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Madero Esquina Querétaro

La Apuesta de Ecala

por Luis Núñez Salinas
28 noviembre, 2025
en Editoriales
22 de febrero de 1867, Querétaro, Qro.
42
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18 de febrero de 1913, Fortín de alzados, La Ciudadela.

La ciudad se levantó con el hedor del sabor metálico de la pólvora flotando en el aire. Ya no era el aroma festivo de las verbenas, es el aliento acre de la guerra entre hermanos. Los vecinos de los barrios aledaños sentían en la boca el residuo amargo de los cañonazos. Los rebeldes, tras el fracaso sangriento en Palacio Nacional, se habían replegado a su fortaleza inexpugnable: La Ciudadela. Aquel noble edificio, otrora Real Fábrica de Tabacos, despensa militar de la República, era ahora el nido de los traidores a Francisco I. Madero.

Durante diez días fatídicos, desde ese recinto, la soldadesca alzada se dedicó a masacrar la vida cotidiana. Los cañonazos y la metralla convertían las calles en trampas mortales. Las escaramuzas contra los leales y valientes cadetes del Colegio Militar, quienes a los días tienen los uniformes hechos garras, roídos y llenos de manchas de sangre, chocaban contra los muros de mampostería, convirtiendo a La Ciudadela en una fortaleza insondable e inexpugnable.

El gran arquitecto de esta barbarie se encuentra en Palacio Nacional. El presidente había puesto la guirnalda de laurel en la sien del Iscariote: Victoriano Huerta, comandante de la defensa de Palacio por gracia de Madero, adicto al coñac que lo mantenía “al tanto”, tejía desde las mismas almenas que debía proteger la soga con la que ahorcaría al ideal democrático de la nación.

Fieles a la conspiración de Huerta, los generales Félix Díaz Prieto y Manuel Mondragón, el más fanático de los rencores, resguardaban la posición. En un acto de estrategia canalla, Joaquín Maas y Luis Fuentes habían capturado en el restaurante Gambrinus al empresario Gustavo A. Madero, el “Ojo Parado”, y lo habían entregado como un cordero a la guarnición de La Ciudadela.

El general Mondragón, con la cara iluminada por el plato frío de la venganza, se encargó del rito. Gustavo Madero estaba atado como un cristo, los tobillos hinchados por los golpes. Entre las sombras, un soldado alzado, un muchacho con el alma ya podrida, acercó su bayoneta. Con un movimiento rápido y bestial, le extrajo el ojo sano de la cuenca. El grito desgarrador quedó atrapado en el techo de la improvisada celda. —¡Sigue gritando, perro! —le espetó Mondragón, mientras las carcajadas secas resonaban en el separo—. ¡Seguro tu hermano viene al rescate! —Maldito general —balbuceó el torturado, escupiendo sangre por la boca y por la órbita vacía—. Una bofetada de Mondragón le regresó a su realidad de dolor.

—Escucha, Gustavo —Le levantó la cara del prisionero con el fuete de su caballo—. Te preguntas por qué te tenemos maniatado, haciendo gala de anfitriones… Al general Bernardo Reyes le hubiera dado gusto saber de ti—se mofó con una risa de esputo mientras le coloca en la frente una cabeza cortada con los ojos viendo al cielo, probablemente del mismo Bernardo Reyes; el prisionero, bañado en dolor, apenas percibía lo que pasaba —Perdone, Don Gustavo Madero, se me olvidaba que no ve…. —¡Maldito! Ni con tu gente tienes conmiseración… — Apenas lo dijo, un soldado dejó caer un metal al rojo vivo sobre una de sus nalgas. El grito hizo palidecer a los presentes. Gustavo Madero se desmayó. —¡Pendejo! —le incriminó Mondragón al soldado—. Te dije que esperaras. ¡Tendremos que despertarlo! ¡Trae el bote de vinagre! — En una maniobra que helaba la sangre, lo bañaron de pies a cabeza con el vinagre. El ardor en las heridas y la quemadura lo hizo volver en sí. El ojo perdido le hacía imaginar visiones fantasmales; el dolor era inmenso, cada palpitar coincidía con el dolor de sus tobillos.

