El final del año nos ha traído una polémica gastronómica surgida de las mismísimas entrañas de la Colonia Roma, hoy de moda –y más moda que otra cosa– en la que han salido a flote comentarios prepotentes, innumerables reflejos nacionalistas, una gran intolerancia e hipocresía, algunas verdades, mucha desinformación y no pocas tonterías.
Resulta que un famoso panadero, inglés por más señas, que tiene instalado su negocio en la mencionada colonia capitalina, se fue de lengua contra el pan mexicano en general y contra el bolillo en particular en una entrevista hecha en el extranjero. Craso error: las redes sociales lo han tundido al punto de que este chef internacional se ha tenido que disculpar por sus desafortunados comentarios.
Su pecado fue generalizar y ponerse él mismo como referente. Panaderías donde hacen un pan muy malo hay en todas partes; y negocios pretenciosos (como el suyo, sobrevaluado en todos los sentidos) también. Yo, como otros, alguna vez me detuve a comprar una baguette en su establecimiento y concluí que era una de las más caras de la zona sin ser una de las mejores.
Sin embargo, lo que me llama más la atención es la reacción iracunda de quienes han salido a defender la panadería mexicana y en especial al bolillo como si se tratara del lábaro patrio. He leído un montón de comentarios que son los que dieron pie a la agresión, inaceptable, contra el negocio del panadero inglés (que fue grafiteado).
Entre los mensajes que leí hay desde xenofobia hasta ese discursillo idiota contra la “gentrificación” que tanto gusta a los paisanos más resentidos que creen que todo lo malo nos viene de fuera; pero incluso encontré algunos relatos de lo más falaces que parecían sacados del libro “Grandeza” de López Obrador, en los que se presentaba a la panadería mexicana como una actividad que se remonta, cómo no, al México prehispánico.
Por supuesto, si alguien quiere –y veo que son muchos– llamarle pan a la milenaria tortilla y sus ferivados, pues allá ellos; pero si hemos de llamar al pan, pan, y al vino, vino, pues entonces no hay manera: los antiguos mexicanos no consumían eso que en Occidente se llama pan desde hace miles de años (que es, por lo demás, una herencia egipcia) por la sencilla razón de que no conocían el trigo.
Así pues, la historia de la panadería mexicana arranca, siento decirlo, con la odiosa conquista española y todas las calamidades que según los cultores de mitos progres y la grandeza nacional nos trajeron los peninsulares. El Diccionario Enciclopédico de la Gastronomía Mexicana de Ricardo Muñoz Zurita, editado por Larousse, comenta que “la historia de la introducción del trigo en México, es un tanto confusa: una de las versiones indica que pudo haber llegado en los navíos que se mandaban de España como aparte de la respuesta a una petición que hizo Cortés a la corona española en 1525; otra versión refiere que algunos soldados españoles encontraron en sus navíos granos de trigo y los sembraron, y una más, atribuida al cronista Francisco López de Gómara, relata que un esclavo africano de Cortés encontró tres granos de trigo, los sembró en el huerto de la casa (hoy ubicada en la calle Ribera de San Cosme número 66) y que de ahí obtuvo una cosecha de 136 granos”.
El caso es que para finales del siglo XVI “ya se producían – nos cuenta Muñoz Zurita – dos tipos diferentes de panes de trigo: el pambazo, confeccionado con la llamada harina de moyuelo (salvado bien molido), y el pan floreado, hecho con harina más blanca y fina”. La vida monacal y conventual del Virreinato, por su parte, aportó muchas buenas cosas a la panadería mexicana. En Querétaro, por ejemplo, las sabias monjas franciscanas de Santa Rosa de Viterbo no se quedaron con el antojo y experimentaron hasta dar con las crujientes puchas, esa suerte de conchas anisadas y coloridas que son el manjar perfecto para acompañar el chocolate.
La verdad es que luego ya de varios siglos de hacer magníficos bolillos, birotes (nuestra baguette por excelencia), adelaidas, aguacatas de piloncillo, banderillas, bizcochos, cemitas, Chimborotes, cubiletes, cuernitos, pan de muerto, pan de pulque, roscas, pellizcadas, orejas, trenzas y un larguísmo etcétera no necesitamos que nadie venido de fuera nos enseñe lo que es el buen pan. Pero tampoco necesitamos a los ofendidos nacionalistas que en su ignorancia son capaces de creer que Cuauhtémoc se desayunaba una “especie” de croissant con su chocolate.
Por lo demás, yo siempre salgo a buscar un buen pan parafraseando al Ricardo III de Shakespeare: ¡Mi reino por un bolillo!
@ArielGonzalez
FB: Ariel González Jiménez





