellos pueblos asediados por las huestes de romanos que pretendían quedarse para siempre.
Las caravanas se contaban por decenas, no solo llevaban comida y víveres —esperaban fuera un príncipe poderoso— llevaban tributos en oro, joyas, mieles, aceites, víveres y suntuosos regalos.
A Samuel le parecía majestuoso todo aquello que veía —a pesar de saberse aún confundido de estar en aquellas tierras, cuando debería de vivir en la actualidad—el reconocer todos aquellos aromas y paisajes le harían poner atención, más ahora que ya llevaba un tiempo con sus actividades que le tenían ocupado —más de cuatro años— desde el pastoreo, el recolectar la leche de las cabras, hasta ayudar al padre de aquella familia que le dio resguardo, una vez despertara de su sueño.
Ya Belén llevaba un movimiento algo fuera de lo común, se obligó por parte de los romanos a que toda la población entrara a un conteo —un censo le llaman— en donde todos aquellos que habían nacido en esta región, tendrían que regresar al lugar que los vio nacer para llevar a cabo su registro.
Los romanos eran hábiles en la administración de las personas.
Aquella noche se respiraban aromas diferentes, normalmente los azares de flores aromáticas desprendían reconocidos perfumes, pero ahora, los vientos helados del desierto levantaban nuevas fragancias, como aquellas de los mercaderes de altos costos, la brisa atrae el perfume de flores que no se conocen en estas tierras, todos en Belén están maravillados por este prodigio.
En aquella víspera de noche dejó de nevar, el cielo encendido en millares de estrellas dejaban brillar a una más por encima, pareciera ésta se movía y resplandecía de entre las demás con un poderoso fulgor, parecido al de la propia luna —aquello daba la sensación de ser de día pero bajo un tono azul— las escarpadas montañas cubiertas de nieve, las posadas a reventar de visitantes por el censo, los caminos que serpenteaban la entrada a la amurallada ciudad le daban un tono que Samuel trataba de recordar, pero no podía, seguro ya lo había visto… pero ¿en dónde?
El padre de aquella casa en la que se hospeda Samuel, de negras barbas, de aquella hermosa niña de caireles castaños y grandes ojos oscuros —ahora mujer— le había contado a Samuel que la ciudad estaba por ser bendecida.
—¿Qué prodigio podía pasar? ¿alguna familia de la realeza tendría a su hijo en estas tierras? — preguntaba Samuel.
—Escuché de un anciano sabio que vive en la ermita de la montaña, que las escrituras hablan de un Rey que nacerá en estas tierras, pareciera fuera esta noche, la señal, una potente estrella dentro del cinturón de la constelación.
—¿Por eso las grandes caravanas de hombres sabios?
—Imaginó que sí, será preciso que estemos atentos, cuando un Rey nace, la naturaleza conspira para que todo se dé, se derraman bendiciones al pueblo que lo ve nacer… pero cuidado, ¡también sus enemigos querrán terminar con su vida! si es quien me ha platicado el anciano ermitaño, seguramente también entre estos hombres poderosos y sabios que vemos, vendrán de igual manera sus peores enemigos… ¿a qué Monarca le gusta que nazca otro Rey en sus tierras?
—¿Podremos conocerlo?
—No veo por qué no.
Sala de terapia intensiva, Hospital de la Ciudad, hoy día.
La inquietud por la condición de Samuel —aquel joven accidentado en lujoso automóvil deportivo era crítica— llevaba dos días del accidente y no respondía, el padrastro ya tenía de verdad una preparación de que el desenlace fuera fatal, solo sería cuestión de tiempo.
—Me temo que no despertará— razonaba triste en sus adentros.
El médico había sido claro, la condición de esperar las setenta y dos horas que marcan los protocolos médicos, ver si hubiera solo un pequeño avance para determinar que la condición fuera favorable, pero no sucedía.
Una amiga de la Mamá había contactado a un sacerdote para darle la extrema unción al joven Samuel, debido a que nadie de la familia era católico —todos bautizados, pero nadie profesaba— de los hermanos no tenían sus sacramentos de vida, menos el padrastro que ya llevaba varios años enojado con la vida, por haberle arrebatado a su madre siendo un niño.
Llegó un aciano sacerdote —de esos que apenas pueden sostenerse por la edad—y preguntó por la condición de Samuel a la recepcionista, quien le advirtió que no podían entrar religiosos a la zona de terapia intensiva «órdenes de la dirección del hospital»
El sacerdote obediente solo levantó los ojos y tuvo contacto visual con el padrastro de Samuel.
—Déjelo pasar señorita yo me hago responsable.
—Sí, pero usted por favor lo platica con el director, porque después él nos regaña.
El padrastro tomó de la mano al anciano —pareciera lo necesitaba—y caminaron juntos a la habitación de Samuel, quien estaba rodeado de sus hermanos y su madre.
—¿Algunos de ustedes me puede ayudar con esto? — mientras extendía su mano con el recipiente del agua bendita.