—¡Ten piedad, general! ¡Ten misericordia de mi alma… Mátame! ¡Anda, perro! ¡Hazlo! —rompió a llorar Gustavo Madero, pidiendo la muerte como un regalo.

La orden fue concisa. Mondragón se hartó del juego. A patadas, el guiñapo que quedaba del hermano del presidente fue arrojado al patio de La Ciudadela, delante de la tropa. Todos se burlaban, jugando a empujarle cual cuerpo moribundo. Un joven alumno de la Escuela de Aspirantes de apellido Mosqueda sediento de la sangre que sus superiores le han enseñado, alzó su Máuser y descargó un tiro en el hombro de la víctima. El impacto lo hizo girar. Al quedar de frente, una lluvia de fusilería cayó sobre el infortunado. Más de sesenta tiros de bocas de fuego terminaron con su vida. Quedó tirado en un charco de grana, y en un último suspiro de agonía… ¡Expiró!

18 de febrero de 1913, Palacio Nacional.

El aire dentro de Palacio Nacional se había vuelto denso y pesado, cargado con el olor a pólvora lejana y el sudor frío del miedo. Tras días de asedio —la infame Decena Trágica—, solo quedaba la Guardia de Honor de Cadetes, apenas unos niños con uniformes de parada y un coraje que desmentía su inexperiencia. Eran la última barricada de la legalidad, los jóvenes Aguiluchos que aún juraban lealtad a Don Francisco I. Madero, el hombre que había soñado con la democracia.

Custodian la puerta, estoicos, como estatuas de bronce. Pero el destino, cruel y con uniforme de general, se acercaba. Apareció al final del pasillo enlosado, arrastrando una sombra más larga que su propia historia: el General Aureliano Blanquet Torres. Su solo nombre huele a naftalina de cuartel porfirista y a la sangre helada de la República restaurada. No en vano se presume que él, en el lejano 1867, había estado entre el pelotón que fusiló al mismísimo Archiduque Maximiliano en Querétaro, y que aún guardaba la moneda de oro, maciza y fría, que la mano del austríaco le había entregado como postrera limosna.

Los jóvenes cadetes, como un reflejo, cruzaron las bayonetas ante el umbral. —Disculpe, mi general —el cadete de más alto rango se irguió, gallardo, con la voz apenas quebrada por la juventud—. Tenemos órdenes estrictas de no dejar entrar a nadie—.

El saludo marcial resonó hueco en el silencio. El General Blanquet no se inmutó. Su mirada era de plomo, incapaz de reflejar sentimiento alguno, solo el de ambición. Sin mediar palabra, la mano curtida buscó el peso conocido de su Colt .45 reglamentaria. Tres detonaciones secas, brutales, destrozaron la dignidad del pasillo y acallaron para siempre la lealtad de aquellos mozalbetes. Cayeron los cadetes, mártires sin nombre de una causa ya perdida.

Al escuchar los disparos, una punzada helada atravesó el pecho de Francisco Madero. Junto a su vicepresidente, José María Pino Suárez, intentó cerrar la pesada puerta de madera, pero fue inútil. Blanquet irrumpió, rodeado de escoltas con la frialdad de quien sabe qué hacer. El cañón de la pistola se fijó en la frente de Madero. —¡Siéntese, señor presidente! —Los escoltas arrojaron sobre el escritorio una serie de fólderes de cuero abultados, revelando el guion final de la traición: los documentos de renuncia listos para la firma. —¡No firmaremos, General! —la voz de Pino Suárez era un reto que se ahogaba. Blanquet sonrió, una mueca seca.

—Mire, señor presidente. Palacio Nacional ha sido tomado. El país está en manos de quienes sí tienen el temple para gobernarlo. O lo hacen, o aquí mismo los quiebro. La pluma o la tortura, señor, es su última elección— El Apóstol de la Democracia y su leal vicepresidente se sentaron. La tinta sobre el papel pareció quemar la yema de sus dedos. El acto de la renuncia, la abdicación de un sueño. —No sobra decirle, señor presidente —Blanquet guardó el revólver con pulcritud, como si acabara de matar a un insecto y no a un puñado de jóvenes patriotas—, que, a partir de este momento, usted y el vicepresidente son considerados presos. Serán llevados a una improvisada mazmorra aquí mismo, en la Intendencia. Permítanos que le acompañemos. No intenten nada, no tendremos misericordia—.

