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Cuento de Navidad

por Luis Núñez Salinas
29 diciembre, 2025
en Editoriales
Cuento de Navidad
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La Apuesta de Ecala

El helado viento de diciembre hacía ondear sus listones en uno de los inviernos más gélidos que han experimentado estas insurgentes calles. Corría el año de 1807.

Una de las monjas más jóvenes, descendiente quizás de aquellas familias de rancio abolengo que apenas el día anterior se lamentaban por la escasez de servidumbre, sostenía a uno de los infantes contra su pecho. Canturreaba un villancico en un susurro apenas perceptible mientras frotaba con ternura los diminutos pies del pequeño. En aquel gesto, la joven recordaba con punzada amarga que ese niño pudo haber sido el suyo. ¡Cuántos corazones de las monjas clarisas anhelaban el calor de un llanto de neonato varón en su regazo! Las lágrimas brotaban ante el recuerdo de un amor proscrito por las añejas tradiciones, y aquel absurdo “salto” de la hermana menor al desposarse que selló, como un cerrojo, el destino de la mayor en el calabozo del rezo. Cerca de ella, una batea de agua humeante y jabón despojaba del cuerpo de otro niño el rastro del fango y el frío.

Afuera, las campanas de San Francisco hendieron el aire llamando a la Misa de Rosario. Los badajazos solemnes anunciaban el nacimiento del Mesías; un milagro que esa noche, bajo la penumbra de la enfermería de Santa Clara, se percibía más real y tangible que en cualquier otro templo de la ciudad. Doña Josefa suspiró aliviada al observar a los pequeños bebiendo leche caliente, mitigando su tos en los regazos de las religiosas.

Toda la ciudad comentaba el desastre de los pasadizos derrumbados y el rescate con vida de los niños de entre los escombros justo en la esquina de la gran muralla que circundaba el Conjunto de la gran ciudadela franciscana. Aquella mole definía el trazo de la urbe española que, tras dos siglos de ser Villa, se erguía ahora como Ciudad. Gracias al gran acueducto y la abundancia de agua, las familias más poderosas de la Nueva España habían radicado allí, atraídas por la seguridad de la tierra y por ser el paso obligado hacia los confines del territorio.

Al concluir la misa, la gente se congregó frente al convento de las Clarisas. Algunos depositaban generosas limosnas al llamar al gran portón de las huertas, desde donde se adivinaba el colorido y churrigueresco diseño de sus interiores, vedados para el común de los mortales. Solo en las misas de precepto se permitía escuchar las voces de la congregación interpretando coros celestiales, ocultas tras un denso telar negro que evitaba que los fieles mancillaran con la mirada su santa vocación. Otros devotos llevaban leche recién ordeñada, con la inocente esperanza de que los niños pames que custodiaban las clarisas cobraran fuerzas; otros entregaban grano, piloncillo, manteca de cerdo y huevos. Los más dadivosos se ponían, simplemente, al servicio de la tragedia.

Al ingresar a la enfermería, los niños recibieron nombres cristianos. Muchos de los mayorcitos pames permanecían desmayados por el “mal del pecho”, y de los más pequeños, apenas bebés de meses, ¡nadie conocía su verdadero nombre! Las hermanitas, en su afán de auxilio, convirtieron el santoral en su mejor guía: Juan Cancio, Gregorio, Juan de Keti… Así fueron asentados en un registro exacto. Al observarlos, las monjas notaron que todos compartían grandes ojos negros, cejas pobladas y rostros que, pese a la desolación, conservaban el fulgor de la infancia.

La Abadesa de las clarisas era una mujer de temple, fuerte y ordenada. Su ceño cano delataba décadas dedicadas a la formación de las hermanas consagradas, a quienes no solo instruía en los fervores del convento, sino en oficios como la pintura, la carpintería y el arte de echar cal. En los claustros se impartían clases de óleo, escultura y creación literaria, además de teología y filosofía. Y qué decir de la cocina: allí se gestaban las mejores viandas de la región, donde las recetas locales comenzaron su “grana y canto” tras la llegada de los españoles y la distinción de Querétaro como Noble y Leal Ciudad. Tales manjares eran la delicia de las autoridades franciscanas, quienes se habían convertido en pieza clave de la administración de recursos para la Corona.

