El helado viento de diciembre hacía ondear sus listones en uno de los inviernos más gélidos que han experimentado estas insurgentes calles. Corría el año de 1807.
Los barrios que rodean la gran ciudad española han sido relegados a sus propios quehaceres; es decir, a ninguno de sus habitantes tiene permitido cruzar las calles, banquetas o acercarse por la puerta de entrada. De las grandes carretas —las de carga y las de los propietarios— solo el cochero tiene el permiso. Para todos los demás están los grandes pasadizos, un intrincado laberinto de pasillos recorre toda la ciudad por debajo, desde los templos de las órdenes religiosas, como los Franciscanos o Agustinos, hasta los cuarteles en las calles de La Gran Palma. Todo está conectado. Nadie sabe quién los construyó o con qué fin fueron hechos, pero ahí están, como parte del cotidiano ir y venir de la gente de barrio.
Los Franciscanos se han ganado varias llamadas de atención de sus superiores de orden desde la gran Ciudad de México, debido a que, en diversas ocasiones, tanto el gran conjunto amurallado de San Francisco, como la Universidad de Propagación de la Fe, las Clarisas, Capuchinas, las hermanas de Santa Rosa de Viterbo y los hospitales de ayuda, dan atención y acogida a las personas de los barrios.
La marginación era tal que, habiéndoseles negado por ordenanza cruzar las calles de la gran ciudad virreinal, los habitantes de los barrios tuvieron que erigir sus propios centros espirituales. Esta Ciudad había sido Villa hasta hacía poco, pero la afluencia de condes, marqueses y ricos comerciantes del Real de Minas la había transformado. En respuesta a esta exclusión, se levantaron pequeños templos como San Francisquito y San Antoñito, dedicados a la instrucción de la gente de barrio. Lo mismo ocurrió con iglesias humildes como El Calvarito, el Espíritu Santo, que daba cobijo al Barrio de Santa Rosa y al Hospital cercano, y San José de Gracia, edificado junto al Hospital de La Inmaculada Concepción. Todos ellos sirvieron a la población, a veces, a escondidas de las autoridades.
Pero volvamos al pequeño barrio de San Gregorio, ubicado cerca del gran cerro, donde las familias representan la última orilla de toda la ciudad, ahí donde se habla el Pame o, como ellos dicen, Xi’ói. En este lugar se asientan los grandes constructores que fueron trabajadores del que llaman Acueducto de Nuestra Señora de Santa María de las Capuchinas, que recién se terminó. La abundante agua que trajo ¡Fue el motivo que atrapó a toda la españolería peninsular!, que son quienes construyeron las casonas de palaciegas formas y fondos, esas que hoy hacen que se llame a estos lares ¡La puerta de la abundancia!
Estas familias del barrio Pame son gente pacífica. Les fue construida una pequeña ermita de nombre San Gregorio, donde frailes Franciscanos realizan sus ejercicios de catequesis, obras de alimentos como el chorizo y los dulces, así como principios de carpintería, talla de madera, ebanistería y albañilería. Es un barrio relativamente aislado de la gran ciudad. Parte de su quehacer ha sido construir las grandes casonas y darles mantenimiento, pero deben ser celosos de su andar, debido a que no deben ver a los ojos a ningún peninsular; no lo tienen permitido. Cuando ellos se acercan, deben quitarse el sombrero, mirar hacia el piso y solo contestar cuando se les llame. Si no se les indica que pueden seguir con su labor, ¡ahí se quedan parados!
Los días que tienen permitido entrar a la ciudad española de Querétaro son solo del día primero de semana hasta el quinto. El sexto y el séptimo no lo tienen permitido, aunque los hermanos Franciscanos los invitan a talleres y pláticas en sus grandes conventos —a veces sin consentimiento del Sr. cabildo—. Su arribo deberá ser obligado por los pasadizos.