Madero comenzó a caminar, escoltado por la lealtad conveniente del traidor. Se detuvo a mitad de la gran escalera. —¿Quién le manda, General Aureliano? —La pregunta es la necesidad de nombrar al fantasma. Blanquet paró su marcha, volteó a ver a sus escoltas, y luego, con la petulancia del militar de carrera que ejecuta órdenes superiores, se dirigió a Madero, retornando un par de escalones —Su investidura me evita decirle cualquier improperio, porque, ante todo, ¡soy un hombre de armas! El águila que surca los aires de esta nación y que es dueña del destino, es incondicional a nuestro General Victoriano Huerta. El grito de Blanquet resonó con una furia fanática: —¡Viva Huerta! —.

Madero pidió un segundo de aire, la escalera giraba. —¿Se siente bien, presidente? —preguntó Blanquet con burda ironía. —No, General, no es así… Solo un mareo —balbuceó Madero, sintiendo un vómito amargo en la boca. Era la náusea de la verdad. —Mire, presidente, continúe caminando. Después tendrá mucho tiempo para pensar… —¿A dónde me lleva? —preguntó Madero, con la esperanza moribunda de un exilio digno. —Cuba será su destino —mintió Blanquet con voz de terciopelo. Fueron llevados a la Intendencia de Palacio, donde una oficina oscura había sido acondicionada como celda. La puerta de barrotes se cerró con un chasquido metálico y final.

Madero se desplomó en el catre. El alma destrozada. Las calumnias y los corrillos de salón de la capital le habían advertido, por días, que Victoriano Huerta, ese militar taciturno y bebedor, era el gestor secreto del golpe de Estado. Sus manos tiemblan ¡Toda su vida pasa por la mirada perdida hacia la ventana! por otro lado, apenas unos días atrás, su propio hermano, el fiel Gustavo Madero, había llevado preso a Huerta en su presencia, delante de su propia sangre… ¡Y él había negado que Huerta fuera el traidor! Con una ceguera fatal, lo había ratificado como Encargado de la Plaza.

Ahora un sopor de horror le arremetía el corazón al saberse engañado, burlado. Sus espíritus ya no le aconsejan, el hombre en el que depositó su confianza, había sido el carcelero de sus sueños. Una lágrima fugaz corrió por su mejilla. —¡Todo lo que hice, nada tuvo sentido! —se lastimó el presidente depuesto, mientras el eco de los disparos a sus jóvenes cadetes se repite apenas a unos cuantos metros de él.

22 de febrero de 1913, Intendencia de Palacio Nacional

Esa noche soñó con su madre, quien le advertía: —… ¡Francisco… Hijo! ¡No trates de huir! Escucha bien, si te dan ventaja de tal acción… ¡No lo hagas! ¡No lo hagas! —Francisco Madero se levantó de golpe del catre de campaña, el corazón galopando contra sus costillas. Se limpió los lentezuelos —sus gafas de aro de oro, inseparables— y observó la celda improvisada. La penumbra reinaba. —¿Es de día, amigo? —susurró, dirigiéndose a José María Pino Suárez, quien yacía, un bulto exánime, bajo las sábanas raídas, exhausto por la vigilia y la traición.

Madero se acercó a la pequeña ventana enrejada que daba a la zona de ingresos y bodegas de Palacio. La vastedad del recinto, ahora bajo el control de los golpistas, se sentía enorme y vacía, una cripta de piedra labrada. Pero el silencio es premonitorio. A lo lejos, intermitentes, se escuchan tiros secos, gritos de mando y el estruendo amortiguado de cargadas explosiones. Los enfrentamientos de la Decena Trágica no habían terminado del todo. La ciudad de México era aún un campo de batalla incierto.

