21 de mayo de 1911, Ciudad Juárez, Chihuahua.
La imponente y antigua Aduana Fronteriza del Norte era el mudo testigo de un momento histórico. Marcaba la llegada de los representantes del gobierno federal, hombres que apenas podían disimular su asombro: la renuncia del general Porfirio Díaz, el “Mátalos en caliente”, ¡era una posibilidad real!
Custodiados por un séquito del Ejército Federal, la comitiva se movía con la rigidez del miedo. ¿Sería una trampa? A pesar de los primeros intercambios epistolares que aseguraban un alto al fuego y el respeto a los acuerdos, la desconfianza era un fantasma que flotaba en el aire gélido de la frontera.
En aquel sitio trascendental, los representantes del régimen firmaron convenios con el líder revolucionario, Francisco I. Madero. Estos documentos, que la historia bautizaría como el Tratado de Ciudad Juárez, contenían una cláusula de hierro: la intención de cesar por completo las hostilidades y desarmar a los ejércitos rebeldes. Esto incluía, en particular, a los aguerridos hombres de Emiliano Zapata en el sur, a las indomables huestes de Doroteo Arango “Pancho Villa” en el norte, y al ya poderoso conglomerado armado que respondía al senador Venustiano Carranza.
Esta paz armada era, a todas luces, la parte fundamental del acuerdo para la salida de Díaz. Se estipulaba que, si Madero llegaba a la presidencia, la persistencia de grupos armados supondría un riesgo inaceptable: la llama de las hostilidades podría reavivarse ante el menor desacuerdo.
Palacio Nacional, 22 de agosto de 1911.
Las constantes e intensas reuniones entre Madero y Francisco León de la Barra, el presidente interino que había convocado a elecciones para el siguiente octubre, se centraban en una estrategia única: cómo desarmar a los ejércitos de Villa y Zapata. Eran hombres forjados en la batalla, contundentes en sus aspiraciones de una mejora radical en el reparto agrario.
Para el propio Pancho Villa, Madero era una figura que admiraba profundamente. No solo por su perspicacia y su entendimiento de las urgencias nacionales, sino por lo que un hombre de negocios —un empresario ilustrado— podría lograr. ¡Villa lo consideraba, incluso, un apóstol de la democracia!
En contraste, para el Caudillo del Sur, Emiliano Zapata, la postura era innegociable: Madero tenía que implementar acciones inmediatas en el reparto de tierras. Solo así reconocería su apoyo para la presidencia. Si las promesas no se cumplían, la negación de su ejército a la nueva investidura sería inmediata, y un nuevo levantamiento armado se alzaría como un rayo en el horizonte.
Tanto el queretano León de la Barra como Madero estaban al tanto de esta espada de Damocles.
El Salón de Honor, enmarcado por los retratos solemnes de los generales que labraron la libertad del país en el siglo XIX, servía de escenario para esta reunión, una más de las muchas. No solo eran ellos; sus equipos, ayudantes, abogados y notarios trabajaban arduamente para blindar el proceso electoral, basándose en el conteo pulcro y correcto de los sufragios.
Para Francisco Madero, era primordial dejar claro el procedimiento que legitimaría su triunfo. Para Francisco León de la Barra, era la oportunidad de medir la lealtad de sus propios aliados en el proceso. Cierto que el hombre de Parras era el candidato más consistente, el virtual presidente. Pero aún quedaba una esperanza… ¡La mínima, pero latente! Ambos vestían de rigurosa etiqueta, luciendo elegantes corbatines, pero el tema que ocupaba sus mentes superaba cualquier formalidad: la pacificación del país tras las elecciones inevitablemente representaría posiciones encontradas.
—Dígame, señor Madero, ¿qué ha pensado de Villa y Zapata? ¿Podrá tenerlos bajo control una vez que se designe al ganador? — preguntó el presidente, dando un sorbo a una elegante taza de porcelana con finos dorados, de la que aún emanaba un aroma a café fuerte con tonos ahumados. —Me temo que estos dos generales no han manifestado intención de considerarse cercanos a su persona—
Madero, absorto, revisaba las hojas que detallaban el conteo de votos, los vigilantes y los encargados de la suma. En la primera vuelta, los votantes eran solo varones, mayores de edad, que cumplieran con un estricto criterio de “modo honesto de riqueza”. Para la segunda, la votación sería por colegios electorales, donde ciudadanos selectos darían su voto por el total de electores que los habían elegido.