Las clarisas mantenían una disciplina de hierro. No se permitía el acceso a la pequeña ciudadela del Real Convento de Santa Clara de Jesús, que se alzaba en el corazón de Querétaro como una imponente fortaleza de fe. Sus muros de cantera, teñidos de un tono “sangre de pichón” bajo la luna, resguardaban el secreto de más de trescientas mujeres —monjas de velo negro, criadas y educandas—, de las cuales solo setenta tenían permiso de contacto con el mundo exterior.

Sor María Cristina cruzó con celeridad el Claustro Principal, apodado el Patio de los Naranjos, portando una misiva del Señor Cabildo. Bajo la doble arquería de piedra, el silencio era casi sólido. Sus pasos resonaban mientras las columnas renacentistas proyectaban sombras alargadas. A esa hora, las Celdas-Casas —residencias privadas donde las monjas de linaje convivían con sus propias esclavas y sobrinas— dejaban filtrar la luz de los candiles por las rendijas de las pesadas maderas.

Se detuvo ante el Torno, aquel cilindro de madera oscura que giraba entre la calle afuera del muro y el interior del convento, en un mecanismo ingenioso que por ahí es donde se depositaban las cosas que la gente daba a las hermanas. Alguien, desde la calle, había dejado una canasta de buñuelos bañados en miel de piloncillo para los niños. Al girarlo, el chirrido de la madera fue el único sonido que desafió al viento. Caminó hacia la zona más sagrada, pasando por el Locutorio, donde las dobles rejas de hierro separaban los afectos familiares de la vida monacal, hasta llegar al Coro Bajo. Allí, el perfume del incienso y las flores frescas de la Huerta la embriagó.

A través de la densa rejilla, Sor María Cristina contempló la nave del Templo. Bajo la luz de mil velas, los retablos colaterales parecían incendiarse. El oro estofado de 23 quilates, tallado en formas de ángeles y vides, devolvía un brillo sobrenatural que dotaba de vida a las paredes. En lo alto, protegidas por las tribunas de reja, las monjas enfermas se asomaban como fantasmas devotos hacia el altar mayor. Desde el Coro Alto, las hermanas ensayaban los villancicos para la Misa de Navidad; la acústica de la bóveda de cañón elevaba el canto mientras el órgano de tubos hacía vibrar el suelo.

Aquel aire dentro del templo se volvía denso, saturado de cera de abeja y lirios. Sor María Cristina, con los dedos entumecidos por el frío, levantó un candil para iluminar los muros que semejaban un firmamento de oro. La luz se detuvo en los lienzos de maestros como Miguel Cabrera y los Rodríguez Juárez, cuyos trazos definieron el barroco.

—Mirad, hermana —susurró una novicia, señalando el Retablo de la Pasión.

En los compartimentos dorados, las pinturas de José de Ibarra, cobraban vida. La Virgen María, con un manto de azul profundo como noche líquida, seguía a la monja con una mirada de ternura infinita. Cerca del presbiterio, el candil reveló la majestuosidad de Baltasar de Echave Rioja; su claroscuro era tan dramático que las sombras parecían salirse de los marcos. En las pechinas de la cúpula, los cuatro evangelistas observaban desde las alturas con túnicas de rojos carmín y ocres vibrantes.

—Es como si el pincel de Juan Correa hubiera tocado cada rincón —pensó la religiosa al ver los lienzos que narraban la vida de Santa Clara y San Francisco, con tal detalle que se adivinaba el hilo de los encajes pintados.

De pronto, las campanas de la torre llamaron a la Misa de Rosario. El reflejo del oro, multiplicado por los barnices, creó una atmósfera de fuego divino. Los autores de aquellas obras habían logrado que ese veinticuatro de diciembre las monjas no solo rezaran ante imágenes, sino que caminaran dentro de una visión celestial. El coro estalló en cánticos y Sor María Cristina cerró los ojos. Se acercó a la Abadesa y le entregó la carta del Señor Cabildo. La superiora la leyó con premura:

“… que de saberse que en sus interiores estuvieran resguardados los niños de los Pames, constructores de esta Noble Ciudad, se obliga a su inmediata entrega a las familias en las condiciones que fueren, sanos o enfermos. De no hacerlo, la autoridad recogerá a los niños por la fuerza de la gendarmería… 23 de diciembre de 1807… Firman los Regidores Concejales…”

El rostro de la Abadesa, duro como la roca, se contrajo de indignación, estrujando la misiva. Tomó su abrigo de velo y, junto a su prior, se dirigió a la casa de la familia Domínguez. La casona respiraba una calma inusual, pues la celebración de Nochebuena se postergaría. Tocó el portón y habló tras la ventanilla del guardia:

—Decid a vuestra señora que la Abadesa de las Clarisas solicita audiencia inmediata. Ella comprenderá— Fue conducida a un salón elegante, adornado con sillas de talla impresionante y óleos de batallas navales. Al entrar, Doña Josefa estaba acompañada por el Capitán de Dragones, Ignacio Allende, y el Alcaide de la Cárcel Real, José Ignacio Pérez, quien portaba un gran cerrojo de llaves.

