Minuto ochenta y tantos.
Un estadio que respira con la garganta cerrada.
Una afición entera que hace silencio.
Y Javier Hernández camina hacia el punto penal como quien sube una cuesta que ya no es suya. Lo que sigue lo vimos todos. Pero lo que sentimos… eso es distinto.
El balón vuela, el grito se ahoga. Y de pronto no se trata solo de Chivas, ni del torneo, ni del marcador. Se trata de aceptar algo que, en el fondo, veníamos esquivando desde hace años: que también los héroes se marchitan, que también la luz más feroz encuentra sombra, que el tiempo es el único invicto siempre.
Y duele. Al menos a mí.
Duele más de lo que debería.
Porque no estamos llorando un penal fallado. Estamos llorando al delantero que nos hizo creer que México sí podía tener un delantero distinto, al que brincaba con los ojos cerrados para rematar centros imposibles con la nuca, al que celebraba goles como si los estuviera soñando todavía. Estamos llorando al jugador que, sin ser el más alto, ni el más fuerte, ni el más elegante, nos enseñó eso que solo enseñan los futbolistas que nacen destinados: que la fe, cuando se vive sin vergüenza, mueve líneas defensivas enteras.
Pero hoy ya no está ese Chicharito. Y aceptar eso nos quiebra un poco por dentro.
No solo es que falló un penal. No solo es que las Chivas quedaron fuera. Es que por un instante vimos algo que no queremos ver ni en el fútbol ni en la vida: a un hombre perdido dentro de sí mismo, cargando presiones que ya no son suyas, respondiendo a voces equivocadas, intentando ser el que fue cuando ya es otro. Y en ese intento, en esa terquedad hermosa y triste, se terminó de deshilachar la carrera que él mismo había sostenido durante años con una mezcla de suerte y talento.
Todos los que alguna vez tuvimos un ídolo sabemos lo que es esta sensación: ver caer a alguien que nos levantó, emocionó y enorgulleció tantas veces.
No es burla como la que, con facilidad y ligereza, le hacen los aficionados más básicos y rústicos de este deporte.
Es duelo.
Por eso el penal pesa tanto. Porque no es un error futbolístico: es la fotografía final de una trayectoria que fue enorme, luminosa, inspiradora… y que hoy termina en un silencio que no merecía.
Hay algo profundamente humano en ese instante en el que el balón no entra. Nos recuerda que todos hemos fallado cuando más queríamos acertar. Que todos cargamos decisiones que después nos pesan. Que todos hemos confiado en el consejo equivocado, que todos hemos buscado el aplauso cuando necesitábamos ayuda, que todos alguna vez fuimos nuestros peores entrenadores.
Quizá por eso hoy siento esa nostalgia.
No porque Chivas quedó fuera.
Sino porque despedir a un ídolo duele como despedir una etapa de la vida.
Porque Chicharito era, para muchos y me incluyo entre ellos, la prueba viviente de que lo improbable también sucede.
Y aun así, entre la pena y el enojo y la nostalgia, queda una certeza: nadie le quita lo que fue. Nadie le borra los goles imposibles, ni sus noches mágicas en Europa, ni esa costumbre de aparecer cuando ya no quedaban segundos. Nadie borra que, por un tiempo, fue nuestra alegría más sencilla.
Tal vez este final triste sea también una lección: que no todo lo grande muere con aplausos, que las carreras memorables también pueden cerrarse con un penal fallado. Y que está bien. Que así es la vida, cruel y honesta, sin guiones perfectos.
Encuentro un paralelismo entre Ricardo Laverde, personaje central del libro “El ruido de las cosas al caer” del escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez. El autor nos cuenta cómo un hombre descubre que a veces el derrumbe no hace estruendo: solo deja un temblor íntimo, un miedo que se instala en los huesos. Ricardo Laverde no cae de golpe; se va desmoronando en silencio, cargando un pasado que nadie ve y una grabación que es, al mismo tiempo, recuerdo y condena.
Con Chicharito pasa algo parecido y, curiosamente, tanto en la novela como en la vida, la caída toma forma después de conocer y cruzarse con alguien que altera el rumbo.
Su penal fallado, ese instante que ya se volvió meme, sentencia y epitafio, no es la causa de nada: es apenas el eco final de una caída que venía sucediendo desde hace años. Detrás están los silencios, los coaches de vida, las decisiones que lo alejaron de su mejor versión, la presión desbordada, el ruido mediático, la expectativa de ser siempre “el elegido” aun cuando el cuerpo ya estaba pidiendo otra tregua.
En el libro, Laverde escucha la caja negra del avión donde murió lo que más amaba. Chicharito, sin querer, escucha ahora la caja negra de su carrera. Y en ambos casos la tragedia no es el golpe, sino lo que revela: que el tiempo ya había dictado sentencia, que lo heroico también envejece, que incluso los más luminosos pueden extraviarse en su propio mito. La novela nos recuerda que el ruido de las cosas al caer no es estridente: es íntimo, casi triste, como un susurro.
Así se siente hoy la carrera de Javier Hernández: no como un fracaso, sino como una caja negra que por fin se atreve a decirnos la verdad que evitábamos escuchar.
Lo único que deseo para Javier Hernández es que encuentre paz lejos del ruido, que se reconcilie consigo mismo, que vuelva a reconocerse sin reflectores, que recuerde que antes que delantero fue humano, y que como humano merece descanso.
Porque aquel niño que celebraba brincando sigue ahí, aunque ya no meta goles.
Y quizá eso, solo eso, sea lo que más nos duele y lo que más nos conmueve.
Que el héroe siga siendo hombre.





