LA APUESTA DE ECALA
De cuarenta y un años el afamado militar Díaz rayaba en la cólera y el desencanto, su enojo le hacía ver hacia diferentes lados, Lerdo de Tejada solo miraba la hoja de resultados de la VI Legislatura en la que se leían las siguientes cifras:
«… 2 874 votos para Sebastián Lerdo, 3 555 para Porfirio Díaz y 5 837 para Benito Juárez…»
El general arrugó el papel entre sus manos y lo lanzó en la cara de Nicolás Lemus, presidente de la VI Legislatura —hombre fornido y canoso le sacaba una cabeza y media a Díaz y hombre de mecha corta— y le profirió sus educadas y ecuánimes palabras:
—Mira grandísimo cabrón, no te andes con chingaderas, bien sabes que Juárez desea volver a la presidencia en una reelección indefinida y forzada ¡anda cabrón atrévete a negarlo!
—¡Señor general Díaz le pido respeto a la máxima autoridad de la legislatura!
—¡Tú y tu pinche legislatura se pueden ir a la chingada…! — le tomó de la chaqueta a Nicolás Lemus, y Díaz le propinó un puñetazo en el rostro que lo sentó, mientras que toda la comitiva de la legislatura y la seguridad de la puerta de Palacio Nacional —lugar donde sesiona la VI Legislatura— trataban de para el zafarrancho.
—Pagarás caro tal osadía general Díaz— mientras se descubría y buscaba su diente de oro que se le había caído.
—¡A mí me pelas los dientes…! — volvió a tomarle de la solapa y antes de que le propinara el puñetazo, de nueva cuenta, le tomó de los brazos Lerdo de Tejada y lo sacó del tumulto, a la vez ya varios diputados había comenzado a soltar manazos y empujones a los del equipo de Díaz, entre ellos Antonio Zimbrón — quien ya se trenzaba a manotazos con el hermano de Juana Catalina Romero novia de Díaz—.
Fue tal el alboroto que no se hicieron esperar la gente de Benito Juárez quienes de inmediato llamaron a la cordura y la tranquilidad, el despeinado general Díaz ya más calmado le ofrece disculpas al diputado Lemus, pero este le hace una seña obscena y le da la espalda.
Una vez los resultados fueron dados a conocer, se oficializa como Presidente de la República a Benito Juárez, y sería Lerdo de Tejada Presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, es el México de 1871.
Todo hasta ahora en orden y los ánimos se calmaron.
Estando José de la Cruz Porfirio Díaz Mori aún dormido en la habitación principal de la hacienda del afamado Tigre de Álica, Manuel Lozada — uno de los terratenientes temidos y de mayor riqueza en la zona de Nayarit— lo despertaron las salvas de la zona militar, a quien dé comienzo pensó Díaz era otro levantamiento en la región —común en estos tiempos— vistiéndose rápido y al bajar en ropa de faena le preguntó a uno de los caporales la situación.
—¿Qué pasa Ponciano?
—Falleció el presidente Benito Juárez y los militares le dan salvas en su honor, cada 15 minutos, no han parado.
—¿Qué? — Tomó sus pistolas y a caballo se dirigió a la zona militar, un resquicio de apenas unos cuarenta soldados liberales, pero bien armados, le hizo un saludo y de inmediato le reconocieron, su ferocidad y valentía del general allá más de las zonas ¡gozaba de gran respeto por sus similares!
—¡Quiero el parte capitán de las noticias de la capital!
—¡Sí Señor! — le extendió una carta fechada el 19 de julio, en papel riguroso militar y con sellos de presidencia:
«… en solemne ceremonia se dictamina como orden del Congreso de la Nación salvas y vítores cada 15 minutos, por el fallecimiento de nuestro Señor Presidente Benito Pablo Juárez García, en tenor desde las 700 hrs. Hasta el día 23 de julio de 1872… al calce, la elegante firma del Presidente Interino Sebastián Lerdo de Tejada…»
—Juárez muerto, pero ¿cómo? sí es cierto que tenía sus problemas y sus desmayos, pero que habrá pasado— le pasaba por la mente todas aquellas veces en que coincidieron, no solo en lo liberal y mandos, sino en las diferencias.
