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Alquimista de las relaciones

Rodolfo Loyola Vera

por Lila Cruz
3 noviembre, 2025
en aQROpolis, Destacados
Alquimista de las relaciones

Su biografía no se mide por cargos ni reconocimientos, sino por la calidad de sus relaciones. Su legado no se proclama, se observa.

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Hay personas que no hacen ruido, pero transforman la realidad a su alrededor. Rodolfo Loyola Vera es uno de esos alquimistas del cotidiano: convierte la curiosidad en ciencia, la ciencia en conciencia y la conciencia en servicio. En sus manos, la educación se vuelve acto de amor; la salud, una trama de cuidado; la filantropía, un puente entre almas. Su historia no está hecha de cargos ni homenajes, sino de vínculos que dejaron huella invisible: relaciones que alimentan, enseñan y dignifican.

“Lo que produce son las relaciones, no las personas”, dice con serenidad. En esa frase cabe una vida entera: una búsqueda por comprender el mundo no desde la competencia, sino desde la colaboración; no desde el poder, sino desde la empatía. Cada paso que dio, cada proyecto que abrazó, parece haber nacido del mismo impulso: el deseo profundo de cuidar lo que une, de restaurar la confianza en lo humano.

Nació en Querétaro, cuando la ciudad aún olía a tierra húmeda después de la lluvia. Su infancia transcurrió entre los corredores de la Casa de la Zacatecana, que su familia habitó durante tres décadas, de 1960 a 1990. Fue el primogénito de doce hermanos, ocho hombres y cuatro mujeres. En una casa así, el ruido no molestaba: era prueba de vida. Entre escaleras y patios, descubrió que el juego era una lección de comunidad. Los juguetes no tenían dueño; vivían dentro de un gran tambor de cartón, siempre dispuesto a abrirse para todos. “Jugábamos con los juguetes —no con mis juguetes—”, recuerda. Así aprendió, sin discursos, que la pertenencia no se declara, se practica.

Su abuelo, Antonio Vera, lo miró un día con ternura y le dijo: “Tú eres muy observador.” Aquella frase le cambió la mirada. Desde entonces, el pequeño Rodolfo observó el mundo con una curiosidad que no lo abandonaría jamás. Los libros de Julio Verne y Conan Doyle se volvieron brújulas. Empezó a leer como quien busca señales en el aire. Entre esas páginas se encendió su vocación por entender la vida a través de sus relaciones invisibles.

Estudió ingeniería química, pero la vida —con su sentido de humor y destino— lo llevó por un camino menos predecible. “En cuestión de quince días pasé de mi escritorio en Querétaro a la dirección del Hospital San José de Monterrey”, recuerda. De pronto, los cálculos se volvieron rostros. Descubrió que un hospital es una especie de ecosistema donde médicos, enfermeras, pacientes y familias componen una red frágil pero poderosa. “La ciencia sin ética es cálculo frío; la gestión sin colaboración, una guerra de egos”, dice. En los pasillos del hospital aprendió que la salud no es una lista de diagnósticos, sino un tejido de vínculos que se fortalecen o se rompen según la calidad de las relaciones.

Una jefa de enfermeras le enseñó a mirar más allá del cuerpo: “El paciente debe verse en sus tres dimensiones —biológica, psicológica y social—”. A partir de entonces, comprendió que cada enfermedad es también una historia. Lo que sana no es solo el medicamento, sino la escucha, el respeto, la presencia. “Sobrevivir a esa etapa fue un éxito —dice—, pero sobre todo fue una conversión de mirada.” Desde entonces, su brújula no ha cambiado: lo que sostiene lo valioso en el mundo son las relaciones, no los nombres ni los reconocimientos.

Cuando la pandemia estremeció al planeta, Rodolfo no se refugió en la comodidad de lo logrado. Participó en el movimiento Querétaro es Uno, donde se unieron voluntades para llevar alimentos, esperanza y serenidad a quienes más lo necesitaban. De esa experiencia nació su vínculo con el Banco de Alimentos de Querétaro, del que hoy es presidente. “No lo busqué —dice—, me llegó, como casi todo lo importante en la vida.”

Desde ahí, ha sostenido una convicción clara: el hambre no se combate solo con comida, sino con dignidad. “El asistencialismo hace daño —advierte—. La corresponsabilidad, en cambio, da fuerza.” Por eso, en el banco no se regalan cosas: se ofrecen con una cuota de recuperación simbólica y oportunidades de voluntariado. No por dureza, sino por respeto. Para él, alimentar es también reconocer al otro como igual, devolverle la posibilidad de elegir y aportar. “La justicia empieza por admitir que no todos arrancamos desde la misma línea de salida.” Hoy, mientras el Banco de Alimentos crece, repite con serenidad: “No puedo irme a la mitad del río.” No lo dice desde el ego, sino desde la coherencia. Terminar bien es también una forma de agradecer.

Su manera de servir se funda en una filosofía simple y poderosa: “Servir es cuidar, y cuidar es hacerse cargo.” No se trata de heroísmo, sino de responsabilidad amorosa. Aprendió a cuidar desde niño, cuando debía vigilar a sus hermanos menores o ponerles gotas en los oídos. “Tenemos que reaprender a cuidar: a nosotros mismos, a los cercanos, a los lejanos… y al planeta”, dice con una ternura que desarma. Habla sin miedo de lo esencial: “Somos mamíferos; necesitamos contacto, cercanía, calor. Si no hay seguridad emocional, no hay desarrollo.”

