Las reformas propuestas a la Ley General de Aguas y a la Ley de Aguas Nacionales colocan al país frente a una decisión de fondo: cómo fortalecer la rectoría del Estado y garantizar el derecho humano al agua sin generar nuevas distorsiones que terminen castigando a quienes producen, abastecen y sostienen la vida cotidiana. La intención es importante y, en muchos sentidos, necesaria: ordenar, cerrar espacios de discrecionalidad, combatir prácticas corruptas y frenar los mercados negros que han florecido donde el agua se volvió mercancía sin control.
Sin embargo, la forma importa tanto como el objetivo. Cuando el diseño normativo concentra facultades, multiplica autorizaciones y vuelve excepcional lo que antes se resolvía con reglas claras y trazables, el sistema se vuelve más frágil: se crean cuellos de botella, se amplían márgenes de interpretación administrativa y aumenta la dependencia de decisiones caso por caso. Y cuando la operación diaria depende de “a criterio de la autoridad”, el riesgo no es menor: se abren incentivos perversos que pueden reactivar lo que se busca erradicar.
En particular, la reforma a la Ley de Aguas Nacionales endurece el régimen de concesiones, transmisiones y reacomodos operativos, colocando más decisiones en un solo centro de control. En el papel, esto busca eliminar intermediaciones y frenar compraventas irregulares. En la práctica, puede producir un efecto contrario: si los procesos se vuelven lentos, opacos o impredecibles, muchos actores quedarán atrapados entre el calendario productivo y la tramitología. Ese desfase es el terreno donde suelen crecer la informalidad y la “gestión paralela”: intermediarios informales y arreglos extralegales que se alimentan de la urgencia, la incertidumbre y la necesidad de continuidad en el uso del agua.
Además, una estructura altamente centralizada dificulta incorporar las realidades regionales: ciclos agrícolas, variabilidad climática, infraestructura desigual y contextos socioeconómicos distintos. El riesgo es doble: por un lado, se incrementa la vulnerabilidad jurídica de usuarios que, aun actuando de buena fe, pueden incumplir por causas operativas; por otro, se tensiona el tejido social al percibirse que la regla no distingue entre abuso y necesidad. La consecuencia política es clara: se erosiona la confianza y se vuelve más costoso gobernar.
Desde una visión de gobernanza hídrica, combatir la corrupción exige más que concentrar poder: exige controles, transparencia, trazabilidad y contrapesos. Si el nuevo modelo no viene acompañado de ventanillas claras, plazos perentorios, criterios públicos, digitalización, auditoría social y participación ciudadana efectiva, el país puede terminar con un sistema más rígido, más discrecional y —paradójicamente— más propenso a la corrupción. Regular no debe significar imponer, sino ordenar escuchando.
En un país donde hay regiones que simplemente no tienen agua y donde la obligación pública es llevarla, la ley debe ser herramienta de justicia, no un laberinto. Poner al centro la voz del territorio y construir mecanismos de participación ciudadana no es un adorno: es un elemento indispensable para que la rectoría del Estado se traduzca en orden legítimo, cumplimiento real y certeza para todos.