Ocurre que el frío que ha pegado ha azotado de verdad. Es uno de los inviernos más duros que se tiene memoria. Incluso en los cerros azules que rodean el gran valle, las puntas se miran blancas, tiñen de albor los senderos. Para los hermanos Pames, la condición arrecia. Sus casas de adobe son comunales; es decir, varias familias habitan las mismas habitaciones. Al ser la barrera del cerro, son los más desprotegidos ante la inclemencia del pertinaz frío. Han logrado tejer algunas cobijas de carrizo, pero no es suficiente. La leña está húmeda y apenas el fogón alcanza para calentar las reservas de maíz, ya próximas a terminarse.
Será uno de los más tristes inviernos que se recuerden.
Apenas ataviados con huarache y tilma, los afortunados con gabanes de borrego, otros apenas con mantas de lana dura, pero el frío no cede. Para su infortunio, los niños son los más afectados, especialmente por las enfermedades del cuerpo, dicen, aquella que solo saca la tos y dolores de pecho.
Un grupo de Franciscanos sale de la entrada de los túneles para llevarles algo de comida, ropa y cobijas. Son Fray Eusebio y Fray Servando, dos viejecillos que están a cargo del gran conjunto amurallado de San Francisco, ese mismo que traza toda la ciudad española.
—Sus mercedes sean bienvenidas —les dice uno de los Pames en tono cantado, mientras besan la palma de la mano en señal de respeto—. ¿Pero qué les trajo por acá a sus majestades? Acá, en las mismas necesidades de los hombres nos da mucho gusto tenerlos por acá. Así que pasen, pasen a su humilde morada —los Franciscanos entran y de inmediato toda la comunidad se acerca. Ellos sacan costales con frijoles, maíz, algo de dulces y piloncillos. ¡Son productos poco accesibles en estas fechas! Pero alcanzarán hasta para los próximos meses, aunque, siendo tantos, seguro será una pizca apenas.
—Tomad, mis señores, tomad y repartid. Son los regalos de la gran casona del señor Corregidor Don Miguel Ramón Sebastián Domínguez Alemán. Tomad con administración y buena ventura. Se ha dado a la tarea de que, ante este gran frío, ustedes deben de tener ayuda. Andad, tomad y repartid —les decía Fray Servando mientras, con ejemplo y orden, todos toman lo que les envían.
Uno de los Pames mayores, Don Herminio, es quien dirige a toda la comunidad. Se acercó en corto con Fray Eusebio y le comentó: —Ansina, su merced, que “tinemos” algo que nos muina el espíritu: ¡se nos “están” muriendo los chilpayates! Ya en estos tiempos van tres. Ansina qui hace pensar, mi señor, que mercamos una maldición, algo que nos quema. — Atended, Don Herminio, no creáis cosas que no existen, de seguro es un mal de clima. Le aseguro que, llegando a la ciudad, de inmediato haré saber al señor Corregidor de la condición y os auxiliará. Dígame, ¿Cuántos niños tenemos en esa condición? —Al menos una docena y tres más, mi “siñor” —le contestó.
Preocupado, el fraile se toma su gran barba cana, pensativo “…De seguro ya es una pandemia y las condiciones en las que viven no ayudan mucho. Si el frío pega en la señorial ciudad, aquí de verdad quema el cuero” —Hable con los padres de los niños y en este momento nos los llevamos para el gran convento. Estoy seguro que con el auxilio de nuestras madres priores de las Clarisas y las Capuchinas logramos darles buenos cuidados o, ya en su labor, que el Corregidor autorice sean llevados al hospital de la Inmaculada Concepción. ¡Rápido, atended, y que cada padre traiga a su hijo! Debemos tomar camino por los pasadizos y que no nos agarre la noche. ¡Rezad a nuestro patrono Santiago Apóstol para que nos guíe! —.