Quizá por eso lleva cincuenta años de matrimonio con su esposa. No presume recetas, pero comparte un secreto: “No trates de cambiar a tu pareja. Acepta, acompaña y celebra lo que sí hay.” Con sus hijos, la misma filosofía: estar presentes cuando hace falta, sin ruido, sin pretensión. “La clave es la seguridad emocional, no la económica. Crecer sabiendo que perteneces a un lugar sin miedo ni violencia.” Esa paz doméstica, dice, es también una forma de política pública: sin hogares seguros, no hay sociedad sana.

Rodolfo piensa despacio. “Pienso más despacio, pero más profundo”, confiesa con humor. No le interesa tener la última palabra, sino comprender. “La serenidad no es pereza, es método.” Prefiere una pausa sincera antes que una respuesta automática. “Bájale a tus expectativas y rodéate de personas sanas”, aconseja. La vida, para él, es una danza. “Si uno cambia la forma de tratar al otro, el otro cambia también. No es manipulación, es aprender a bailar sin pisarse.” Así define su visión del liderazgo: sin gritos, sin vanidad, sin prisa. La sabiduría del agua que avanza, no del fuego que arrasa.

Como docente y rector, ha sido crítico de una educación que olvida el alma. “La curiosidad es el motor del aprendizaje, y la escuela la apagó”, lamenta. “Cuando la autoridad se queda con la pregunta y el alumno solo repite, el aprendizaje se muere.” Cita a Ken Robinson: enseñar no es lo mismo que aprender. “Podemos instruir sin que nadie aprenda. Solo formamos alumnos que saben tolerar al maestro.” Le preocupa la distancia emocional en las aulas. “Hay escuelas donde un maestro no puede acercarse a menos de metro y medio de un alumno. Sin contacto no hay confianza, y sin confianza no hay vínculo.” Educar, para él, es mirar a los ojos, escuchar con respeto y permitir que la curiosidad vuelva a encenderse como una chispa.

En 2019 impulsó junto a otros ciudadanos Creo Querétaro, un espacio para incubar proyectos de impacto social y ambiental. “No soy ambientalista —dice—, pero creo en las ideas que funcionan.” De ahí surgieron iniciativas de economía circular y redes de colaboración que siguen vivas. Siempre con el mismo estilo: sin reflectores. “Los reflectores distraen. Prefiero juntar a la gente, encender la luz y hacerme a un lado.” Su forma de liderazgo es callada, pero fecunda: la de quien no necesita ser visto para que algo florezca.

En 2010 sintió un llamado diferente: escribir. “Tenía ideas sueltas, piedras —dice—. Busqué a Teré Suárez en su taller La Huérmica y empecé a pulirlas.” De ahí nacieron tres libros: Desnudo, una colección de relatos breves; un libro de haikus y otro de aforismos. En Desnudo encontró algo más que literatura: una conversación consigo mismo. “Escribir es conversar con tu sombra”, confiesa. La escritura, para él, no es escapar, sino integrar. “Cuando nombras lo que duele, lo acomodas, y deja de gobernarte.” El haiku le enseñó a atrapar el instante, el aforismo a destilar la experiencia. “Pulir una palabra es como limpiar una ventana: de pronto ves.”

A los jóvenes les repite: “Haz lo que amas, pero sin ruido. Si no lo amas, no saldrá bien. Y si lo amas, hazlo con buena compañía.” El éxito, dice, no está en el aplauso, sino en la coherencia entre lo que haces y lo que sientes. “Hasta elegir un desodorante se volvió un dilema. Lo importante es no perder el olfato de lo esencial.”

“No creo en los legados declarativos”, asegura. “Los mamíferos aprendemos de lo que vemos. Si alguien adopta algo de lo que hago, ahí está el legado.” Lo dice sin solemnidad, como quien sabe que lo verdadero no necesita anunciarse. Podría enumerar cargos y proyectos, pero prefiere la coherencia silenciosa. “Vivir de manera que tu vida sea observable”, resume.

Cuando se le pregunta qué le diría al niño que corría por los pasillos de la Zacatecana con un radio Hitachi en la mano, sonríe: “Vamos bien.” No porque todo haya salido perfecto, sino porque ha aprendido a bailar con el mundo sin pisarlo, a pensar sin prisa y a cuidar con firmeza. Ha puesto el cuerpo donde hace falta: en un hospital que necesitaba conciliación, en un banco que requiere persistencia, en un aula donde la curiosidad debía revivir. Y cuando escribe, conversa con su sombra para no mentirse.

Su biografía no se mide por cargos ni reconocimientos, sino por la calidad de sus relaciones. Su legado no se proclama, se observa. En cada médico que aprendió a remar junto a su enfermera, en cada plato servido con dignidad, en cada joven que recuperó la fe en sí mismo, en cada lector que se atrevió a mirarse por dentro, hay una evidencia mansa de su paso por el mundo.

Rodolfo Loyola Vera nos recuerda que pensar puede ser un acto de amor, que servir puede ser una forma de inteligencia y que cuidar —de verdad cuidar— es la alquimia más alta de la vida.
“Lo que produce son las relaciones.”
Y en su relación con el mundo, Querétaro encuentra una de sus lecciones más luminosas.

Etiquetas: entrevistaLoyolaRodolfovera

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