COLUMNA INVITADA
La sumisión como cultura
La sumisión como cultura Unos dicen que el principal problema de México es la corrupción, otros que la impunidad y que por esta última existen la primera y la galopante inseguridad.
Imposible sería ignorar esos problemas; son expresiones del grave cáncer social que afecta a nuestro país.
Creo, sin embargo, que una raíz más profunda del mal se encuentra en la manera de enfrentar los problemas de la comunidad, cuya solución se suele esperar del tlatoani en turno, el monarca sexenal a quien se responsabiliza de hacerlo.
Ese esquema es perceptible lo mismo en el nivel general del país que en el que corresponde a cada estado y, si mucho es el apremio y toda proporción guardada, también en el municipal.
Por eso cada seis años renacen las esperanzas y las campañas, cuando no se centran en el ataque y la diatriba, se nutren de promesas u ofrecimientos difícilmente sustentables, en términos de propaganda, en planes y programas puntualmente elaborados.
No hacen falta; lo que se requiere es una buena campaña publicitaria que sea capaz de vender una esperanza para los votantes, que han asumido, gracias a una hegemonía que ha durado mucho más que setenta años, como algunos pretenden, porque en la realidad de los hechos ha estado presente a lo largo de toda la historia.
Hay quien se la atribuye a un solo partido, pero la verdad es que hubo alternancia, y podrá darse otra vez, sin que las cosas hayan cambiado o den visos de que cambiarán.
De hecho, al escuchar las promesas de unos y otros, se oyen cosas como aquella de “no subiré los impuestos”, en boca de los aspirantes a ocupar el poder ejecutivo -unipersonal por definición- mientras que el establecimiento de contribuciones, constitucionalmente, corresponde a los poderes legislativos.
Cuando alguno ganó la contienda federal, se oyeron también cosas como esta: “Ajustaré todos mis actos a derecho; por eso he iniciado ya reformas a la constitución…”, con la certeza plena de que el órgano a cargo de la confección del traje jurídico que se había mandado a hacer a la medida cumpliría fielmente con lo requerido, e igualmente habría de pasar con las leyes así pensadas y confeccionadas desde el centro decisorio.
Es un problema estructural que parte del origen mismo de nuestras instituciones en 1821, cuando intentó instaurarse el llamado “primer imperio”, pero se acendró al asumir el régimen presidencial diseñado por los entonces recién nacido Estados Unidos de América, que lo que a su vez hicieron fue adaptar las características del rey al régimen republicano, para depositarlas en un órgano ejecutivo unipersonal, “republicanizando” al rey, para ponerlo con claridad diáfana.
La tradición anglosajona del “rule of law”, por la que se establece que gobierna el derecho y no los seres humanos, era ancestral y por eso la solución de los “padres fundadores” encontró mejores condiciones para funcionar en el esquema de división de poderes.
Aquí no ha sido así. Ya sea por la tradición absolutista de las dos culturas políticas de cuyo encuentro nació México, o por cualquier otra causa, lo cierto es que en nuestro país la supeditación plena al “Supremo Poder Ejecutivo” (así lo llama la constitución) ha sentado sus reales para todo efecto práctico, y en nuestro “federalismo de espejo” se reproduce también en los estados.
Eso ha dado lugar a la instauración de un esquema paternalista de gobierno que ha redundado en la dilución del sentido de responsabilidad entre los ciudadanos, los que esperan que las soluciones caigan en cascada, en vez de buscarlas juntos y desde abajo, en real solidaridad y con absoluta honradez (no la hay “relativa”).
La “monarquía republicanizada” ha permeado nuestra cultura y en ella ha convertido al “estado de derecho” en un “estado providencial”, que no puede subsistir más allá de la imaginación y la demagogia.
Eso es algo que debería tenerse presente siempre, si es que de verdad se quiere enderezar el rumbo hacia el elusivo desarrollo que decimos pretender.