EL JICOTE
Uno de los mayores problemas para establecer el diálogo democrático es el discurso político del Presidente, quien parece que no se ha percatado que ya ganó la presidencia y no es oposición. Parte importante de su triunfo electoral lo basó en una campaña en la que marcó su raya ante la clase política y los métodos de gobernar. Ël era él y no se parecía a nadie; su proyecto era darle la vuelta a la página de la historia y la espalda a personajes, instituciones y procesos. Era un discurso disruptivo y beligerante, que tuvo un gran éxito, así lo confirman treinta millones de votos. Ya bajo las columnas doradas del poder el Presidente tenía un dilema: mantener ese discurso anti sistema y anti clase política o un lenguaje conciliador e integrador. No hay duda que ha elegido el primer discurso, él es el redentor, el nuevo Adán; una perorata simplista, sentenciosa, moralista, amedrentadora, anti prensa, anti críticos, anti intelectuales. Ya no hay complot, hay posibilidades de un golpe de Estado; los enemigos ya no son la mafia en el poder, porque él es el poder, sino que hay nuevos villanos. Un discurso que mantiene la tensión del lenguaje en campaña, salpicado de denuncias al pasado y propuestas novedosas; con rasgos de histrionismo, como por ejemplo imitando borregos. Lo peor de su lenguaje y el gran veneno contra el diálogo es su afición a los sobrenombres y al insulto. En campaña valía que le dijera “chachalaca” al entonces Presidente Fox, era parte de su insolencia al poder, pero ahora seguir con esa línea injuriosa, pareciera una erosión a su indispensable compostura institucional. Alguien podría defenderlo y decir que se trata de buen humor. Difiero y aprovecho para nuevamente recomendar mi libro: “La letra con humor entra”, Trillas, donde profundizo sobre el tema. El humor es un juego de la inteligencia que provoca la risa a través de una alusión, que es un extraño mestizaje de felicidad y melancolía. No resisto recordar lo que decía el dramaturgo inglés del siglo XVII, Nathalie Lee, cuando lo internaron en un manicomio. Resumía el hecho de la siguiente forma: “Me llamaron loco y yo les llamé locos; y entonces, maldita sea, vino la votación y me ganaron por mayoría”. Lo del Presidente es simplemente echar relajo, es buscar la risa a través de la degradación de las personas. El relajiento es un crítico menor, es el que echa una trompetilla al discurso engolado del orador. El humor y el relajo provocan la hilaridad, pero el relajo son harapos superficiales y vulgares, ante la elegancia, la inteligencia y trascendencia del humor. El Presidente al poner apodos es burlón, no humorista. Independientemente de estas apreciaciones, que reconozco podrán estar cargadas de subjetividad, lo más claro y demostrable es que el Presidente al injuriar y poner apodos, no solamente banaliza la palabra sino que rompe las reglas mínimas de educación y condición para el diálogo: tener respeto por las causas y dignidad del interlocutor. Ya una destacada simpatizante de López Obrador, Elena Poniatowska, se opone públicamente a la utilización de “fifís”, por injusto y ofensivo. El diálogo busca el consentimiento, ergo, con-sentimiento; el diálogo tiene un aspecto emocional importante, nadie puede compartir una idea con el Presidente si se sabe de ante mano que se tiene su desprecio.