POSVERDAD
La propuesta de reforma electoral planteada en semanas recientes por el partido en el gobierno ha despertado un debate en torno a la institución encargada de velar y regular la disputa por el poder, el INE.
Las reformas electorales estimulan una especie de fetichismo, como lo define la académica Soledad Loaeza en un texto publicado en La Jornada en 2013, en la antesala de la aprobación de la reforma electoral que daría lugar a la mutación del entonces IFE al INE. Las reformas electorales son hechas desde los partidos políticos y para los partidos políticos. A diferencia de otras reformas, una reforma electoral exige un piso mínimo de acuerdo entre las fuerzas partidistas, ya que el resultado de este regirá a todos por igual desde sus diferentes asientos en la discusión pública: el Ejecutivo Federal, la oposición o el Congreso. No obstante, las reformas propician la elucubración de escenarios, de triunfadores como de vencidos. De esta forma, el ejercicio de la otredad pone de manifiesto la premisa de que muchos que se ostentan como triunfadores, no lo serán de manera permanente y, por consiguiente, los perdedores tampoco están condenados a permanecer ahí. Es aquí donde el tejido fino cobra importancia y la legislación electoral no debe de reducirse a un simple ejercicio de apropiación de instituciones a merced de los vientos políticos.
En diciembre de 1977, el Congreso aprobó la Ley Federal de Organizaciones Políticas y Procesos Electorales (LFOPPE), tras meses de fuertes discusiones y de un escrutinio público sin precedentes en la historia política del país. La LFOPPE, además de elevar a rango constitucional el reconocimiento de los partidos políticos como entidades de interés público, estaba abocada al ensanchamiento del sistema de partidos y la participación por vías institucionales de grupos políticos tradicionalmente excluidos. En dicha reforma, se acabó con la figura de los diputados de partido y se introdujo el sistema mixto de representación proporcional, incrementando así, el número de diputados de 186 a 400 (300 uninominales y 100 plurinominales). Esto permitió la incorporación de nuevos actores políticos como el Partido Demócrata Mexicano (PDM), el Partido Comunista Mexicano (PCM) y el Partido Socialista de los Trabajadores (PST). Para algunos expertos en la materia como José Woldenberg, esta reforma constituyó el inicio de la transición democrática en México y propiciaría el primer revés a la hegemonía priista. Cabe recordar que un año antes, había sido electo José López Portillo siendo candidato único en un país donde la libre participación política, era un bien escaso en medio de un clima de represión y autoritarismo. La incorporación de la izquierda era una demanda continua a finales de los setenta, en un país convulsionado por la denominada “Guerra Sucia”. El sistema político mexicano no se podía entender sin el fraude y la simulación. En este sentido, la reforma tutelada por Jesús Reyes Heroles representaba el germen de nuestra incipiente democracia mientras que otros países de América Latina padecían de dictaduras militares. Es decir, en México se fraguaban cambios de gran trascendencia de manera pacífica y en la región, prevalecía la toma de poder por medio de la fuerza.
El debate que se avecina alrededor de la reforma electoral exige un firme compromiso por parte de los legisladores de respeto hacia las instituciones que han atestiguado la transformación de nuestra democracia y sobretodo, que obedezca a la realidad de un país que no nació el primero de julio 2018.