LA APUESTA DE ECALA
En la parte exterior de la Alhóndiga de Granaditas, después de varios días de resistencia y saqueos llegó la calma, cierto, desgarradoras y sangrientas escenas aún no se olvidan de la mente de nuestro prócer, la carnicería aún le revuelven el estómago y el general Allende no se repone de lo visto, ni en las épocas más estridentes del abuso de la corona se miraba esta masacre.
Cuerpos mutilados, descabezados y partidos por la mitad, no es otra cosa que el resultado de siglos de opresión hacia los que menos tienen, los que en todo momento se les trata como inferiores diferentes, los olvidados, y ante la primera oportunidad de vengar estas afrentas, se levanta el polvo de la miseria junto con el odio encarnado y éste es el resultado ¡una cacería de hermanos!
Sentado en la parte inferior del escalón, mirándose sus manos aún con sangre — misma que le impide mover bien sus dedos por lo reseco del vital líquido— trata de recobrar el sentido, en su frente una herida que no le deja de sangrar, pero que conjugada con sus lágrimas no logra aún darse cuenta de lo aparatosa de la hendidura.
El estómago le duele del esfuerzo por mantener el llanto escondido, sollozos que en largo tiempo no había sentido y que su cuerpo ya había olvidado como llorar, las lágrimas le saben a tierra y sangre, sus rizos le tapan uno de sus ojos, con un mechón rojo que le arde su mirada, se revisa con calma sus piernas y brazos — sin dejar de llorar— en veces se limpia con su antebrazo las jugosas lágrimas, mezcla de la infamia y la exigencia.
¡Cuantos años habían pasado sin recobrar un llanto duro y cansado! solo cuando mozo, le vienen a su memoria los días de cuando niño, de las inocencias y los juegos, imaginando montar un caballo, de artesanía de cabeza de papel y cuerpo de madera que guardaba sus sueños de ser lo que hoy le reclama.
A lo lejos parte de su batallón le mira con tristeza y desánimo ¡no saben que decirle a su general que llora! es su héroe en vida, en él todas las esperanzas de miles de criollos e indígenas se postran para lograr la libertad, sus desencuentros con el cura de Dolores no le dan la confianza a la tropa, hay quienes les critican y dudan de que ésta afrenta a la corona llegue a buen fin.
El general no deja de sollozar y de verdad que no le importa lo que los demás le miren, es un dolor profundo el que le aqueja, la sangre le vuelve loco y le impresiona la cantidad, no había pensado cuantos cuerpos se necesitaban para ver, como en cascada, se derrama el líquido por las escaleras, los patios y las calles, ríos de sangre cubren las calles de Guanajuato ¡está por todos lados!
Solo el recuerdo firme de su padre le mantiene en la cordura, de otra manera, hubiese sido loco ya de facto, al sentir aquellos miedos que bien que sabe, no le dejarán en paz hasta el fin de sus días.
Fantasmas de todos y cada uno de quienes vio caer, la mirada de sus propias víctimas por su espada, el dolor y las muecas de sobrias expresiones de aquellos quienes perdían la extremidad principal por decapitación, aquellos cuerpos que sin cabeza aún podían caminar y alzar los brazos ¡pesadillas eternas de sus noches le esperan!
Solo el recuerdo de su padre le mantenía con razón, con pensamientos reales de estar haciendo lo correcto, aunque los hechos le indiquen lo contrario. Los fallecidos no recibirán santo entierro, no habrá lista que logre dar sus nombres para un eterno descanso, no importa si son nuestros o realistas, aquellas almas vagarán por la eternidad buscando alguien que les regale una oración, un rezo ¡algo qué los salve!
El estómago le duele del esfuerzo por mantener el llanto escondido, sollozos que en largo tiempo no había sentido y que su cuerpo ya había olvidado como llorar, las lágrimas le saben a tierra y sangre, sus rizos le tapan uno de sus ojos…
Comienza a recobrar el sentido, el calor de algunos cuerpos que ha observado y tocado comienza a perderse, toma las manos de varios de ellos, las acaricia y le habla, les dice que estarán bien, que por su honor jura que no habrá noche en la cual no rece por su eterna morada, es una promesa del prócer, del rodeado de vítores ¡sí! ¿pero a qué precio?
—Mira tu muchacho ¿cuántos años habrás tenido? seguro no más de catorce, te falta tu brazo hijo mío ¿dónde quedó? — levantó su mirada tratando de encontrarla, inocente secaba sus lágrimas de tener aquel mancebo tendido sin respirar — ¡anda dime! ¿quién era tu padre? ¿a que lugar llevará tu madre flores para rezarte y derramar su llanto? — continuaba el prócer llorando, salivaba al pronunciar las frases a los fallecidos.
La noche ya pintaba de marrón las escaleras, las moscas brotaban de los cuerpos al ser tocados por el general, nubes de insectos eran espantadas por él mismo, buscando un resquicio de dignidad para cada uno de ellos.
