Queretalia
EL CIMATARIO
Esta enigmática montaña es un volcán extinto que no arrojaba lava sino agua hirviendo de las entrañas de la Tierra. Dicen los geólogos que todavía por su subsuelo pasa un brazo de mar al ser Calamanda, municipio de El Marqués, Querétaro, el parte aguas continental donde las vertientes acuíferas toman para el Golfo de México o para el Océano Pacífico. Conocido por los fundadores de Querétaro como Monte Blanco, es el eterno centinela de la ciudad y el promontorio más alto del paisaje local, que nos avisa incluso si va a llover o no en la mítica ciudad. Lo de blanco es por la niebla que despedían su exuberante verdura y abundantes especies de árboles. Este cerro se levanta a 2,447 metros sobre el nivel del mar y es el número 11º en altura en el Estado.
La palabra original se escribía Cimataro en lengua purépecha y significa “coyote macho” según la conseja tradicional, la que también asegura que en los últimos años del siglo XVI habitaba en el hoy valle de El Pueblito un príncipe indio llamado Cimataro, quien tuvo que contemplar con dolor la muerte de sus familiares más cercanos, víctimas de la viruela negra que azotó la región y que los sacerdotes indígenas achacaban como un castigo de la diosa Cachúm por haberla desconocido para adorar a un Dios extraño. La diosa exigió sacrificios humanos como era común entre los pueblos prehispánicos y una de las escogidas para el sangriento ritual fue la joven prometida de Cimataro, por lo que se escogió la cima del Monte Blanco para llevar a cabo el sacrificio y la frustrada novia no dejó de gritar el nombre de su amado al ser llevada a la eminencia a la fuerza. De ahí se toma el nombre del cerro que degeneró al paso de los siglos en Cimatario.
Además del cerro de El Cimatario, rodean la ciudad los promontorios de San Gregorio, San Pablo, Patehé, el de Las Campanas y el de Sangremal, los que tendrían gran importancia militar en las acciones militares futuras.
Al inicio del Sitio de Querétaro el general republicano Treviño era el responsable de esta línea al sur. El día 8 de marzo de 1867 Maximiliano visita el ala izquierda del frente, es decir, la que mira a El Cimatario, en donde, entre otros, se encuentra el Batallón Iturbide, al cual entrega la bandera imperial en impresionante ceremonia, ya que el austriaco llegó vestido de gran gala y va seguido de Márquez y su estado mayor, así como de Ramón Méndez.
Con la batalla del 14 de marzo sobre San Gregorio se estrecha más el círculo en torno a Querétaro, pero quedando menos guarnecido el sur porque no han llegado los refuerzos pedidos a Porfirio Díaz para cerrar totalmente el círculo de hierro. Todavía es posible que algunos arriesgados crucen por El Cimatario para salir o entrar a la “triste ciudad”, como dos de los cinco correos enviados por Salm Salm con mensajes escondidos en velas de cera y que pudieron evadir a la guardia chinaca. Un ingeniero militar fue el encargado por Escobedo de tender la línea de telégrafos que comunicaría a éste con el licenciado Juárez en la capital potosina. Al ejército de Querétaro le correspondería la construcción solamente en el tramo que va desde Hércules hasta San José de Iturbide y que los gobiernos juaristas de Guanajuato y San Luis Potosí lo concluyan. Para ejecutar semejante obra, el ejército sitiador enroló hombres entre los pueblos de San Pablo, Santa Rosa Jáuregui, La Cañada, San Miguel Carrillo (hoy Carrillo Puerto), San Antonio de la Punta, Santa María Magdalena, Hércules y las haciendas de San Juanico, San José de los Álamos, Carretas, Callejas, El Jacal, La Solana, Miranda, Peñuelas, Menchaca, Amazcala, La Griega y La Laborcilla. Una de las principales acciones en la realización de este tendido fue el cortar árboles en el todavía verde Cimatario, al que dejaron herido de muerte por la desforestación causada.
Para el 16 de marzo de 1867 Escobedo también está nervioso porque no llegan a Querétaro aun las tropas de Riva Palacio, Joaquín Martínez y Juan N. Méndez, y el flanco sur, a lo largo de toda la falda de El Cimatario, no tiene un solo soldado republicano, pudiendo por tanto, si lo quisieran los imperialistas, salir de la ciudad por los llanos que siguen a la hacienda de Casa Blanca. Sabe que ya vienen por el camino de México los refuerzos y, por tanto, trata de comunicarse con ellos. El 21 de marzo llegan los refuerzos de la República a San Juan del Río, esperando continuar al día siguiente para tomar posesión de las faldas de El Cimatario y cerrar el anillo de circunvalación.