—Mi señora —dijo la Abadesa yendo al grano—, antes de elevar esta queja al señor Corregidor Domínguez, deseo hacéroslo saber a vos. Mirad— Al leer la carta, todos quedaron pasmados. —¡Qué osadía del Cabildo amenazar vuestra autoridad, hermana! —exclamó Allende— ¡No lo permitiremos! Pongo a mis hombres en custodia de vuestra ciudad amurallada ahora mismo.

Doña Josefa tomó la situación con la calma de su estirpe, acordando que evitarían, por la ordenanza o por la fuerza, que el Cabildo se llevara a los niños.

Es la noche del 24 de diciembre de 1807.

El fortín de las Clarisas está rodeado por los Dragones de la Reina, la máxima autoridad que nutre la calma de la región. Mientras tanto, en el Ayuntamiento, los Regidores ordenan el plan para hacer valer su ordenanza. Reunieron a ciento doce alguaciles y peones, quienes, al enterarse del objetivo, dudaron.

—Vuestras señorías —dijo el alguacil del barrio de negros—, ¿pretenden que asaltemos la gran muralla, saquemos a los niños de los dormitorios de las clarisas y los llevemos al barrio de San Gregorio? —Así es —respondió el Regidor—, y os recuerdo que habrá una corona por cada niño entregado— El asombro fue general. Atreverse contra las Clarisas era atraer la condenación por herejía. Toda la ciudad, desde los barrios españoles hasta las comunidades de pames, jonaces, chichimecas y otomíes, sabía que los religiosos eran intocables y el sustento de muchos.

—¡Atreverse contra la ciudadela clarisa en Nochebuena! ¡Por Dios, no lo haremos! —resistieron los hombres. —¡Pues habrá azotes y cárcel para los desobedientes! —sentenció el Regidor, perteneciente a la nobleza de los Condes de Terreros.

La oscuridad de aquel 24 de diciembre de 1807 no era solo de frío; era una penumbra cargada de presagios. Mientras en las casonas de la ciudad se encendían los últimos cirios para el nacimiento del Niño Dios, el silencio de la calle fue profanado por el estruendo de botas y el choque de picas. Un centenar de alguaciles, con los rostros endurecidos por el frío y el miedo al pecado, se apostó frente a la imponente mole de Santa Clara. Sus faroles oscilaban violentamente, proyectando sombras deformes sobre la cantera sangre de pichón.

Al frente, el Regidor Terreros braceaba sobre su corcel negro. El animal, con los belfos llenos de espuma, relinchaba y retrocedía en un baile nervioso de cascos contra el empedrado, como si sus sentidos presintieran el sacrilegio.

—¡Avanzad! —bramó Terreros, pero sus palabras se perdieron en el aire gélido.

Sus hombres no se movieron. Frente a ellos, bañados por la luz mortecina de las antorchas, se alzaba la muralla infranqueable de los Dragones de la Reina. Sus uniformes rojos y cascos de cimera resplandecían con un brillo espectral. En el centro de la formación, el Capitán Ignacio Allende permanecía inmóvil como una estatua de bronce. No desenvainó su sable de inmediato; no era necesario. Su mirada de acero, fija en el Regidor, poseía un peso físico que hacía que la turba de la gendarmería retrocediera, uno a uno, hundiendo las puntas de sus picas en la tierra.

—¡Es una orden del Cabildo! —volvió a gritar Terreros, con la voz quebrándose en un gallo de histeria mientras su caballo daba vueltas en un descontrolado y suave giro—. ¡Ese convento oculta lo que pertenece a los barrios de menesterosos! ¡Entregad a los indios! —.

En ese preciso instante, un gemido de madera y hierro antiguo cortó la noche. El pesado portón del Real Convento se abrió con la lentitud de un sepulcro. No fue una carga de bayonetas lo que emergió, sino una procesión de sombras blancas y negras que parecieron brotar del mismo corazón de la fe, solo el destello de las cruces de oro y esmeraldas que llevan en el pecho, rumores ciertos de estas monjas.

