Centro Mercantil de la Ciudad de México, 7 de diciembre de 1911.
En la avenida 16 de septiembre, en lo que fue la esquina del portal de los Agustinos, se levanta uno de los centros comerciales de mayor importancia para la ciudad, en los que el señor Francisco I. Madero es ya presidente de la república, una vez que pasaron grandes momentos de guerra y enfrentamientos, donde se sostuvo la mayor capacidad de la pacificación, o al menos, eso se observa.
Al ingresar el usuario a este recinto del comercio no solo observa una arquitectura inigualable en todo lo que ya se había construido, levantándose por encima de todo lo demás un lujoso y escalofriante vitral emplomado. La luz en el interior del Centro Mercantil no era la lánguida penumbra de los antiguos portales donde avecindados negocios dan a la oferta y el descuento, sino un torrente glorioso que parecía descender de los cielos. Al cruzar el umbral, el comprador no se encontraba con un simple almacén, sino con un santuario del comercio, cuya bóveda se alzaba como un desafío a la arquitectura tradicional.
En lo alto, suspendido sobre las cabezas de la sociedad ataviada con sedas y levitas, brillaba el famoso Vitral Tiffany —que así se conocía por la famosa joyería, pero que ellos no construyeron—, un firmamento de cristal traído por piezas desde los talleres de Jacques Grüber en la lejana Nancy, Francia. No era solo vidrio y plomo; era una verdadera obra de arte. Al mirar arriba, el mundo de afuera desaparecía, transportando al espectador a un lugar imaginario en la mente de algún buen servidor del cielo. «¡Es el mismo cielo!», decían quienes ahí compran.
El vitral, considerado el más grande del mundo, desplegaba un tapiz inmenso de tres cúpulas, sostenidas por una delicada ingeniería de hierro y vidrio. La luz del sol, filtrada a través de miles de fragmentos, se descomponía en una paleta que danzaba sobre los pisos de mármol.
Estilo Art Nouveau en su máxima expresión: ni un solo ángulo recto, solo la voluptuosidad de la naturaleza. La mirada se perdía en un laberinto de formas vegetales exuberantes y entrelazadas: guirnaldas vibrantes que parecían crecer de la estructura, hojas de un verde esmeralda y oro viejo que se arremolinaban en patrones sinuosos, y flores de un rojo carmesí y azul cobalto, congeladas en una eterna primavera. Cada una de las más de veinte mil piezas de vidrio era un secreto que solo revelaba su color bajo la caricia de la luz.
Al caer la tarde, la magia no se desvanecía. Más de un centenar de lámparas eléctricas —una novedad tecnológica que rivalizaba con el sol — se encendía detrás del cristal. Entonces, el vitral se invertía; ya no era una fuente de luz, sino una joya gigantesca que irradiaba un resplandor cálido y dorado sobre las transacciones de la noche, recordando a la élite que estaban inmersos en un lujo comparable al de cualquier capital europea. «¡Eso hace que se compren más cosas!», ante la inminente sensación de encontrarse en un lugar de distonía con la realidad. Es poco conocido que las mejores piezas que se venden —o al menos eso se sabe en las altas esferas sociales de la suntuosa élite capitalina— son las joyas de la casa europea Cartier, cuyo anuncio de gran tamaño explica sus bondades, reza así:
«Indispensables para los grandes eventos sociales y bailes de gala de la nobleza y la alta sociedad. Diseños de guirnaldas florales o volutas de diamantes montados en platino que hacen que tu elegancia sea el motivo de tu vestir… ¡Serás quien se lleve la noche!».
Ante este estímulo, las esposas de grandes comerciantes se hacían de tiaras, broches, aigrettes, diademas y aretes —pocas esposas de los políticos nuevos de Madero tenían la capacidad económica, pero también asistían—, sacaban los bolsos ante la única manera de hacerse de estas piezas ¡En efectivo! o la otra: por crédito, según el marido que abría la cartera para que cada mes llegara la factura a su oficina con una gran cuenta, en muchas ocasiones. Ocupan el primer piso de tan elegante espacio.
