SERENDIPIA
Criaturas (1)
En 77 años el PRI ha dado vida a un número incierto de caciques, caudillos y gobernantes formados y graduados en la demagogia, el populismo y el enriquecimiento como regla no escrita. Algunos dejaron a manera de herencia una filosofía que tal vez ayudó a formar (o a deformar) a las siguientes generaciones de políticos.
“La moral es un árbol que da moras”, decía Gonzalo N. Santos, quien gobernó San Luis Potosí con la violencia, el autoritarismo y la corrupción comunes en la época pos revolucionaria, cuando los militares ganaron terreno. Todo ese legado debió influir en el pensamiento de los priístas que décadas después, en los 70, afinaron nuevamente la mirada guiados por el profesor Carlos Hank González y una enseñanza que probaría ser socialmente corrosiva en la formación de nuevos cuadros: “Un político pobre, es un pobre político”.
El linaje de Santos y de Hank, junto con muchos otros personajes y profetas, produjo nutridas camadas de políticos formados en ese marco teórico y de conducta emanado del priísmo.
En ese PRI han convivido políticos populistas y con gran arraigo social como Víctor Cervera Pacheco y Carlos Sansores Pérez, en la Península de Yucatán, junto a otros priístas que hicieron de la política un gran negocio como Carlos Hank, Elba Esther Gordillo y Carlos Romero Deschamps; y algunos –solo unos pocos– que terminaron en la cárcel como El Negro Durazo, Jorge Díaz Serrano, ex director de Petróleos Mexicanos, Joaquín Hernández Galicia, ex líder de los petroleros, y la propia Elba Esther, encarcelada por el gobierno de Peña.
Una regla no escrita del priísmo era que la tierra era de quien la trabajaba. Excluyendo a los amigos del presidente en turno (como Durazo y Díaz Serrano), y los miembros de la intelectualidad priísta, una mayoría abrumadora se formaba en la calle o en el campo, casi siempre desde abajo, y poco a poco iban escalando los peldaños de un descarnado sistema de méritos que alternaba premios inmerecidos y castigos rudos, al mismo tiempo que sus protagonistas libraban guerras con sus adversarios políticos.
Un día ese sistema se rompió. No tengo claro cuándo sucedió, pero todo comenzó con la repetición de un viejo síndrome mexicano: el listillo con portafolios.
De pronto fueron apareciendo en la escena, muy jóvenes e inexpertos, la manita en el portafolios de sus jefes.
Javier Duarte le llevaba las cosas a su patrón, el ex gobernador Fidel Herrera. En Yucatán, Ivonne Ortega, más aguzada, encontró en la muerte de su tío Víctor Cervera Pacheco, una oportunidad –su especialidad– para escalar como la sobrina del legendario ex gobernador y lograr en unos años lo que a Cervera le tomó un cuarto de siglo.
Javier Duarte e Ivonne Ortega Pacheco aprendieron pronto que sagacidad mata carrera. En ese contexto, un legislador joven y desconocido, uno más en la bancada panista, comenzó su ascenso fantasmagórico: Ricardo Anaya.