El domingo 24 de marzo, los sitiadores preparan operaciones desde las tres de la mañana su segundo gran asalto sobre Querétaro. Escobedo destinó para este día veinticinco mil hombres con veinte piezas de artillería. Conforme al plan secreto de Escobedo dado el día de ayer, el general Treviño ocupa la línea norte, Guadarrama y Corona amenazarán el lado occidental y oriental respectivamente, mientras que el golpe decisivo se emprenderá desde el sur contra la hacienda de Casa Blanca y la Alameda, confiándose ésta al recién llegado Riva Palacio y a sus tropas de refresco. Como la ciudad sitiada parece más vulnerable desde el sur –donde apenas hay fortificaciones-, el ataque se inicia con la señal de un cañonazo lanzado desde el Cuartel General republicano de Patehé al mediodía –a la hora de un calor insoportable- y se despliegan la caballería chinaca desde El Cimatario y la infantería desde la Cuesta China con un orden, rapidez y aplomo que no deja de sorprender.
El 25 de marzo a la ciudad llegan los insoportables hedores de los cadáveres descomponiéndose con el intenso sol primaveral en la falda de El Cimatario y que no han sido recogidos ni enterrados.
El plan imperial para el 27 de abril, es atacar El Cimatario, mientras que Severo del Castillo toma la hacienda de Callejas apoyado desde San Francisquito, para impedir refuerzos republicanos desde el sur, y concentrar gran parte de la artillería en la Alameda y distribuir por ese rumbo botes de metralla. Maximiliano ordena a Basch empacar los archivos y todas sus pertenencias, que deberán ser llevados por los Húsares en la probable salida de la ratonera, como él llamó a Querétaro en los primeros días del sitio.
La batalla del 27 de abril de 1867 por El Cimatario se inicia por parte de los imperialistas a las cinco de la mañana y Severo del Castillo abre un hueco tremendo a la línea republicana por el lado de Callejas, garita de México y hasta la hacienda de El Jacal. La mayor parte de los defensores republicanos de El Cimatario, que parecía un hormiguero, al mando de Corona –eran unos diez mil hombres- abandonaron sus puestos en los primeros minutos y se replegaron totalmente derrotados por las faldas de la montaña, y sus veintiún piezas de artillería, escritorios, caballos, mulas, archivos y equipajes del Cuartel General del Ejército de Occidente cayeron en manos de Miramón que los hizo conducir –cargando con éstos los prisioneros juaristas-, desde luego, al centro de la ciudad junto con numerosos carros de víveres y municiones arrebatados a los verdes. Una multitud hambrienta del pueblo de Querétaro –incluyendo mujeres y niños familiares de los soldados sitiados-, creyendo que escapaba el ejército imperialista de la ciudad, ha ido tras él y, aprovechando la confusión, se han volcado sobre los víveres, apoderándose también del escaso numerario, ropa, cadenas y recuerdos de familia de los muertos y heridos, cual aves de rapiña al olor de la sangre. Los artilleros de Alberto Hans ven pasar nada más a los de caballería e infantería cargando víveres, mulas, cabras, caballos, vacas y hasta finos licores sin que para ellos haya nada, pues no pueden moverse por razones de su arma. Ya es completamente de día y la luz permite ver la magnitud del desastre en la línea sur y tan pronto el general Vélez se da cuenta, rinde parte al Cuartel General situado en Patehé, donde el general Escobedo ordena a las fuerzas de reserva que acudan a cerrar la línea rota y asigna al general Ramón Corona refuerzos como, el Batallón de Galeana, Cazadores de San Luis y un regimiento norteño, los cuales contraatacaron furiosamente y destrozaron a la escolta imperialista que trasladaba los víveres hacia la plaza, los que pudieron ser recuperados en parte. El archiduque se trasladó al campo de acción y felicitó allí mismo a Miramón por los espléndidos resultados de su ataque; al tiempo que El Macabeo contesta “Señor, en esta batalla el general Méndez se ha manejado como siempre”. Al regresar vanidoso para ostentar sus logros en el poblado, don Miguel Miramón es recibido por el populacho metiche y madrugador con un grito de entusiasmo: ¡Viva el general presidente!, “el cual les dolió como gancho al hígado a Maximiliano, Méndez y a Salm Salm”. Ebrio de triunfo, Miramón propone a Maximiliano no verificar la salida rumbo a la Sierra Gorda sino mejor aprovechar la confusión y atacar la línea del Río Blanco, la que está seguro de romper, y después de eso dijo él- ¡no habrá huida sino un triunfo total! Solamente que El Macabeo impetuoso –e ignorando junto con Ramírez de Arellano la noticia de que se acercaban unos trescientos o cuatrocientos jinetes chinacos por el sur- no contaba con que Escobedo mandó abrir fuego en todos los frentes.
