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Xavier Díez

por Contacto
22 enero, 2018
en Editoriales
Xavier Díez de Urdanivia
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COLUMNA INVITADA

De la sumisión a la simulación

En los lugares donde se asienta la cultura de la sumisión, una de las consecuencias, y no la menos perniciosa, es la simulación que se apodera de las relaciones sociales en general, pero muy especialmente de las de naturaleza política.

En primer lugar, porque la creciente conciencia de las personas, en el nivel global, de su valor en tanto que seres humanos iguales en dignidad por su propia naturaleza, obliga a las clases dominantes a diseñar y aplicar sofisticados esquemas de propaganda y convencimiento para fingir que todo lo que hacen es en beneficio de la comunidad, única destinataria de sus altruistas preocupaciones.

En segundo lugar, porque nadie que esté en sus cabales se siente cómodo siendo sumiso, y para justificar esa conducta en principio incómoda, suele acudirse al expediente de autoconvencerse de que el pragmatismo adoptado, tan genuino o espurio como se quiera, representa ideales de los que, revestidos de un ropaje ideológico, es pertinente apropiarse.

La jerarquía de la dominación requiere que sus decisiones sean acatadas y ejecutadas a la perfección y con la menor resistencia posible. Por eso se vale del adoctrinamiento.

La disciplina es imprescindible para mantener e incrementar el poder sobre cada vez más seguidores, tanto como mantener la cohesión del grupo integrado así para asegurar la eficiencia y eficacia de las consignas de la cúspide. Si no es así, el sistema de dominación se desmorona.

Poco a poco las normas objetivas y manifiestas van cayendo en desuso y ocupan su lugar esas que se han conocido como “reglas no escritas”, creadas a su modo por las redes de poder gobernantes a modo de su conveniencia.

En un mundo en el que prevalece la codicia –de poder y de dinero, que cuando se unen potencian recíprocamente sus capacidades de dominación– la convicción y las necesidades de supervivencia son campo propicio para el cultivo del engaño y los métodos de persuasión oculta y extralógica.

Se ha llegado incluso a proponer una teoría sobre pretendidas “facultades metaconstitucionales”, y no por juristas neófitos o ignorantes, sino por el contrario, profesores universitarios de relieve internacional, cuyas doctrinas han generado escuela.

Hemos llegado al grado de que sea reconocido –si no de modo público, cuando menos sin mucho recato– que hay cuestiones que son jurídicamente correctas, pero políticamente inconvenientes, queriendo así justificar así acciones que de una manera u otra se apartan del orden jurídico.

Es así como se ha desarrollado un sistema de doble moral que en nada propicia, sino al contrario, el sano y correcto desarrollo de los valores humanísticos que tanto se echan de menos en estos tiempos.

El engaño y el miedo se han vuelto armas de poder mucho más usuales y atendidas de lo conveniente, y en el quehacer gubernamental las instituciones se confunden y desaparece, para todo efecto práctico relevante, la división de poderes, mientras que los ciudadanos, que se convirtieron en eso después de haber sido súbditos, vuelven a serlo inconfesadamente bajo las formas clientelares en uso.

Eso pasó durante el porfiriato –flaca es casi siempre la memoria histórica– y ha pasado antes y después en muchas partes del mundo, que siguen viendo lejano el desarrollo.

Esas son prácticas que será necesario desterrar más temprano que tarde, porque ese doble tinglado sólo conduce a la confusión –la que no es extraño que alcance a los mismos que la producen– y, en última instancia, al cinismo convenenciero, en contra de los más elementales presupuestos lógicos de la vida en comunidad.

Afortunadamente, la reacción de las corrientes favorables a las libertades y derechos fundamentales, por definición opuestas a esa concentración y abuso del poder, se ha extendido e intensificado a lo largo y ancho del mundo, pero es necesario que se consoliden e integren bien, porque ya los poderes fácticos maniobran para adueñarse de sus banderas y tienden a neutralizarlas y reconducirlas en su beneficio.

Los gobiernos que quieran ser legítimos no deberían pasar por alto esta situación.

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Rafael Cardona

 

 

 

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