De pronto, un ruido más organizado rompió la quietud de la madrugada: el ingreso de varios automóviles al patio central del recinto. Gritos secos de mando militar, el escándalo de botas que corrían sobre el pavimento. La presencia de la nueva autoridad se hacía ominosa. Madero se pegó a la ventana, esforzando la vista. La farola de la calle, una gema amarilla, proyectaba una silueta detrás del gran ventanal de la Sala de Embajadores. Parecía una figura estática, vigilando.

Al acercarse más, distinguió la forma. Había algo en la pose, en el aire de esa silueta, que le resultaba íntimo y familiar, despertándole un afecto profundo. No podía distinguir la identidad, pero sentía una conexión innegable. De pronto, una voz, tan baja que parecía hablarle directamente al oído, vibró a través de los cristales, como una telepatía febril. —Francisco, ven, acércate…— Intrigado, Madero pegó la frente a los fríos barrotes. ¿Era un sueño o una advertencia? —Escucha, Francisco. No hay mucho tiempo para que estés de este lado. En breve serás uno como nosotros. Pero ten razón de esto: al primer intento que tengas, ¡Huye! No pares… — La palabra «huir» chocó con la advertencia inicial. El mensaje era doble, contradictorio, un acertijo macabro. La voz, con el eco de la profecía, se desvaneció con la silueta. Madero se tambaleó hacia atrás, el corazón latiendo desbocado…

Y entonces, despertó de nuevo.

La Luna dominaba el cielo. Su fulgor hiriente se colaba sin piedad por la estrecha ventana de la improvisada celda. Las cortinas implacables, dibujaban una sombra afilada, como una guillotina geométrica, sobre el frío suelo. De repente, el silencio fue quebrado por un grito brutal que venía de la puerta de la Intendencia: —¡Saquen a estos cabrones! —

El General Blanquet, traidor, fue quien apareció una vez más para sacar a los dos prisioneros. Madero y Pino Suárez fueron empujados al oscuro interior de un automóvil, escoltado por otros dos vehículos. El convoy se puso en marcha. Solo Francisco I. Madero, con la mirada fija y una terrible certeza anidada en el pecho, observaba la dirección. El vehículo tomó rumbo hacia el oriente. Él lo supo de inmediato. Sabía qué tumba de piedra se erigía en ese punto. El destino era el infame: ¡El Palacio Negro de Lecumberri!

Al llegar a las inmediaciones del penal, la noche estalló. Dos automóviles que aguardaban ocultos encendieron sus faros, dos ojos ciegos en la oscuridad, y se lanzaron a toda velocidad contra el convoy. Uno se estrelló con violencia contra el lateral del carro que transportaba a los prisioneros, cerca del lado del copiloto. El otro vehículo, en su maniobra desesperada, patinó y se salió del camino. Las puertas se abrieron. De los autos bajaron con prisa cuatro figuras, dos por cada lado. Madero, bajo la luz errática de los faros, reconoció a uno: su propio sobrino, empuñando una pistola .45. Los disparos, sordos y secos, comenzaron a rasgar el aire.

El Mayor Francisco Cárdenas y el Teniente Rafael Pimienta, quienes llevan a los prisioneros, respondieron al fuego. Sus balas, sin embargo, solo parecían servir para simular un rechazo al ataque, sin detenerlo realmente. La refriega, un teatro de la muerte, se desató ¡Destellos de flores naranjas salen de las bocas de los cañones por ambos lados! En medio del caos y el humo de la pólvora, el Teniente Rafael Pimienta se dirigió a José María Pino Suárez. Lo tomó con una fuerza salvaje, obligándolo a descender del automóvil, directo a la línea de fuego.

Pimienta, sin una pizca de piedad, cortó el cartucho de su arma. Se acercó al vicepresidente, y ante su rostro aterrorizado, le disparó a quemarropa en la cabeza. El cuerpo de Pino Suárez no se desplomó: se dobló hacia atrás como un arco roto, un espasmo final de vida antes de ser alcanzado por una lluvia de tiros adicionales que entraron en su cuerpo ya inerte, sellando el crimen con una brutalidad innecesaria ¡El sobrino de Madero sucumbió a los tiros! Su cuerpo ya está frente a las llantas del vehículo que arremetió contra la caravana. Desde Lecumberri, los soldados, solo hacen por estar alertas si cuentan necesaria su participación.