A todo galope el general regresó a la hacienda del Tigre —a quien ya le tenían informado de lo sucedido — y que respetando el Plan de la Noria se había comprometido con Díaz de darle dinero y caballos para su ejército, ante la situación de la muerte de Juárez, no había conflicto que financiar.
Así que fue directo con el general quien ya le esperaba en su sala principal.
Sentado Díaz en un sillón elegante de finas pieles de cebra y como tapete de la lustrosa habitación la piel de un león, el espacio se decora con cabezas de venados, leones y tigres de bengala, ingresó Lozada con pesimista semblante.
—No hay presidente ¡no hay ejército que mantener!
—Aún no sabemos amigo Tigre que sucederá, esperemos mi regreso de la ciudad de México a ver que dice la legislatura.
—Pues con noticias buenas o malas, no pretendo darte una sola moneda hasta no ver que razones de fondo, ya no es necesario el enfrentamiento — refiriendo el Plan de la Noria.
—¡las cauciones mismas de que yo sea presidente!
—Te miro muy seguro, si logras ser candidato te pago lo necesario, si no, olvídate.
—¡Así será! — se despidieron con un fuerte abrazo, sabedor el general que, de no contar con los apoyos del terrateniente de Nayarit, no le sería posible ser presidente.
El general regresó de inmediato a la ciudad de México y tuvo una entrevista con el presidente Sebastián Lerdo de Tejada, para hacerle saber lo que constitucionalmente continuaría.
A Lerdo de Tejada no le pareció en nada el aviso de la llegada del general Díaz, quien no se movía a ninguna parte si no estuviera acompañado por su ejército, hombres leales y de una sola pieza, acostumbrados a custodiar a tan importante personaje.
Al ingreso a la sala de presidencia se escucharon las espuelas del traje militar de gala del general Díaz, y el sonido de juntar los tacones de cada uno de los custodios que reconocían al general —No cabe duda de que Díaz aún es altamente respetado— insistía con un dejo de temor Lerdo de Tejada.
Al ingresar se dieron un fuerte abrazo y reconocieron el uno al otro, que las circunstancias les ponían de nuevo en la balanza del destino.
—¡General Díaz! es un gusto que el presidente le reciba en tenor de salvaguardar el luto de la pérdida de tan insigne mexicano.
—Aprecio sus palabras presidente, pero no vengo a hablar con la envestidura, sino con la persona.
—Atento a tus palabras.
—No quiero rodeos, bien sabes que Juárez no era de mi total agrado, le defendía y le cumplí, pero ahora requiero que junto con el presidente de la legislatura Nicolás Lemus convoquen a elecciones extemporáneas ¡así lo marca la constitución!
Los días pasaron y las entrevistas entre Lerdo de Tejada y la VI legislatura fueron continuas, en revisión y tiempo atinaron que verdaderamente Díaz tenía la razón, se deben convocar a elecciones presidenciales en un periodo extraordinario, siendo esto tan solo uno de los tantos asuntos sociales y políticos que la legislatura debía de solucionar.
Para el 13 de septiembre Díaz recibe una amnistía que firman Lerdo de Tejada y él mismo, otorgándose también a cualquiera quien perteneciera a los ejércitos del general, previamente a los generales Gerónimo Treviño y Donato Guerra quienes soportaban el Plan de la Noria —que buscaba evitar la reelección de Juárez — se les había perdonado en julio de ese mismo año.
Hacienda de la Llave, San Juan del Río, 25 días antes de la muerte del presidente Benito Juárez, 7:00 am.
