Confieso que yo mismo viví treinta años en la ignorancia. Crecí bajo la apuesta oficial de que una identidad homogénea sería el camino para el “progreso” de México. Tal vez fue que me llamaran “güero” en el mercado y en las escuelas rurales donde estudié parte de la primaria, o pudo ser la presión social de mis compañeros en las escuelas privadas de mi pubertad: el punto es que crecí en la ignorancia y negación de mi sangre indígena.
Aún así, sentía que algo no cuadraba y esto me provocaba un impulso irresistible por entender la debacle de las culturas originarias ante la colonización europea. Enfrenté este misterio al tomar la prueba de ADN del proyecto genográfico de National Geographic. “Saliste indio de un lado y también indio del otro”, me dijo con afecto Francisco Plata, mi primer maestro conchero, cuando le compartí los resultados. Y dancé con ellos en busca de mi identidad perdida, porque era vital averiguar si ser “indio” tenía relevancia en el mundo contemporáneo.
Años después conocí a don Manuel Rodríguez González, capitán general de una de las 22 mesas de danza asentadas en el barrio de San Francisquito. Era una noche de septiembre, frente al altar de su cuartel general, en las faldas del cerro de Sangremal, en Querétaro. Se le veía imponente, recibiendo con bendiciones a capitanes y guerreros que venían de lejos a unirse a la celebración anual que comenzaría la mañana siguiente frente al templo de La Cruz. El aroma del copal flotaba denso entre plumas y atuendos, creando una atmósfera vibrante, de dichoso entusiasmo. Los presentes llenaban el recinto a ambos lados del pasillo central y miraban con respeto a cada recién llegado. Al entrar se adivinaba la presencia de las ánimas de los ancestros y el entusiasmo por el comienzo de la batalla.
Los concheros llaman “capitán general” al líder de “capitanes”, quienes comandan grupos de “guerreras y guerreros”. Sus instrumentos musicales son “las armas” y sus atuendos, los “uniformes”. En el cuartel general, las sahumadoras y los sargentos organizan las operaciones que constituyen la supervivencia de las “guerras floridas”, ritual mesoamericano de reverencia al misterioso balance entre la vida y la muerte. Danzan la guerra frente a las iglesias, con la intención de sostener la armonía y el balance. De sus ancestros recibieron la misión de honrar la tradición chichimeca de los cuatro rumbos, y también honrar a la religión que llegó de Europa. Este compromiso con el balance está detrás del amor que expresan a la virgen de Guadalupe cómo imagen de la madre Tierra, al Dios encarnado que se sacrifica por la redención humana y al creador-creadora del cosmos a quién aún llaman: “Ometéotl”.
Pocos conocen estos misterios concheros. La ignorancia que yo viví parece estar presente también en algunos círculos intelectuales. Guiada por un silencioso sesgo hacia lo “criollo”, la atención suele posarse sobre los danzantes con una pizca de desdén. Se les caracteriza de un “sincretismo” que pretende conciliar doctrinas sin lograr coherencia. Se les descarta como una vulgarización folclórica de prácticas que quedaron atrapadas en la falta de conocimiento. Se pondera por debajo de la imitación de formas europeas. Se les usa para fines políticos y se les considera un espectáculo turístico, negándoles la dignidad del ritual sagrado. Aún hoy, las identidades mexicanas parecen seguir bloqueadas por el espectro de la vergüenza.
La causa de este bloqueo parece obvia: la conquista cultural fue brutal y dejó el recuerdo de los ancestros bajo las pezuñas del corcel blanco de Santiago, el patrono de la reconquista de Iberia y de la conquista de América. Parece desafortunado asociarse con lo nativo, cuando se cree que no han quedado más que ruinas y folklor detrás de esa identidad. Miramos el frontispicio del templo de San Francisco en el jardín Zenea y encontramos la imagen de Santiago mata-moros, degollando infieles y a su corcel blanco pisoteando cuerpos morenos. Y si bien honramos la sangre de los guerreros que quemaron sus barcos para tomar su lugar en nuestro linaje, es necesario reconciliarnos con el cuerpo del México indígena. Este es el alimento que ansía la genialidad creativa de nuestra “raza cósmica”, frente al mundo post-contemporáneo.
Es 2018 y estoy de regreso en el cuartel general. Hoy no hay festividad; el general nos recibe para una entrevista. Los “nueves”, guerreros creativos de Incusa, preparan la versión del “manifiesto transgrafitero” para la curaduría de los murales del domo del Centro Cultural Gómez Morín, proyecto que consagra ocho años de activismo cultural de Nueve Arte Urbano, con el festival: el agua es una. Don Manuel nos relata cómo recibió de sus ancestros la “obligación” de sostener las tradiciones de la “danza Chichimeca de arco y flecha”, y de cuidar del “madero sagrado” de la mesa “in xochitl in cuicatl”, en un linaje ininterrumpido desde 1733. Su familia está atenta mientras danza, canta y toca la concha de armadillo frente a las cámaras. Estamos frente a uno de los linajes de mayor abolengo en Querétaro: los chichimecas que cambiaron el arco y la flecha por “la flor y el canto”, para sostener la paz y el balance, sin abandonar la batalla.
El discurso de los murales del domo se sostiene sobre los hombros de los creadores del pasado. Este retablo de murales transgrafiteros, bendecido por el General y su familia, es una ofrenda del pueblo para el pueblo. Nos habla del misterio de la creación según la cosmovisión mesoamericana. Los cuatro Tezcatlipocas sostienen la bóveda celeste sobre la tierra, abriendo el espacio donde habita la humanidad. Tláloc-Cosijo observa el cielo del norte con el ojo de la conciencia. Su consorte Chalchiutlicue bendice el sur con fecundidad, sobre un espejo de agua. En el este, el sol nace para iluminar el esplendor de los ecosistemas y un híbrido mestizo de San Francisco y Quetzalcóatl. Al oeste, donde los días mueren, los grafiteros queretanos plasmaron a Cipactli, el cocodrilo de ojos rojos que sufre con la contaminación. En total, 33 murales y más de tres mil metros cuadrados, donados por escritores de grafiti, artistas y productores, de Querétaro, México y el mundo, con el sueño de crear conciencia sobre nuestras raíces culturales y los retos del agua y la supervivencia urbana.
El domo, pieza de piezas, narra en el metalenguaje de los retablos, una versión contemporánea y popular de los mitos que dieron sentido a la vida de nuestros ancestros. Esconde en su cima un disco solar, mientras cuelga dentro del domo el péndulo de la danza del cielo con la tierra. Así nos recuerda que vivimos: “en el ombligo de la luna, centro de la tierra, donde ofrendamos los corazones al sol”.
El general danzó frente al domo como lo ha hecho por ochenta años. Sosteniendo en el corazón un amor profundo por la tradición Chichimeca, y balanceando con el mismo amor su respeto por la religión europea. Este es para mí el mejor ejemplo de libertad cultural, que definimos como la capacidad de ver nuestras creencias, sin dejar de reconocer verdad en otras alternativas, y así elegir libremente nuestra identidad individual. Hoy es un buen día para convocar a nuestra ciudad a sacudirse los bloqueos y redescubrir este tesoro olvidado, de raíces identitarias, heroísmo y libertad cultural. Doy gracias a los concheros por su sabio ejemplo y por los siglos de paz, balance y guerra florida.
POR: EDGAR SÁNCHEZ