GOTA A GOTA
El Sacrificio
En aquellos años de mis estudios de doctorado, leíamos a Antonio Gramsci. Estaba de moda. Pero no para mí. Nunca he renunciado a amables enseñanzas. Aún hoy, su pensar me habla al oído; su sufrimiento, a mi corazón. Primero, padeció, desde su tierna infancia, una malformación física debida a una caída; y en su edad adulta la cárcel, bajo el régimen fascista de Benito Mussolini. Confinado murió joven en 1936 cuando tenía apenas 46 años.
Fue un militante marxista infatigable. Dirigió el periódico ‘L’ Ordine nuovo, fue cofundador del partido comunista italiano, animó los Consejos de fábrica en Turín. Escribió gran parte de su obra en prisión: ‘Cuadernos de Cárcel’. Le acompañaron la entereza y la paciencia, la bondad y el coraje, la lucidez y la sinceridad. En realidad, la cárcel fue como bendición, un incentivo para reflexionar en la penumbra sobre si mismo y sobre su entorno. Justamente, la cultura era, para él: “organización, disciplina del yo entero, apoderamiento de la personalidad propia, conquista de superior consciencia por la cual se llega a comprender el valor histórico que uno tiene, su función en la vida, sus derechos y sus deberes”.
Lejos del lugar común de la importancia invasiva de la economía, pensaba en las superestructuras. Fue el teórico de la hegemonía, de esa dominación que se ejerce desde los aparatos de Estado, sobre todo la educación que nos hace vivir la opresión como algo ‘natural’, omnipresente en la escuela, los medios de comunicación, las instituciones religiosas… En la batalla por un nuevo orden, los intelectuales ‘orgánicos’ tienen una función social: ellos pueden guiar a “las almas simples”. Sin la demolición de esos aparatos que nos enajenan, no hay liberación revolucionaria. El gran cambio histórico no radica, pues, solamente en las relaciones de producción, sino también en ese asalto, por así decirlo, al universo hegemónico de la burguesía. Paulo Freire parece beber esos alientos.
Gramsci le da a Marx un sentido integral. Un Marx que “se sitúa en la historia con el sólido aplomo de un gigante: no es un místico ni un metafísico positivista; es un historiador, un intérprete de los documentos del pasado…”
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El escritor John Berger nos recordaba, no hace mucho, que en el pueblo de Ghilarza, Cerdeña, donde hay un pequeño Museo Gramsci, vio en una vitrina dos piedras talladas con las que Antonio se ejercitaba para fortalecer sus hombros y corregir la malformación de su espalda. Hoy evoco a Gramsci, la música de su sacrificio. Un ser humano del más fino linaje espiritual.