COLUMNA INVITADA
García Márquez corrige sus textos
Los periodistas suelen ser personas muy comunicativas y a la vez desconfiadas. Hará cosa de unos 18 años, uno de los más creativos y brillantes, Gabriel García Márquez, se encontraba rodeado por un grupo de jóvenes reporteros en Monterrey, en un taller de la Fundación de Nuevo Periodismo Iberoamericano fundada por él.
El Gabo debe haber tenido cerca de 70 años y la cabeza blanca y lúcida. Desde el primer minuto dio rienda suelta al impulso de contar historias breves y después las favoritas de un periodista: algunas infidencias que involucraban a parientes y amigos.
Contó un par sobre Mario Vargas Llosa y la historia de un slogan publicitario escuchado por millones de personas en el mundo, creado azarosamente el día que un gripón atacó a su esposa Mercedes, quien al estornudar por enésima vez exclamó con la nariz enrojecida:
“¡Yo sin kleenex no puedo vivir!”.
García Márquez completó la frase, los reporteros rieron y una sonrisa apareció debajo de su bigote de nieve antes de que su rostro adquiriera un gesto sombrío.
“Si la encuentro escrita en sus periódicos, se las verán conmigo”, dijo El Gabo y los periodistas fingieron olvidar.
La anécdota de los kleenex aparece en Una Vida, el libro que el biógrafo británico Gerald Martin escribió sobre el Premio Nobel de Literatura. La recordé el martes pasado cuando leí que el Ransom Center de la Universidad de Texas acaba de liberar el archivo digital de la colección de García Márquez.
Incluye manuscritos originales de diez libros, más de dos mil cartas, borradores del discurso en la entrega del Premio Nobel, más de 40 álbumes fotográficos, las máquinas de escribir Smith Corona y los computadores en los cuales escribió algunas de las obras más queridas del siglo veinte.
La advertencia de García Márquez expresaba cierto celo para preservar la historias que acompañarían su biografía, pero más que otra cosa revelaban su obsesión arraigada por pensar y decidir una palabra, cambiar un verbo por otro más preciso y potente y cuidarse de los adverbios que evitaba como un hombre de supersticiones huye de una escalera abierta.
El Gabo que no retrocedía un milímetro ante una calificativo que le sacaba ámpulas aparece para describir una calva “sin ilusiones” o un vientre “indigno”. Para nombrar como “El divino rostro” a una hacienda sin nombre en el manuscrito, y en el último instante añadir que además de pálido y esbelto, Santiago Nasar “tenía los cabellos rizados de su padre”.
Detrás de las palabras precisas y los verbos justos aparece el trabajador infatigable que era. En el taller de Monterrey el Gabo reaccionó con espontaneidad cuando un periodista le pidió ayuda para evitar que los tiempos de los verbos en sus historias cambiaran de manera caprichosa.
“Es muy sencillo”, dijo García Márquez. “Tienes que aprender a escribir”. Los archivos de la Universidad de Texas son más que nada eso: los cuadernos del maestro.