Al paso de la tarde, el camino debajo de los pasadizos es pesado. La falta de ventilación en los lugares más estrechos hace que la gente sude por el largo trecho. En cambio, al pasar por los pasadizos dentro del casco histórico de la ciudad, estos se hacen amplios y brillantes, por donde se sabe que el agua pasa por todos lados, haciendo sudar la fría cantera con que fueron construidos.
Ahí caminan los Franciscanos con sus antorchas, tomando el camino que saben de memoria, llevando a los Pames hacia el convento. Al pasar por cada una de las subidas que dan a las grandes casonas o conventos, se sabe por los acabados si se sube a una casona de estirpe o a algún lugar de religiosos. Por ejemplo, si se sube a la gran casona de los Iturbide, la cantera marca el emblema de la familia; si es al convento de las Clarisas, una frase en latín hace alusión.
Al pasar por debajo del convento de los Franciscanos un tronido estremeció el corazón de los padres que traían en sus brazos a sus hijos. El pilar principal que sostiene la bóveda de cañón del pasadizo de acceso al patio principal tronó. ¡Un alud de tierra y rocas se vinieron encima! Aplastando a un par de ellos, al querer regresar, el arco anterior también colapsó. Todo fue oscuridad y terror varias familias quedaron atrapadas.
Los frailes, al ir en avanzada, desaparecieron.
Por un instante, todo se volvió caos. Al saberse de la caída de uno de los soportes principales, todos quienes caminaban entre los demás pasillos corrieron al auxilio. Una densa nube de polvo cubrió todos los pasadizos cercanos. Al llegar, solo vieron un hueco lleno de tierra y rocas.
—¿Hay alguien ahí? —los gritos se escuchan, pero no hay respuesta—. Tomemos el pasadizo que lleva de la Plaza de Armas hacia el conjunto Franciscano —varios por debajo trataron de llegar, pero de igual manera les fue imposible—. ¿Hay alguien ahí? —volvieron a gritar.
La pequeña ciudad de violáceos atardeceres sucumbió al pánico. No solo la forma de comunicarse colapsó, sino que todos los sirvientes y ayudantes de la ciudad no llegaron a tiempo a sus barrios. Cuando se enteraron del suceso, se apresuraron a dar ayuda lo más pronto posible.
Doña María Josefa Cresencia Ortiz Téllez-Girón de Domínguez se dedicó a conseguir trabajadores para que comenzaran a palear los escombros con mucho cuidado, con el afán de tratar de ver que no hubiera heridos debajo. Cuál fue la sorpresa al ver que una gran roca interrumpe la forma de sacar en su totalidad los escombros derruidos.
Por la parte interna, los Pames que tenían a sus hijos en brazos tratan de buscar la salida hacia la ciudad lo más pronto posible, pero, como era de esperarse, las grandes casonas que rodean la gran muralla del conjunto Franciscano están cerradas por dentro. ¡Imposible que alguien les auxilie!
En la gran Intendencia de la Ciudad de Querétaro, el Síndico Procurador José Prior de Gallardas apenas se va enterando de la situación. Reuniendo a parte del Ayuntamiento, comienzan a diseñar cuál será la mejor manera de lograr obtener información, la cual cunde por toda la ciudad, pero mucha de ella es inexacta. La función del Procurador José Prior es la de defender los intereses de las personas ante hechos que pasen ante la autoridad del Alcalde Ordinario, quien a ciencia cierta solo sabe que la mayor capacidad de rescate la tendrán quienes también utilizan estos pasadizos.
Las familias más acaudaladas del Virreinato habitaban la ciudad, dueñas de más de tres cuartas partes del Real de Minas. Su linaje conformaba la más alta estirpe de la ciudadanía y constituía la Orden de la Muy Noble y Leal Ciudad de Querétaro, ostentando el control absoluto de las decisiones locales. Si bien la Villa se había transformado en Santiago de Querétaro en 1655 por la intervención de antiguos comerciantes, la verdadera riqueza y el poder actual no llegaron sino hasta que el Acueducto trajo el bien más valioso: ¡el agua!