El hermano mayor lo tomó y se acercó al religioso.
—¿Es usted padrecito?
—Sí lo soy, desde hace ya setenta años.
—¿y porqué siendo Samuel tan buen hijo tuvo este accidente? ¿Dios lo castigó?— le replicaron con dudas.
—Vamos hija no lo molestes.
—Está bien señor… está bien, tú deberías preguntarte hermosa niña ¿qué desea Dios nuestro Señor que aprendas de esto? Dios es una persona viva, no es historia, él está aquí… dime ¿crees en Jesús?
—¡No!
—Bueno pues él sí cree en ti— y le acarició su cabeza.
Realizó el rito de la extremaunción con las oraciones —que por obviedad nadie respondía— y colocó los aceites en el cuerpo de Samuel…
«—¡Estoy recordando qué noche es esta…! es la víspera de Navidad… ¡por Dios! lo estoy recordando claramente— dijo Samuel al hombre de las grandes barbas negras.»
El sacerdote se puso a rezar el rosario delante de todos los hermanos de Samuel que lo rodeaban en su cama de terapia intensiva y vieron como sus ojos aumentaron su movimiento.
«¡caramba! hoy nacerá el Niño Dios… ¿qué prodigio es este?… —mientras comprendía en dónde estaba— sus lágrimas reaparecieron de la emoción…»
—¡Papá Samuel está llorando!
—Es solo un reflejo hija, él no siente ni puede escucharnos.
—¿Un reflejo? no lo creo, sé que está triste ¡lo puedo sentir en sus manos y en su respiración! se agita— la niña sonreía con una alegría tal de su inocencia.
—Ahorita le hablamos a la enfermera para que te explique, es solo una reacción hija, vamos no te alteres.
El anciano sacerdote caminó hacia fuera de la habitación y les sonrió con dulzura, se despidió de cada uno y tomó hacia la salida.
Día justo del nacimiento del Mesías, ciudad de Belén.
La noticia llegó a todos los rincones de quienes habitaban la pequeña población, visitantes, censados, hombres sabios y pastores, familias enteras se dispusieron a visitar el lugar en dónde ya la gente sabía que estaba.
La gente se arremolinaba para verlo —extrañamente sin disturbios— aunque todos corrían para conocerlo, una vez lo miraban en los brazos de la joven madre, quedaban llenos de un fulgor que nadie había sentido antes.
Maravillada las personas contaban con éxtasis el haber conocido a quien la gente comenzaba a llamar El Mesías, un hermoso varón, que algunos decían era descendiente del Rey David —quien cientos de años atrás había habitado esas tierras—.
“Un hombre sabio me dijo que lo había visitado y que de verlo lloró profundamente, recordando a su hija fallecida y que sabía a partir de ese momento que ella estaba bien, una calma habitó en su corazón, el sabio le regaló un cofre de monedas de oro a la cual el padre del niño nacido le tomó solo algunas, las demás se las regresó”
Contaba en éxtasis una persona que encontraron Samuel y el padre de la pequeña.
El hombre de gran barba negra y Samuel corrieron a visitar el lugar, un simple cuarto de animales que le habían facilitado —había mucha paja que la gente fue llevando para mantener el calor— rodeaban al niño su Madre una joven mujer llamada María, el padre José, ya varios reyes habían dado sus ofrendas, los pastores que se acercaban lloraban de la emoción, todo era en aquella fría mañana calidez y tranquilidad.
Cuando se acercaron a verlo, Samuel se adelantó y se postró de rodillas para verlo… ¡su emoción casi le hacía que su corazón se saliera de control!
«… enfermera parece tiene una taquicardia… por favor revisen la presión arterial»
—¡Sé quiénes son todos ustedes! — emocionado hasta las lágrimas el jovenzuelo les dijo.
—¿Sabes de nosotros? ¿cómo es posible? venimos a registrarnos a Belén por el censo, nadie nos tiene por conocidos.
—¡Lo sé!… tú eres José el papá del niño Dios y tú María la madre del salvador
Los jóvenes esposos no se asombraron.
—¡Cuánta verdad habita en tu corazón joven Samuel! Dios seguro puso en tu corazón lo que sabes para que conocieras a mi hijo, que como bien lo dices, tiene una misión ¿deseas cargarlo?
—¡Claro que sí!
Samuel lo tomó en sus brazos —lloraba de la emoción— sabía que no era tan pesado, los grandes ojos del niño le miraban y pareciera lo reconocía, se sabían unidos el uno del otro, a Samuel le nació cantarle —¡en su vida había cantado una canción de cuna! — notas suaves salían de su boca y el niño le agradecía la tesitura con una tierna sonrisa hasta que quedó dormido.
—Joven Samuel ¿deseas ser quien nos ayude a cuidar a nuestro hijo?
—¡Sí!
«—¡Papá Samuel está abriendo los ojos!… ¡papá!
—Vamos Ludmila, es solo un reflejo de su condición, pero para que estés tranquila, llamaré al doctor…»
Continuará.