ESTRICTAMENTE PERSONAL
Andrés Manuel y Trump
La claridad sobre la política de no intervención que el presidente Andrés Manuel López Obrador tiene sobre el papel que debe jugar en Venezuela, es antagónica a la subordinación política que desde que ganó las elecciones ha mostrado frente al presidente Donald Trump. Su promesa de campaña que las cosas serían diferentes entre él y Trump a como habían sido con el presidente Enrique Peña Nieto, porque lo convencería que era mejor tener una buena relación con México que de conflicto permanente, se quedó en un discurso maniqueo. No lo confronta, cierto, pero tampoco lo persuade de nada. Le extiende un tapete para que haga con México lo que quiera.
La semana pasada, en el conflicto de Trump con los demócratas en el Capitolio porque no le quieren presupuestar cinco mil 700 millones de dólares para construir el muro en la frontera con México, dijo que estaría dispuesto, de no conseguirlo, de cerrar la frontera con México. Cuando la prensa le pidió una reacción a López Obrador, se lavó las manos y dijo: “Hemos actuado con prudencia y de manera precavida. No hemos opinado de este tema porque se trata de un asunto interno del gobierno de Estados Unidos y preferimos abstenernos”.
Ciertamente, la discusión presupuestal sobre el muro es doméstica, pero cuando en las presiones de Trump contra los demócratas involucra a México, el tema ya corresponde atenderlo a los mexicanos, en voz de su gobierno. Sellar la frontera no es un tema menor. De acuerdo con las estimaciones de la Secretaría de Relaciones Exteriores, cada día hay más de un millón de cruces legales de personas, además de 300 mil vehículos de los cuales, 70 mil son camiones de carga, lo que representa un intercambio comercial de más de mil millones de dólares cada 24 horas. Un cierre desestabilizaría a 94 municipios en seis estados fronterizos, que participan con el 21% del PIB nacional. El problema que quiere estallar Trump se traduciría en una crisis social y económica regional en México.
López Obrador soslaya la amenaza para no quedar atrapado en la lucha de Trump y los demócratas, pero su silencio tampoco contribuye a que se movilicen otras fuerzas internas en Estados Unidos, como los empresarios y comerciantes que también resultarían afectados por el cierre fronterizo, que podrían presionar a Trump para que si quiere mantener abiertos los frentes de guerra en el Capitolio, no utilice a México como chivo expiatorio de sus arrebatos. Su enmudecimiento contrasta con la celeridad como quiere ayudarle a resolver el problema de la migración centroamericana, que también le disminuye vulnerabilidades en su diferendo político con el Capitolio.
Esta afirmación tiene su sustento en el comunicado de prensa del Departamento de Seguridad Interna el 20 de diciembre pasado, que da cuenta del anuncio realizado por la secretaria Kirjsten Nielsen, sobre “la acción histórica” para confrontar la crisis migratoria, donde Estados Unidos dejaría de mantener en su territorio a los migrantes centroamericanos que buscan asilo político en ese país, porque de acuerdo con una negociación con el gobierno de López Obrador, sería México quien haría ese trabajo. El acuerdo entre los dos gobiernos modificó radicalmente las políticas migratorias de ambos, sirviendo el mexicano a los intereses de la Administración Trump.
Varios funcionarios del gobierno lópezobradorista han dicho que si bien hay pláticas aún no hay nada concreto, salvo la decisión de que México no serviría como la estación migratoria para Estados Unidos. Sus palabras realmente no tienen peso en Washington, ni son creíbles. Este lunes, en la reunión con embajadores y cónsules mexicanos en el exterior, la secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero, tuvo oportunidad de clarificar la posición de su gobierno, pero fue omisa, probablemente en forma deliberada. Explicó que los migrantes centroamericanos tendrán garantías a sus derechos humanos cuando crucen territorio mexicano rumbo a Estados Unidos, y mientras se resuelve su situación migratoria en aquel país. Es decir, aceptó implícitamente la existencia de la nueva política estadounidense, aceptada según Washington por el gobierno de López Obrador, llamada Permanecer en México.
Esta política sólo ha generado preocupación en Estados Unidos. El 2 de enero, el presidente del Caucus Hispano en la Cámara de Diputados, Eliot Engel, miembros del Comité de Asuntos Exteriores, y Albio Sires, miembro del Subcomité de Asuntos de América Latina del mismo Comité, enviaron una carta al secretario de Estado, Mike Pompeo, preocupados por el acuerdo de los dos países. “Aunque ambos gobiernos han descrito esto como una política unilateral de Estados Unidos que el gobierno de México aceptó”, dijeron los diputados.
Los diputados querían saber puntos específicos: ¿cuándo se acercó el gobierno de Estados Unidos a México y cuántas dependencias estuvieron involucradas en la discusión?, ¿qué tipo de acuerdo alcanzó el gobierno con México? ¿cuáles son los detalles? ¿fue previo al anuncio del 20 de diciembre sobre el cambio en la policía de asilo? Hasta esta fecha, Pompeo no ha respondido a los diputados, pero tampoco ha desmentido la existencia del acuerdo. En México, el silencio del presidente López Obrador ha sido protegido por la complacencia del Senado, controlado por Morena.
No hay presión alguna en México para que el presidente responda sin evasivas sobre lo que está haciendo Trump, ni forma de que los secretarios de Gobernación y Relaciones Exteriores rindan cuentas sobre lo que han estado hablando con Washington. Pero esconderse no blinda lo que viene. Trump no se detiene ante nadie, ni le importa nada salvo sacar adelante su agenda. A México lo ha utilizado como instrumento de presión y el gobierno López Obrador se ha prestado para ello. De este vasallaje, como en el pasado sucedió, no saldrán buenas cosas.