Se acercó a un cuerpo que reconoció de inmediato —abuelo dime ¿tú que defendías? eras solo quien le llevaba agua a mis leales hombres, no sabías ni siquiera con quien peleabas, por un saludo de mis tropas te dabas por satisfecho, serviste con entusiasmo, obsérvate, no quedó nada de ti — tapó con un costal el cuerpo partido por la mitad del anciano.
Tomaba el cabello cano del anciano entre sus dedos, en señal de santiguarlo, un hueco seco le nació en su corazón, un dolor intenso en sus ojos de tanto llorar, sus brazos le temblaban y de rodillas ante el viejo ¡se desvaneció!
… ¡hijo!, hijo… vamos José Ignacio despierta, ya es hora de levantarse, las vacas no traerán la leche hasta la mesa solas, anda hijo no seas perezoso ¡vamos!… — su padre Domingo de Allende comenzó a hacerle cosquillas en las costillas— anda perezoso ya es el momento
José Ignacio se levantó de sus aposentos —elegantes y finos por cierto— tomó la mano de su padre, caminaron por entre el pasillo de tan lustrosa casona y se sentaron en el comedor, unas sillas en las cuales apenas podía subirse y que su padre llenaba por completo.
—Dime padre ¿me quieres?
—Tanto como mi vida misma hijo mío.
—Hay noches que tengo miedo padre, deseo me abrazaras más tiempo antes de llevarme a dormir, solo eso te pido.
—Vamos hijo tendrás que vencer tus miedos, llenar tu corazón de aire y pensar con todas tus fuerzas: ¡soy valiente!… anda dímelo:
—¡soy valiente!
Ambos rieron juntos y el niño José Ignacio bajó de su silla y se sentó en las piernas de su padre, un hacendado de San Miguel el Grande, quien le había dado a su hijo acompañamiento lleno de entusiasmo, debido a que el niño deseaba ser un soldado real de los dragones de la reina y en ello su padre se regocijaba de júbilo por tan acertada vocación.
—Serás un gran general y salvarás a los desprotegidos de las tiranías del enemigo, tomarás tu espada y vencerás a demonios y dragones ¡nada te detendrá! salvarás pueblos enteros y las multitudes te alzarán en brazos y gritarán tu nombre, quien sabe hijo, hasta esta ciudad en vez de llamarse San Miguel el Grande le pondrán ¡San José Ignacio de Allende! — continuaron riendo y gozando las aventuras.
—Padre ¿crees que seré un gran héroe? Hay ocasiones que tengo mucho miedo, y me despierto aún estando oscuro, mis temores me aprisionan.
—Hijo debes ser valiente, todos tenemos miedos.
—¿Tú tienes miedos?
—Sí claro, que algo te pase…
De primer instante y en un viaje repentino, el general se vio en el lecho de muerte de su padre, sentado junto a él, tomando su mano y mirando sus ojos de color miel, cansados, con una nube que le limitaba su visión.
—José Ignacio, anda acércate… acerca tu rostro para poder verte— el enfermo padre tomó entre sus manos el rostro de su hijo, quien ya general de los dragones de la reina le visitaba uniformado de gala y con sus medallas y grados por tan alto honor — hijo por favor prométeme algo que deseo lleves en la profundidad de tu alma, en el rincón más secreto, para que te sirva de aliento en tus horas de desconsuelo ¡vamos decidme que me lo jurarás por tu propia madre!—.
—Dime padre— el general tomó las manos de su padre y besó su frente — atento estoy a tu palabra…— una lágrima recorrió los ojos del prócer.
—Los hombres que han viajado en el tiempo y la historia, que por sus hazañas y valientes obras se distinguen de los demás porque siempre han creído que existe una vida más allá de su muerte, saben que al final de los días, habrá un juicio certero y bendito, donde nos examinará el todo poderoso, aquel a quien tu madre le rezaba todos los días buscando tu bien y el mío, tu propia madre me ha salvado, deseo que tú también no lo olvides… ¡que tus obras marquen por toda la eternidad el camino de tu salvación!… promételo, José Ignacio ¡ante mí!…
—¡Te lo prometo padre con toda mi alma de por medio!
¡El viejo expiró en sus brazos!
Sentado en la parte inferior del escalón, mirándose sus manos aún con sangre — misma que le impide mover bien sus dedos por lo seco del vital líquido— trata de recobrar el sentido, en su frente una herida que no le deja de sangrar, pero que conjugada con sus lágrimas no logra aún darse cuenta de lo aparatosa de la hendidura.
Nuestro prócer recuerda a su padre con una nostalgia llena de los días que en todo momento fueron mejores, ahora, sin ningún motivo para salir adelante que sea cumplir la promesa hecha a su padre en el tálamo pre mortecino, levanta su dolor, se limpia la sangre con agua cristalina y toma valor para dirigirse a rescatar a los heridos y el recuento de los daños…
Fin.