Mientras los republicanos se recuperaban de la sorpresa y enviaban nuevas unidades a El Cimatario, el ejército sitiado estuvo en condiciones de salir definitivamente por ese punto sin sufrir grandes pérdidas, pero el sólo hecho de transportar el botín adquirido al interior de la ciudad demuestra que no sabían lo que querían, que les ganó la avaricia o que nunca pretendieron abandonar la plaza ese preciso día. Poco después, los generales liberales Naranjo, Antonio Guadarrama y Tolentino llegan a mata caballo por el suroeste de la ciudad y con tres mil dragones arrojan de El Jacal a los infantes del general Ramón Méndez y se dirigen apresuradamente a Casa Blanca. El regimiento de la Emperatriz, lanzado por el propio Maximiliano a recuperar los convoyes perdidos, es rechazado por el general Corona. Al amparo de la artillería imperial de la Alameda y de Casa Blanca, pensando que eran pocas las fuerzas rojas que estaban nuevamente en El Cimatario, Miramón organizó un contra ataque enviando dos batallones y dos regimientos contra los chinacos que se aproximaban por la Alameda, y con otros cuerpos de infantería se enfrentó resueltamente al darse cuenta de que no iba contra una bizoña y corta tropa sino contra el glorioso batallón de Supremos Poderes y varios cuerpos más que condujo ocultamente entre las hondonadas y depresiones de las faldas de El Cimatario su amigo Sóstenes Rocha –y por esa razón no había visto a qué formidable enemigo se iba a encontrar-, el cual ya había regresado urgentemente del Cerro de Las Campanas y de paso recuperó la garita de México y la hacienda de Callejas. Se desplegaron los rojos y esperaron la acometida de El Macabeo, la cual fue contenida por un nutrido fuego de rifles de repetición de ocho y dieciséis tiros que caían enemigos como moscas y por la carga de caballería de Guadarrama y los regimientos de Parras y San Luis. Miramón dispuso al fin la retirada y la persecución contra él, además de Maximiliano y su comitiva –que por primera vez participó en una desbandada-, tuvo que detenerse entre la Alameda y Casa Blanca a causa de las poderosas descargas de artillería que desde los dos reductos hacían sus imperiales ocupantes a las órdenes de Ramírez de Arellano, quienes tuvieron que sacrificar en ese cañoneo a sus propios correligionarios de la retaguardia, maniobrando con indiferencia sus baterías con estilo deportivo como si estuvieran en un simulacro. Este sorpresivo contraataque republicano no solamente rompía el sueño de escapar de Querétaro ese día, sino acaso la salvación futura. La gente del pueblo que había subido a El Cimatario para darse al pillaje de los bienes republicanos y se rezagaron por ambiciosos, sufrieron el castigo de éstos al recuperarse y algunos fueron atravesados y muertos por las lanzas.
Así llegaron las primeras horas de la tarde y los soldados republicanos habían recuperado las posiciones perdidas en el sur y el oriente; “los laureles de la mañana se convierten en cipreses al atardecer” pues los imperialistas, que han dado muerte a mil seiscientos republicanos, herido a setecientos y aprisionado a seiscientos y que han tomado veintiún piezas de artillería con sus trenes y carros de municiones y víveres, se han agotado inútilmente, pues no lograron el objetivo propuesto por calentársele el cerebro a Miramón y no poder conservar la hacienda de Callejas y distraer al enemigo el lento de Severo del Castillo. Seriamente escarmentados, contaron novecientos muertos y cuatrocientos ochenta y tres heridos, además de un gran número de caballos ensillados, rifles y sables perdidos.
La acción de El Cimatario pertenece al tipo clásico de los éxitos que se convierten en derrotas por la falta de una eficaz y eficiente acción, oportuna y adecuada. No sólo no se reforzó en el momento preciso a Miramón con todos los medios disponibles para levantar el sitio y salir con el hambreado y sediento ejército de la triste ciudad, sino que también se desaprovechó la coyuntura favorable para enviar cuando menos a un jefe o a varios jefes, debidamente escoltados, a reunir los elementos con los que se pensaba resistir el sitio. Y es que el brillo de la victoria deslumbra a veces.
