El eco de este acontecimiento, que surgió en Jerusalén hace veinte siglos, continúa resonando hoy en la Iglesia, que lleva en el corazón la fe vibrante de aquellos testigos, que vieron la losa removida y el sepulcro vacío, y creyeron pues después el Maestro y Señor, vivo y tangible, se les apareció a María Magdalena, a los dos discípulos de Emaús y, finalmente, a los once reunidos en el Cenáculo (cf. Mc 16,9-14).
La resurrección de Cristo no es fruto de una especulación, o de una experiencia mística, sino que es un acontecimiento, un hecho que sobrepasa ciertamente la historia, pero que sucede en un momento preciso de la historia dejando en ella una huella indeleble. Huella que sigue marcando a la Iglesia para conducirla en la historia. Por eso hoy la comunidad de discípulos misioneros de Cristo rompe el silencio de la muerte para dar paso al canto de júbilo pascual ¡Aleluya, Cristo ha resucitado! Sin embargo, y por desgracia, el canto jubiloso del aleluya pascual que hoy la Iglesia anuncia, contrasta todavía con los lamentos y el clamor que provienen de tantas situaciones dolorosas que cada vez son más frecuentes entre nosotros: violencia, corrupción, injusticia, inseguridad, desigualdad, marginación y pobreza.
Con estas sencillas palabras quisiera recordarles a todos aquellos hermanos que viven en sus vidas la pasión del Señor; que Cristo ha muerto y resucitado precisamente para traernos paz e iluminarnos con la Verdad. Ha muerto a causa de los pecados de hoy, y ha resucitado también para redimir nuestra historia. El anuncio de la resurrección del Señor ilumina las zonas oscuras del mundo en que vivimos. Pues en medio del descontento y la impotencia por la descomposición de nuestra sociedad y de nuestros valores, por la violación de los derechos fundamentales de cada persona, por la falta de la administración de la justicia y el rendimiento cuentas. Si quitamos a Cristo y su resurrección, no hay salida para el hombre, y toda su esperanza sería ilusoria. En efecto, si Cristo no hubiera resucitado, el «mal» acabaría ganando. Pero, no es así. Precisamente hoy, irrumpe con fuerza el anuncio de la resurrección del Señor, que responde a la demanda constate de Justicia y Verdad. El Anuncio de la Resurrección del Señor es la Novedad Eterna. Una novedad que cambia la existencia de quien la acoge.
Que el anuncio gozoso de la Resurrección, que hoy los cristianos celebramos, permita que Cristo resucitado les abra el camino de la libertad, de la justicia y la paz, que haga posible el restablecimiento del tejido social y del Estado derecho.
Queridos hermanos, Cristo resucitado camina delante de nosotros hacia los cielos nuevos y la tierra nueva (cf. Ap 21,1), en la que finalmente viviremos como una sola familia, hijos del mismo Padre. Él está con nosotros hasta el fin de los tiempos. Vayamos tras Él en este mundo lacerado, cantando el Aleluya. En nuestro corazón hay alegría y dolor; en nuestro rostro, sonrisas y lágrimas. Así es nuestra realidad terrena. Pero Cristo ha resucitado, está vivo y camina con nosotros. Por eso cantamos y caminamos, con la mirada puesta en el Cielo, fieles a nuestro compromiso en este mundo. Renuevo mi felicitación pascual a todos ustedes, hermanos y hermanas, sacerdotes y diáconos, consagrados y fieles laicos, que conforman esta porción del Pueblo de Dios que peregrina en la Diócesis de Querétaro; a cuantos se unen a nuestra fe a través de los medios de comunicación social, a nuestros hermanos enfermos, a los migrantes, a quienes viven en los reclusorios, a todos ustedes: « Que Dios todo poderoso les bendiga en este día solemnísimo de la Pascua y, compadecido de ustedes, les guarde de todo mal ».
Fraternalmente en Cristo y
María.
¡Cristo ha resucitado aleluya, aleluya, aleluya!
POR: MONSEÑOR FAUSTINO ARMENDÁRIZ JIMÉNEZ