La hermosura de aquella amazona ladrona, la figura y su cuerpo desnudo en la cama, era el vital signo de que el plan funcionaba de maravilla, no rebasaría apenas unos veintisiete años, de cabello negro áspero y ondulado, su piel es tersa como un durazno y sus pechos grandes y carnosos.
Llama la atención un tatuaje en su cadera derecha, dos pistolas cruzadas y una bandera con una cruz del apóstol Santiago —signo de ser cofrade conservadora de los cotos de poder de la distinguida ciudad de Querétaro—.
Al despertar no tuvo empacho alguno de taparse, se levantó con rosada desnudez y caminó hacia en donde estaba el mueble, se sentó en el banco de fina tela y comenzó a peinarse, mientras de reojo observaba a su acompañante, él admiraba su piel color canela que ante la luz se miraba tersa, aunque algunas marcas de disparos en su muslo izquierdo, le daban la razón de ser la famosa ladrona, que en una costumbre añeja, robaba a los ricos para repartirlo a los pobres.
Leonardo Márquez, es tal vez el enemigo más fuerte de Juárez, un militar de profundas raíces creyentes, de apodos grandes y suntuosos, odiado por los ejércitos liberales y temido a gran, no tuvo compasión con los enemigos, un carnicero en los campos de batalla.
—Dime Emilia ¿lograste contactar a Sebastián?
—Es claro que sí, tengo ya la hierba y el brebaje de la bruja Tucumba, quedamos en ciento veinte monedas de oro, de las cuales solo treinta serían para ti.
—Me conformo contigo y salgo debiendo ¿ya te dio las monedas?
—Tengo todas, a resguardo claro, mis hombres son mi mejor protección.
Los dos amantes tenían un plan que lo consideraban cercano, en aquellos días el presidente Juárez fue invitado a una cena en la misma hacienda en donde se encuentran, ella deberá aprovechar la oportunidad y lograr hacerse de la atención del mandatario, en mucho está en juego no solo el crecimiento del movimiento conservador, sino existen afrentas que pagar, especialmente a Porfirio Díaz y Juárez.
¡Serán liquidados!
El salón principal de la hacienda es brillante y de piso de madera, un fino velo cubre todas las ventanas y deja pasar el viento frío de la región, las velas están en perfecto estado e iluminan repetidos destellos de los cristales cortados.
La música toca los valses recién estrenados en Viena y el licor corre junto con las viandas de manera certera, los invitados — todos estrictamente vestidos de gala— le dan a la noche un toque especial.
Una mujer llama la atención del presidente Juárez que está cercano a Lerdo de Tejada, ambos comparten el vino, de extracción aragonés con un poco de miel, de notas suaves y marcadas por la mora, alcanzan a distinguir algunos tonos de roble.
La doncella se hace llamar Masiel, que a tiempo dista mucho de un nombre común, pero sabe el presidente que todos, esa noche tendrán secretos que esconder, se miran algunas máscaras de festivales venecianos, como si fuera el comienzo del carnaval, y los escotes de las mujeres ponen nervioso al que más.
Se acercó con dos copas de la misma botella que ellos, y atenta a los ojos del presidente fue directa en la forma y el elegante modo de hacerse ver.
—Un gusto saludar el Sr presidente.
—Hermosa flor de aromas suaves, le coronan su belleza joven mujer— inspirado el mandatario le contestó.
—¿Sería menester lograr hacer un brindis con su excelencia?
—Para un servidor es un placer… — dijo Juárez y tomó la copa de la mano de la mujer quien alegremente dejó sus dedos para rozar su mano… —¡por sus ojos!—.
—Por los míos… — tomaron el contenido hasta el fondo.
Sebastián Lerdo de Tejada solamente sonrió, sus ojos se clavaron en los de Masiel, ambos aún saboreaban aquél pacto que no fue de sangre, sino de pasiones y oscuras figuras, de desenfreno y aumentada pasión.
Es el 28 de junio de 1872.