El día 28 se respira un silencio de muerte, contrastando con el bullicioso día de ayer, pues el desaliento en los dos bandos es patente, aunque por diferentes razones, pero donde coinciden es en la preocupación por recoger heridos -cuyos gemidos se oyen hasta las trincheras- y enterrar a sus numerosos muertos que quedaron tendidos como lagartos en la falda de El Cimatario, que hace veinticuatro horas apenas se veía por los copos de humo blanco, gris y negro que ocultaban su ladera sur. Vuelve a preocupar una epidemia de peste por los muchos cadáveres de bestias y hombres insepultos, pero nadie se atreve a pasar las líneas para recogerlos pues han quedado a tiro de bala y los fusileros de uno y otro campo están a la espera de cazar enemigos. Los imperialistas de la guardia municipal, encabezados por un oficial de origen francés apellidado Domet, pudieron traer a algunos heridos republicanos hacia la plaza para salvarlos, llamando la atención un infeliz que tenía una bala en un ojo y las rodillas y un puño rotos, cuyos gritos lastimeros no impedían que le dijera al médico que lo atendía que “si lo iban a fusilar era inútil que lo curaran, prefería morir inmediatamente”. Fue llevado al hospital y seguramente murió por la gran pérdida de sangre que soportó hasta lo último.
En otra carta dirigida al ministro de guerra juarista, Escobedo cuenta que los prisioneros nacionales y extranjeros hechos a los imperialistas declaraban sentirse felices de haber podido escapar de sus posiciones sitiadas, porque a pesar de perder su libertad, siquiera podrían comer algo y tomar agua con los republicanos, haciendo relatos patéticos de la situación en la plaza y pidiendo su incorporación en las filas de la República. El coronel imperialista y chaquetero Carlos von Gagern, es un ejemplo de ello, ya que se pasó con todo un batallón al lado chinaco el día 27 de abril en la derrota de El Cimatario.
El 15 de mayo de 1867 los republicanos descienden de El Cimatario y toman violentamente pero sin resistencia la hacienda de Casa Blanca y la Alameda, cambiando luego la artillería contra el Cerro de Las Campanas, desde donde contestan inútilmente los imperialistas, sabedores de que estaban rotas las líneas del sur, oriente y norte, y que solamente quedaba por caer la poniente, donde precisamente se hallaban.
En las dos batallas de El Cimatario -24 de marzo y 27 de abril- pudo decidirse la suerte de sitiadores y sitiados. En la primera, con un jefe republicano más capaz de dirigir el ataque, con menos desesperación al suceder la derrota del primer asalto, hubieran ocupado los chinacos la hacienda de Casa Blanca sin ningún problema y la toma de la ciudad hubiera sido en forma más rápida. En la segunda, si Miramón no hubiera subestimado a sus contrarios, si hubiera aprovechado la tremenda derrota que les propinó en las primeras horas, si no se hubiese dejado llevar por la euforia del triunfo cambiando el objetivo (la salida) por otro ilusorio como era el de obligar a los chinacos a levantar el sitio, ciertamente los imperialistas hubieran salido, aunque fuese en un “sálvese quien pueda”, pues Escobedo los hubiera perseguido sin piedad con sus diez mil caballos, pero el objetivo inmediato de la acción se hubiera alcanzado.
Todavía se pueden encontrar en El Cimatario, en la falda norte que mira hacia la ciudad capital estatal, restos de cañones y balas de cañón, además de visitar dos cuevas no naturales que construyeron los republicanos cuando defendían el cerro durante el sitio de Querétaro.
En sus faldas se instaló la Exposición Anual Ganadera e Industrial desde 1970 y hasta el año 2000, ya que el gobierno de Ignacio Loyola Vera la llevó en 2001 a terrenos de la comunidad de Miranda, municipio de El Marqués.
El Cimatario fue declarado parque nacional en 1981 pero desde entonces es administrado por el gobierno del Estado aunque sea de propiedad federal.
Corre la conseja popular de que hubo un panteón en lo que hoy es el Estadio Corregidora y que existe una maldición, que por ello nuestros equipos de primera división profesional o descienden o desaparecen frecuentemente del máximo circuito del balompié mexicano. Es mentira que hubiera un panteón en dicha zona, pero lo que sí es cierto es que en las faldas de El Cimatario, donde se encuentra el estadio en cita, se enterraron miles de cadáveres de los bandos republicano e imperialista en las batallas cruciales y sangrientas del 24 de marzo y 27 de abril de 1867.