EL CRISTALAZO
Quizá uno de los más notables distintivos de algunos epígonos de la política sea la escasez del decoro; la ausencia de la urbanidad, la falta de prudencia; la grosera exhibición cotidiana y altanera de una buena condición cívica, la grosería, la obscenidad cuyo grito ufano es meterla doblada, compañeros, o el regocijo por una muerte colectiva como un castigo divino, como si en la rupestre condición del vengador divino cupieran también pilotos y navegantes del helicóptero cuya caída jamás tendrá explicaciones suficientes ni creíbles, como ha ocurrido en casos anteriores.
Por todas partes –y desde hace mucho tiempo–, falta total de respeto a las palabras y a la propia palabra. Muchos se han traicionado a si mismos. Y de la traición no hay retorno.
Acomodaticios, sin entraña sincera, han brincado de partido en partido, se han bajado de los barcos a la primera oportunidad de ascenso en otro buque, de grumetes a pilotos o capitanes; y han hecho del insulto y la befa, la herramienta protegida, ahora, por su éxito político.
No vale la pena ni mencionarlos por su nombre. Van de abajo a arriba y no disimulan su voracidad como sucedió ayer en la “consulta” para ampliar ilegalmente el gobierno de Jaime Bonilla en Baja California.
No hay integridad, no hay respeto ni siquiera por los principios invocados. No es una política de principios; cuando mucho de frases. Antes y ahora.
Por eso, frente a esta esponjosa condición ético-política, sobresale el ejemplo de Luis Raúl González Pérez quien antes de traicionar su palabra, se dio a la tarea de recordarle –a quien lo hubiera olvidad–, sus propias frases en torno de la presidencia de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos.
“…honro la palabra que empeñé al inicio de mi gestión, cuando anuncié que no buscaría un segundo periodo como “Ombudsperson”. Ustedes lo deben de recordar que lo dije exactamente, y lo pueden encontrar, el 18 de noviembre de 2014…”
De esa manera, con la gratificante circunstancia de presentar en público el compromiso personal de ser congruente, el “ombusperson” le ha dado a esta país una lección poco frecuente, no sin antes hacer un diagnóstico de la actual circunstancia de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos. Un diagnóstico crudo y realista, respaldo por un impecable desempeño profesional.
“…Nuestro país vive un entorno crítico de violencia, inseguridad e impunidad, en particular en algunas regiones, donde la vigencia de los derechos, la legalidad y la justicia parecieran solo expectativas ante una realidad que los desafía y cuestiona.
“No obstante ello, pareciera que hay un miedo desde las estructuras de poder de incurrir en lo que creen sería una erosión de su capacidad, lo cual ha motivado que se condenen la autonomía, la independencia y el disenso, llegándose inclusive a realizar, cuestionamientos y descalificaciones infundadas contra esta Comisión Nacional, así́ como de muchas mexicanas y
mexicanos que buscan la vigencia de sus derechos fundamentales y a quienes este Órgano Constitucional defiende cuando los ven violentados.
“El poder cierra los ojos ante los hechos que le son incómodos y les niega la existencia. Bastaría una simple revisión de las problemáticas que el país ha venido enfrentando en materia de salud; seguridad; protección de niñas, niños y adolescentes; mujeres; migrantes; indígenas; así́ como en lo que hace a las cuestiones ambientales, para advertir que el respeto de los derechos humanos estaría subordinado a la implementación y cumplimiento de planes y programas de gobierno, y que el legítimo ejercicio de los derechos y el reclamo de su garantía se volvería cuestionable en tanto contravenga tales planes y programas.
“Hemos llegado al extremo de una desautorización moral dictada por el Ejecutivo hacia la CNDH y su trabajo; la negación sobre investigaciones y recomendaciones en casos graves, como si jamás se hubieran hecho.
“A quien ha actuado con profundidad y compromiso se le acusa de no haber estado ahí́, de mirar para otra parte. Y eso, además de no apegarse a la realidad, confunde, como si de esa manera se satisficiera el monopolio de la verdad…”
No faltará quien critique en estas líneas mi conocida cercanía con el maestro González Pérez. Mi interés en ella no es causa de silencio alguno. Para cualquiera tal proximidad debería ser un privilegio. Un hombre íntegro cuya palabra vale para él, y por consecuencia para todos, en un país donde el verbo se ha prostituido a favor de la demagogia y el engaño.