En las democracias, la relación entre los medios de comunicación y el poder es, por naturaleza, tensa. Los medios existen para que los gobernantes rindan cuentas de sus actos u omisiones y se convierten en un contrapeso frente a las decisiones de políticos y funcionarios que afectan intereses colectivos. Esa vocación incomoda a los poderosos, incluso a quienes reconocen que la prensa desempeña un papel indispensable en el equilibrio democrático. Controlar a los periodistas, acallar las críticas o presionar a los medios para que modifiquen el tono o contenido de su cobertura es una tentación constante de quienes ocupan el poder.
En los últimos años, esa tensión entre medios y poder ha sido particularmente visible en México y Estados Unidos. Los gobiernos de la Cuarta Transformación y de Donald Trump han coincidido en interpretar el escrutinio de la prensa como parte de una agenda política contraria a sus proyectos, más que como una función legítima de la democracia.
Las formas en que ambos gobiernos han intentado condicionar o presionar a los medios son variadas y van desde el uso de instrumentos legales y regulatorios hasta el manejo discrecional de contratos y licitaciones y el acceso a recursos públicos y eventos de gobierno.
1)
Presiones financieras. El gobierno de Trump ha eliminado o reducido el financiamiento público para medios como National Public Radio (NPR) y la Public Broadcasting Service (PBS), alegando un sesgo editorial liberal. En México, el presupuesto para campañas publicitarias oficiales se ha reducido de manera significativa y redirigido hacia medios cuya línea editorial es más cercana al gobierno.
2)
Premios económicos. En México, donde muchos medios forman parte de consorcios con intereses empresariales diversos, el gobierno puede influir en la cobertura mediante la asignación de licitaciones, la concesión de permisos o el acceso a recursos públicos en beneficio de alguna empresa del grupo. En Estados Unidos, aunque la estructura regulatoria limita la discrecionalidad del poder ejecutivo, los grandes conglomerados mediáticos también mantienen intereses económicos sujetos a decisiones gubernamentales —fusiones, concesiones de espectro, incentivos fiscales— que pueden funcionar como mecanismos más sutiles de presión o recompensa. En ambos contextos, las decisiones económicas se convierten, de hecho, en instrumentos de disciplina política.
3)
Peticiones públicas para cancelar o censurar contenidos. Trump y su círculo han celebrado o impulsado la cancelación de programas críticos —como el de Jimmy Kimmel— y han mantenido una retórica persistente contra cadenas y comentaristas considerados hostiles. En México, tanto López Obrador como Claudia Sheinbaum han responsabilizado públicamente a periodistas y medios por difundir “campañas” en su contra, y han contribuido a la polarización al presentarlos como voceros de intereses opuestos al pueblo. Con la sección El Detector de Mentiras, incorporada a las conferencias de la presidenta, el gobierno busca exhibir contenidos y noticias que considera parte de la desinformación mediática. En ocasiones, como parte de negociaciones económicas con el poder, algunos medios conceden en retirar espacios o columnistas incómodos.
4)
Acceso a conferencias de prensa y credenciales. La Casa Blanca ha amenazado con restringir el acceso a conferencias y eventos a medios como la Associated Press, en respuesta a desacuerdos sobre criterios editoriales, mientras favorece a medios alternativos más afines. En México, la participación en las conferencias “mañaneras” y la asignación de preguntas suelen beneficiar a medios cercanos al gobierno, configurando un ecosistema informativo desigual.
5)
Acciones legales y penales. Trump ha promovido demandas por difamación y querellas multimillonarias contra periódicos y periodistas, como parte de una estrategia que puede intimidar por su costo y duración procesal. Además, ha insinuado sanciones regulatorias a través de la Comisión Federal de Comunicaciones (FCC). En México, la vía penal directa contra periodistas es menos común a nivel federal, pero subsiste la amenaza de retirar concesiones a empresarios incómodos. Más inquietante aún es el riesgo físico que enfrentan reporteros en diversas entidades del país, donde la violencia y la impunidad generan un efecto silenciador que amplifica la autocensura.
Siempre existirá la tentación de los gobiernos a controlar a los medios de comunicación, menos claro es que tan dispuestos estamos —como sociedades— a defender el derecho a ser informados por voces libres y críticas. Porque cuando el poder logra que los medios se vuelvan dóciles o complacientes, el silencio es la señal más clara de que la democracia empieza a quedarse sin oxígeno.