La Abadesa caminaba al frente, con el rostro de piedra y el hábito ondeando como una bandera de luto. Sostenía en alto un crucifijo de plata cuyos grabados devolvían el destello de las antorchas como si emitiera luz propia. Tras ella, la hilera de monjas avanzaba en un silencio sepulcral, una marea de devoción que helaba la sangre de los atacantes. Y en el centro del grupo, emergiendo como el alma de la resistencia, avanzaba Doña Josefa Ortiz de Domínguez. Su paso era firme, el mentón alzado con la dignidad de quien se sabe investida por una ley superior. A su flanco, el Alcaide Ignacio Pérez, con la mano en el pomo de su espada y la otra sosteniendo las llaves de la ciudad, guardaba sus espaldas.

El silencio que cayó sobre la calle fue absoluto, un vacío sonoro donde solo se escuchaba el lejano y rítmico repicar de las campanas llamando a la Misa de Gallo. Doña Josefa se detuvo a escasos pasos de la montura de Terreros. La luz del fuego bailaba en sus ojos negros.

—Señor Regidor —dijo ella, y su voz, aunque baja, cortó el viento con el filo de una daga—, en esta noche santa no hay más ordenanza que la de la caridad. Estos niños no son propiedad de nadie más que de sus padres… muertos, por cierto, bajo la indiferencia de este Cabildo.

Doña Josefa dio un paso más, desafiando el aliento del caballo.

—Si osáis poner un solo pie dentro de esta clausura, no solo estaréis violando el recinto más sagrado de nuestra fe, sino que os enfrentaréis a la justicia de quienes protegemos Querétaro con la vida. Elegid, señor: ¿Entra usted por la fuerza sobre los cuerpos de estas siervas de Dios, o se retira con la poca dignidad que le queda? —

Terreros miró a su alrededor. Sus propios alguaciles, presas del pánico sagrado, ya se habían despojado de los sombreros; muchos se persignaban con manos temblorosas y bajaban las armas al suelo, negándose a mirar a la Abadesa. El peso de la “herejía” de profanar Santa Clara en Nochebuena era un fardo que ningún hombre en esa ciudad de violáceos atardeceres estaba dispuesto a cargar.

Con una maldición ahogada entre los dientes y el rostro encendido por la humillación, Terreros dio un tirón violento a las riendas. El caballo relinchó por última vez antes de emprender una huida desordenada hacia las sombras de la calle de la Flor Baja, seguido por su desbandada de alguaciles que desaparecieron como ceniza arrastrada por el viento.

Dentro del convento, la atmósfera cambió de inmediato. El miedo se transformó en júbilo contenido. La Abadesa ordenó que se abrieran las cocinas para los necesitados que aguardaban afuera. Los aromas de canela, chocolate espumoso y el dulce aroma de los tamales de dulce inundaron los patios.

En la enfermería, Sor María Cristina regresó al lado de los niños pames. El “mal del pecho” parecía haber cedido ante el calor de las mantas y el cuidado de las hermanas. Los pequeños Juan Cancio y Gregorio dormían ahora con una paz que solo la inocencia conoce. La monja joven que al principio lloraba por su pasado, ahora sonreía; había entendido que, en esa ciudadela de piedra, su maternidad no se había perdido, sino que se había multiplicado en cada huérfano que encontraba refugio en sus brazos.

Cuando el órgano de tubos comenzó a sonar para la misa final, el resplandor de los retablos de Ibarra y Cabrera parecía más vivo que nunca. El oro de los altares no era ya un símbolo de riqueza, sino un reflejo del fuego que ardía en los corazones de quienes, esa noche, habían preferido la compasión sobre la ley del Cabildo.

Doña Josefa y el Capitán Allende compartieron una mirada de complicidad antes de retirarse. Sabían que los tiempos que venían para la Nueva España serían turbulentos, pero esa noche, en la Noble y Leal Ciudad de Querétaro, la Navidad había triunfado entre los muros de sangre de pichón de Santa Clara.

La ciudad durmió bajo el manto de las estrellas, mientras el canto de las monjas se elevaba al cielo, eterno y sereno, como el óleo de una fe que no conoce el olvido…

-FIN-

Etiquetas: cuentoinviernonavidad

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