Una parte en el mismo nivel que llamaba la atención era la única para los famosos “Anillos de compromiso” de la casa Asprey que bajo su publicidad expone sus argumentos:
«Para el corazón que arde en la promesa y el espíritu que honra el compromiso, no existe ofrenda más digna que el círculo perfecto de una joya sin par. Nuestra distinguida clientela exige la finesse y el valor que solo la capital del mundo puede ofrecer. Por ello, hemos reunido en el Departamento de Joyería la más fina selección de sortijas de compromiso, dignas de la mano más delicada de la sociedad».
Ante ello, los apurados varones tratan de saber el costo, en pesos de plata, que oscilaba para los de menor precio entre doscientos y cuatrocientos, y los de mayor lujo, de unos mil quinientos a dos mil pesos plata —manteniendo la moneda porfirista—. En el segundo piso se encontraban artículos de dama y elegantes vestidos, así como ropa de invierno: guantes, bolsos, que las esposas compraban —uno de alta costura costaba entre cien y doscientos cincuenta pesos y un par de guantes entre veinte y treinta pesos—. A simple vista, pareciera que en este gran almacén la situación que vive el país aleja a los clientes, pero para la sorpresa de muchos, ¡Todos los días estaban al tope las cajas! Esto porque las familias adineradas del país asisten desde diferentes puntos.
Se había creado un servicio especializado en donde diferentes comerciantes de las ciudades capitales que rodean la gran ciudad vienen a realizar pedidos para sus propios almacenes, uno de ellos el querido y prestigiado de la casa La Concordia de la ciudad queretana, Don Desiderio Reséndiz, quien era el que más pedidos tenía, en conjunto con una idea que a no todos les parecía descabellada: ¡Se ponen de acuerdo los comerciantes queretanos y pagan el flete completo en tren! Así, un vagón entero salía cada semana hacia la ciudad de violáceos atardeceres. Cabe señalar que un jornalero de un tren tenía como paga entre medio peso o un peso completo al día.
El segundo nivel se caracterizaba por tener un elegante y fino departamento de lencería o ropa interior, que a discreción y en un lado donde los hombres no acostumbraban ingresar se ofertaban, bajo las mejores marcas como Le Bon Marché y Galeries Lafayette; Chantelle y la inigualable Aubade, que con sus anuncios convencían a las damas: «Leçon n°3: Placer quelques obstacles sur son chemin» —a ciencia cierta, las vendedoras ni sabían lo que decía, pero por vender atribuían mejoras en la intimidad con su pareja—. Estos productos están colocados con el precio de entre tres y cinco pesos, del llamado “Peso del caballito” —llamado así porque en una de sus caras tiene a una mujer desnuda montada en un caballo y del otro lado el águila porfiriana—.
Para el tercer piso, los enseres del hogar eran la atracción, pero en ese lugar, también está el suntuoso Café Té, que en realidad era un restaurante. El aroma no era a mole o a pulque, sino a té de Ceylán y a pan recién horneado; el eco de las risas, contenido y algarabía, no se pierde en la vasta cúpula, sino que moría en los gruesos tapices persas que cubrían el piso de mármol.
La sala comedor, estratégicamente ubicada en el último piso del almacén, era una oda al Art Nouveau, el capricho arquitectónico que el presidente Díaz había hecho traer de París. Las paredes estaban elegantemente recubiertas con boiserie de caoba oscura, cuyos paneles ascendían hasta la altura de un hombre, rematados con delicadas guirnaldas labradas. Sobre ellas, el empapelado de seda, en un tono verde salvia, mostraba tenues patrones de lirios entrelazados.
¡Ahí es donde el presidente Madero realiza algunas de sus sesiones espiritistas!
Al cerrar al público se destinaba solo un mozo y un butler para lo que correspondiera de bebidas y algunos canapés. Los invitados —pocos realmente— estaban destinados a presenciar cómo en esta ocasión el presidente haría gala de sus dotes de “Medium de escriba”: cuando un espíritu se posesionaba, después del trance tomaba una pluma de tinta, la ponía sobre el papel y el espíritu realizaba la traza para esgrimir, si la ocasión lo permitía, cartas, mensajes o documentos, para el interés del propio presidente, quien acostumbraba solicitar a los espíritus aleccionamientos filosóficos y de vida.
Madero realizaba, para varias ocasiones en donde se le miraba más versado, bajo la técnica de Allan Kardec, el gran codificador del espiritismo, todo un proceso metódico que anteponía la razón para no caer en charlatanerías, trucos o efectos, haciendo que todo lo que sucediera se diera por contabilizado como “ciencia” —o al menos así lo creyó Madero desde su viaje a Londres, allá en sus juventudes—.