Francisco Madero, testigo de la masacre de su fiel amigo y sobrino, entendió que el fin había llegado. Trató instintivamente de huir, de buscar un imposible refugio en la noche, recordó el aviso: “…Huye si tienes oportunidad…” El Mayor Francisco Cárdenas fue más rápido. Lo alcanzó firme en su misión de traición. Cárdenas tiró al suelo al presidente dejando caer todo su peso sobre el de él, apoyado con una de sus rodillas sobre el pecho asfixiándolo, tiene sometido a aquel al que un día sirvió, y sin titubear, colocó su revólver Colt directamente contra la sien de Madero volteando el rostro de lado, quien come tierra y sangre, en un reflejo el sometido coloca sus brazos sobre su rostro, creyendo que con ello pararía los tiros…

…todo se volvió lento, las luces se embarraban en su iris como el óleo al lienzo, su cabeza siente tambores; las vueltas de la escena permiten ver a su sobrino muerto, el palacio negro pareciera un castillo espectral en la penumbra de la noche; no hay ruidos… algunos gritos que no distingue se escuchan lejos… alza la mirada y observa destellos que lo ciegan ¡No siente ningún dolor! un penetrante olor a pólvora le llena los pulmones… todo se hizo de un intenso color grana… destello tras destello…¡Un estruendo final resonó! ahogando los gritos y los ecos de la refriega…

Cárdenas no se detuvo en un solo tiro. Descargó el arma varias veces, vaciando el tambor, asegurándose de que la luz del Apóstol de la Democracia se extinguiera para siempre en una ráfaga de fuego y pólvora… ¡en su mente disparatada parece que no muere ante los tiros! Su rostro quedó bañado de la sangre del mártir. Un brote que salpicó su rostro entró a la boca, dejándole saborear los tonos de fierro seco. Sacó su pañuelo y se limpió, al levantarse observó la fragilidad y finura de Madero ¡No le importó!

Querétaro, Despacho del general Venustiano Carranza, 4 de febrero de 1917, 2:30 am.

La luz mortecina de la lámpara de aceite apenas combatía la penumbra del despacho de Venustiano Carranza, envuelto en su severidad habitual, sostenía entre sus manos la última hoja del segundo diario que Francisco I. Madero había escrito en cautiverio. El texto, más que un relato, era una meditación fatalista, una advertencia escrita con la certeza de un destino truncado.

Madero, siempre al borde entre la fe mística y el ideal demócrata, narraba allí la condición de las almas que perecen de forma violenta, sea por accidente o bajo el fragor de los fusiles:

“…vagan incesantes por estos lares, se aferran a las sutiles llamas que la gente pone en veladoras, confundiendo el brillo fugaz de los cirios con la luz eterna de la salvación. Y esa devoción, que busca la tradición del descanso, solo sirve para que el alma quede presa por toda una eternidad, ahí en el lugar donde murió, sin gozar jamás del tálamo de la paz. ¡Qué desdicha!… Cuidad, amigo Venustiano Carranza —”

La pluma se había detenido justo antes de la súplica final, y la mano del General en jefe se crispó sobre la hoja. Ante la sorpresa de leer su nombre de puño y letra de Madero ¡Cómo si los diarios fueran dirigidos a él! …una gota de sudor frío se deslizó por la espalda rígida de Carranza y leyó la línea final.

“— …Que ninguna vela sea encendida por mi eterno descanso…”

Carranza cerró el diario de golpe. Su mirada, bajo sus barbas canosas, se dirigió a un punto ciego en la pared, recordando tal vez la rumorada comparación que la gente de Querétaro hace entre él y Maximiliano: —otro hombre, de nuevo, con la ley en la mano, atrapado por la ambición de sus generales. Madero no pide justicia…El ideal de Madero había sido apagado por los tiros, pero su espíritu, teme, ahora vaga, sin encontrar reposo—. Pensó.

—FIN—

Etiquetas: CarranzadíazMaderovilla

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