El árbol de Navidad es un objeto que ha sobrevivido al paso del tiempo. Cada diciembre reaparece —real o artificial, mínimo o exuberante— como un tótem doméstico que concentra ritual, memoria, fe, consumo y afecto y total descuido ecológico. En un mundo que necesita más árboles, en Estados Unidos se talan entre 25 y 30 millones de árboles naturales anualmente para hogares y empresas. Se venden 350 millones de árboles de Navidad a nivel mundial cada año, esta cifra incluye algunos de plástico hechos en China, un país sin tradición católica pero que cree en conquistar mercados.
Sin embargo el arroyo de la costumbre no nos permite luego hacer reflexiones puntuales. Aprovecho esta nota para hacer una brevísima historia del arte a partir del diseño de varios árboles navideños por distintos artistas del siglo XX.
Tratando de imaginar a Pablo Picasso, obsesionado con desmontar la forma para volver a construirla, nunca diseñó un árbol navideño literal, pero su pensamiento lo atravesó todo. Un árbol visto desde Picasso sería un cuerpo fragmentado, hecho de planos superpuestos, donde cada rama es una decisión formal. No importa el ornamento: importa la estructura. Un árbol sin esferas, pero lleno de pensamiento.
Salvador Dalí, en cambio, entendería la Navidad como espectáculo. En sus ilustraciones y escenografías, el árbol se transforma en un objeto teatral, casi delirante. Estrellas que flotan, troncos que parecen derretirse, ángeles fuera de escala. Para Dalí, el árbol no sería un orden, es exceso; no es estabilidad, es sueño. Un árbol donde lo sagrado convive con lo absurdo, como una misa surrealista.
Con Andy Warhol, el árbol se vuelve imagen reproducible. En la lógica pop, un árbol de Navidad es un ícono más: tan repetible como una lata de sopa o un retrato de Marilyn. Luces como neón, colores industriales, estrellas convertidas en logotipo. Warhol entendió que la Navidad también es consumo y repetición, y que incluso la emoción puede producirse en serie.
Otros artistas pudieran pensar el árbol desde lugares más silenciosos. Paul Klee lo propondría a ritmo y música: un organismo espiritual hecho de líneas. Giorgio de Chirico lo habría colocado solo, en una plaza vacía, bajo una luz inquietante, cargado de nostalgia metafísica. Joseph Beuys lo pondría como un gesto político: el árbol como naturaleza, comunidad y acción colectiva.
En el mundo contemporáneo, el árbol puede ser porpuesta y dejar de ser decoración para convertirse en instalación, performance o dispositivo crítico. Árboles hechos de libros, de basura, de luz, de sonido o de ausencia. Árboles que no se talan, que se proyectan, que se recuerdan. Árboles que no buscan gustar, sino activar una pregunta.
Pero más allá de museos y galerías, el árbol de Navidad sigue teniendo su vida más intensa en las casas. Ahí, lejos del discurso, ocurren las historias que ningún catálogo registra.
Una de ellas sucedió hace años, en casa de la tía de Chucho. Era una casa grande, con techos altos y un loro enorme que llevaba años viviendo ahí como un habitante más, como mascota. Cuando apareció el árbol de Navidad —natural, recién colocado en la sala— el loro lo interpretó como una amenaza o quizá como un territorio sagrado. Nadie lo supo con certeza.
Durante dos semanas completas, el loro se posó frente al árbol y lo defendió con fiereza. Nadie podía acercarse. No permitió esferas, ni luces, ni estrella. El árbol quedó desnudo, intacto, vigilado día y noche. Ese año no hubo decoración. El árbol existió solo como árbol.
Sin proponérselo, el loro hizo una obra conceptual impecable: un árbol sin ornamento, protegido por un guardián inesperado, convertido en presencia pura. Un gesto que podría haber firmado Beuys o algún artista radical de los setenta, pero que ocurrió sin intención artística, como suelen ocurrir las mejores cosas.
Tal vez por eso el árbol de Navidad sigue siendo tan poderoso. Porque es una forma antigua que cada época, cada casa vuelve a imaginar. Porque puede ser objeto de consumo, símbolo religioso, estructura formal o territorio defendido por un loro.
Y porque, al final, el árbol no necesita decoración para existir. Basta con que alguien —o algo— lo mire como si fuera importante.
Si un árbol está lleno de esferas y no hay nadie para verlo, la pregunta es si realmente existió.
