SERENDIPIA
Una voz en pasado y en presente
Hace unos días leí en la edición en español del New York Times un perfil de Daniel Melchor, “La voz secreta de la alarma sísmica”, un buen ejemplo de que las historias nunca terminan. Melchor relata que la voz detrás de la alarma que nos impulsa a ponernos a salvo es la de Manuel de la Llata García, una estrella del doblaje y actor radiofónico que tenía la peculiaridad de llevar una vida discreta. Lejos del ojo público, nunca daba entrevistas, huía de los admiradores y rara vez asistía a reuniones.
La voz de la alerta sísmica –narra Melchor– ya estaba acostumbrada a salvar personas, al menos en la ficción. De la Llata había conseguido que lo eligieran para doblar al español a Clark Kent, interpretado por Christopher Reeve, en la primera película de Superman: The Movie, en 1978. Quienes lo conocían por primera vez, cuentan sus colegas de doblaje, se sorprendían por el contraste: media 1,68 de estatura y era flaco, pero tenía una voz grave y una dicción precisa que le permitían doblar personajes con galanura. De ahí que le asignaran el papel de Han Solo en una de las versiones que se doblaron de la primera película de La guerra de las galaxias.
Manuel de la Llata era un hombre de otro tiempo, cuando las profesiones y los oficios se aprendían en la calle, in situ, en la práctica y de manera vivencial, en un país (en un mundo) dominado por los hombres y no por la tecnología. Hoy, con su talante antiguo y distante, de la Llata sería un tipo raro entre autores famosos que dedican su tiempo a llenar auditorios y ser escuchados como estrellas del rock, y actores y actrices, y youtubers, periodistas e influencers encumbrados en la llanura frágil de las redes sociales. Hoy varias de esos oficios y profesiones se edifican menos en el tedio del escritorio, el espejo y el ensayo, y más cerca de la fama, la audiencia, Facebook y Twitter, las pasarelas sociales de nuestros días.
Su discreción y el silencioso ejercicio de sus tareas de actor de radio nos recuerda oficios como el del cartero que entregaba puntual la correspondencia, los veladores, el panadero que hacía milagros de equilibrio con la charola en la cabeza, los elevadoristas y los conserjes de los edificios antiguos.
La voz de Manuel de la Llata García desata la alarma y las calles se inundan de oficinistas, empleados, obreros, niños y estudiantes. Y los espacios que ocupamos tras un sismo nos indican cuánto hemos cambiado.
Hoy los niños se distraen con los ojos extraviados en un monitor, los elevadores son automatizados, ya no existe el oficio del telefonista y el espectro está repleto de estrellas. Pero se echa de menos a personajes que hicieron un arte de su oficio, como Manuel de la Llata García, un hombre discreto, la voz detrás de la alerta sísmica que escuchamos millones.