A pesar de lo que los invitados creían, todos los instrumentos de la sesión estaban en el mismo gran almacén, inclusive el dueño del centro comercial, Sebastián Robert —quien partió a Europa una vez que comenzaron las hostilidades en el país—, había dejado indicaciones claras de apoyar en todo al señor presidente, sabedor de que representaba el futuro democrático del país y seguramente un gran apoyo a los procesos empresariales.
Para ese día se solicitó una mesa de madera redonda. Era importante saber que no debía haber ningún material metálico porque interfería en la comunicación. Madero tenía en construcción un salón especial ensamblado sin usar clavos o tornillos metálicos en la colonia llamada San Pedro. Las velas debían ser de sebo de animal y las sillas con respaldo en los brazos para evitar romper la cadena.
Madero vestía en esta ocasión un traje negro y una camisola en extremo blanca, un moño marrón, con un clavel rojo. Se había pintado debajo de su línea lagrimal una línea negra, que le habían dicho los espíritus que ayudaba a tener una mejor visión extrasensorial. Preparado, le indicó a sus tres acompañantes el ejercicio: —Tómense de las manos y comenzaremos… —Después de llevar a cabo los ejercicios de meditación, todos pusieron atención en la parte de lo que se iba a escribir. El pulso de Madero comenzó a desestabilizarse, dejando de hacer círculos perfectos, sus ojos se pusieron totalmente en blanco al perderse el iris, volteó la mirada y cambió su ceño. ¡La cara no! Solo la emoción que mostraba… —Buenas noches — les dijo — observad con calma, este lugar lo conozco, pero no me deja algo claro, siento la presencia de más espíritus… — Comenzó a escribir:
“… Francisco, veo dos carros que te llevan a la salida de la ciudad, tu familia se acerca por otro lado, ellos miran de reojo y observan un automóvil de color negro con un cristal plano, de ahí bajan dos personas que te dan alcance, pero tu familia los reconoce, se acercan todos y comienzan los disparos… creo te han dado… ¡Mueres!” ¡Asombrados todos preguntan la fecha!
“veintidós de febrero de 191…”
No se escribió el último número. Después de un rato de la sesión, Madero regresó del trance, con un ligero dolor de cabeza, trató de hilar algo de su experiencia, explicando. La verdad es que no se le entendía nada, balbuceaba, y se reconfortaba. El ambiente comenzó a sentirse pesado, como si una tormenta estuviera dentro del gran salón del edifico del mosaico de cristales, observaban cómo algunas sombras se movían entre el piso y las paredes confundiéndose con sombras de las grandes cortinas de los ventanales que dan a la calle.
¡Una gran lámpara del almacén cayó desde arriba y golpeó fuertemente a uno de quienes hacían la sesión! ¡Le destrozó el brazo! En un grito de profundo dolor, todos salieron corriendo a buscar ayuda. Al ir, ¡Una ráfaga de aire helado les cortó el camino! Al voltear, varios de ellos observaron cómo el piso comenzó a moverse ¡De un lado para otro! Los gritos no se hicieron esperar, los ayudantes trataron de evitar que todo lo de la mesa no cayera ¡De un lado para otro continuaba el vaivén! Madero, volviendo en sí, aun con el dolor de cabeza, corrió hacia los ascensores, los cuales ni siquiera abrieron la puerta ¡Todo el caos paró de inmediato! Una vez desarmaron la sesión.
Al observar el gran almacén se miraban estragos, nada considerable, pero sí todo tirado —de seguro nos echarán la culpa—, mencionó uno de los exclusivos acompañantes. Al caminar se dieron cuenta de que hubo más daño del que esperaban.
¡Por segunda vez en una de sus sesiones, el piso se movió! Esto ya está preocupando a Madero, quien deberá encontrar el porqué de la situación, y será prudente investigar. Ensimismado, baja las escaleras del suntuoso centro comercial, pensando en la frase que escribió, no miraba el último número, solo lo imagina — Puede ser entre esta fecha y el 19 — absorto camina cuando sintió una presencia que penetraba su cuerpo, le tomaba del hombro derecho. Al voltear, su sorpresa fue mayor.
Continuará…