Entre esta nueva nobleza destacaban la Familia de la Marquesa de la Villa del Villar del Águila Guerrero y Dávila Alday, descendientes directos de los constructores del Acueducto; la Familia López de Ecala, que amasó fortuna como industriales textiles y prestamistas a través de grandes haciendas y casas comerciales; y los grandes consorcios de los Septién y Montero, Castillo y De La Llata, y Fernández de Jáuregui Villanueva. Estos grupos no solo poseían fincas y haciendas, sino que ocupaban los cargos más importantes del gobierno local —como Regidores y Alférez Real— y de la Iglesia, ejerciendo un control total sobre la vida económica y política de la ciudad. Eran ellos quienes ordenaban el devenir de Querétaro.
Doña Josefa reunió a todos y cada uno de ellos en su casa y les hizo saber de la relevancia de lo ocurrido, la posibilidad de que estén varias personas atrapadas, tal vez hasta fallecidas. Al turno de informarles al otro día de lo sucedido, también solicitó que las puertas que dan acceso a los pasadizos se abrieran para llenar de aire lo que parece ya es una tragedia, siendo Manuel López de Ecala quien pide la palabra:
—Estimado Señor mío Don Miguel Ramón Sebastián Domínguez Alemán, en su carácter de principal autoridad de la ciudad, las familias estamos de verdad en una gran crisis. ¡No ha llegado nuestra servidumbre! Seguramente han tomado cualquier pretexto para no trabajar, así que solicitamos en nombre de todas las familias que constituimos la Orden de la Muy Noble y Leal Ciudad de Querétaro se nos dé permiso de azotar a los trabajadores de servidumbre, quienes no llegaron a sus quehaceres el día de hoy.
—Concedido —sentenció el señor Corregidor, pero Doña Josefa trató de interrumpir—. Estimado señor Corregidor, hago la solicitud del uso de la palabra… — Negado — instó de nueva cuenta Don Miguel Ramón Domínguez, y preguntó a la Orden—: ¿Desean hacer otra solicitud, mis señorías? Es momento de realizarlas, debido a que tenemos un suceso que nos apremia que os informo, y que quede en actas: que se ha derrumbado el pasadizo bajo la ciudad española virreinal de Querétaro a la altura del atrio de la gran muralla de San Francisco, lo cual puede haber sido la razón de que algunos de sus sirvientes no llegaran. A potestad, ¿desean desestimar la moción de los azotes a su personal? —preguntó con el fin de librar el castigo a los involucrados—. ¡No, señor! —instó Ecala—. Un menester no tiene que ver con otro. Que se aplique lo que marca la ordenanza de desobediencia a la servidumbre. — Que así se haga —sentenció el Corregidor.
Al salir del gran salón de la reunión, una vez que se expuso lo sucedido tanto por el Corregidor como por Doña Josefa, la molestia era mayor en la esposa, quien en corto le recriminó la brutalidad de la sentencia… —Es de su bien saber, mi señor esposo, que la tragedia cunde a esas familias que recorren esos andrajosos pasadizos bajo el derrumbe y no a nuestros vecinos de cuadra de elegantes fachadas. Las personas no llegaron por el evento que tenemos y, además, usted, esposo mío, ¿autoriza el castigo corporal como pena? ¿Dónde ha quedado la justicia? — Os pido la calma, señora mía. A usted le debe de quedar claro que en mi labor como Corregidor soy implacable. Lo que mi corazón designe no es del interés de los involucrados, tanto así, que debo decirle, esposa mía, que primero está el deber de las familias de la Orden de linaje y peninsularidad que el de cualquier habitante siervo, ni siquiera una familia criolla como la de usted y el propio. Atienda la razón —culminó.
Como cada día, complaciente, Doña Josefa comprendió que la única persona que podría hacer algo por los heridos y atrapados era ella misma. ¡Nadie más!
Continuará…