—Mire, señor presidente— replicó Madero, — el general Emiliano Zapata ha sido claro: si no hay reparto agrario, él no cejará en su intento, con armas o sin ellas. Su lema, ‘La tierra es de quien la trabaja’, es motivo suficiente para continuar la lucha— Debemos pacificarlo, licenciado, y a toda costa. No podemos permitir que levantamientos intermitentes manchen la legitimidad del proceso. ¿Y qué me dice de Villa? Veo que usted lo arropa y hasta levanta su brazo en los periódicos — Villa es del norte, presidente. Es hombre de palabra y agallas para sostenerla. Pero ahora deseo hablarle de Pascual Orozco. ¡Ese de verdad me quita el sueño! Al principio fue un incondicional, pero sus pareceres han cambiado. Me ha pedido la Secretaría de Guerra, y la verdad, no le veo espolones para tal gallo. Es demasiada responsabilidad para un hombre tan alocado. He pensado en la gobernatura de Chihuahua, pero aún medito la decisión—.
Ambos retiraron los documentos de la mesa justo cuando el servicio de comida hizo su aparición. El asistente de León de la Barra aprovechó para entregarle unos papeles, mientras que a Madero le acercaban dos telegramas.
El primero, desde el norte, rezaba: “Villa en tranquilidad a su régimen”. El segundo, recibido simultáneamente desde el estado de Morelos, anunciaba como un trueno: “Emiliano Zapata rompe el pacto y se levanta en armas contra su persona”. Madero, que solía ser inexpresivo, sintió el sudor frío recorrerle la nuca y la espalda —¿Malas noticias, licenciado? —, soltó el presidente, sorbiendo un poco de la sopa de calabaza. —No, presidente, simples gajes del oficio, — contestó Madero. Continuaron la reunión, debatiendo sobre la conformación de los colegios electorales y los «ilustres» ciudadanos que los integraban.
El presidente volvió a la carga: —¿Qué me dice del coronel Victoriano Huerta, licenciado? Es una buena persona y podría ocupar un cargo relevante en su gabinete, ¿no cree? —. Un comentario lanzado con picardía, una pequeña intromisión política.
Madero intuyó la intención. —Revisaremos su perfil, presidente, téngalo por seguro. Solo una cosa me disgusta del coronel: es muy cercano a la Iglesia Católica, me parece que se confiesa directamente con obispos. Y ya el Licenciado Benito Juárez me ha dicho que no debo prestarle la atención suficiente…—, esbozó la frase con una cotidianidad escalofriante.
El presidente, genuinamente asombrado, preguntó: —¿El presidente Benito Juárez le dijo eso? — ¡Sí, señor presidente, justo ayer en la noche! — León de la Barra anotó la extraña revelación en su cuaderno.
Madrugada del 23 de agosto de 1911, Escalera Principal de Palacio Nacional, 3:06 a. m.
El brujo Coromante acompañaba a Francisco Madero a otro encuentro con el espectro, aquel hombre de finas ropas de la Nueva España. El espíritu solo repetía la misma frase espectral: «¿Es este el camino correcto para llegar al gran salón?». Ahora, por medio de un pacto silencioso, el chamán se ofreció como medium. Al tomar el espíritu la conciencia del cuerpo, podrían comunicarse mejor, pues la inteligencia del poseso recordaría pasajes de una vida de no más de doscientos años atrás, o eso creían ambos.
De nuevo encendieron un cirio especial. Se acercaron y le preguntaron al espectro si deseaba aproximarse o si el Coromante podría ofrecerse como puente. Con una turbia voz y una imagen espectral, el ente contestó que se acercaran. —¡Háganlo, os ruego, con delicadeza! — Al simular la pose del espectro, el brujo sintió un violento impacto, como un golpe que le sacudió el alma. ¡Se estremeció en señal de posesión! Sus ojos, convertidos en cuencas blancas, le daban un aire terrorífico, un ser insepulto.
Con mayor libertad, el espíritu se dirigió a Madero: —¡Mi señor, os miro con mayor claridad! Veo que vuestro semblante y ropas os distinguen de algún viejo pueblo que no recuerdo conocer, — indicó con una voz ajena a la del Coromante. Madero hizo una mueca, y con asombro, pasó su mano por los ojos: ¡No había iris! Nada seguía la vista del poseso, pero aun así lo distinguía. —¡Bondad de Dios! — exclamó. Madero se sintió inseguro y temeroso, una emoción desconocida. Cierto que la visión de Benito Juárez estaba en su mente antes de dormir, pero esta era real, cercana. Las facciones del chamán habían desaparecido, dejando ver una piel carcomida, quizás por sarampión en vida.
Con valor le preguntó: —Dime, buen hombre, ¿cuál es tu oficio en esta casa? ¿Vagas por la eternidad? ¿Recuerdas cuándo te quedaste en este mismo lugar? —. La visión, ahora en el cuerpo del infortunado brujo, volteó hacia el gran techo de la escalera. Acarició los barandales con la mano derecha, caminando más allá de lo que antes le era permitido. Al subir y bajar los escalones, sintió su libertad. Girando hacia Madero, preguntó: —¿Vos vivís en este palacio, mi señor? ¿Aún siguen las grandes carrozas que dejé en el fino redil de la puerta principal? ¿Me acompañáis? Ahí deben de andar mi esposa y mis tres hijas. Será un placer si os dignáis a conocerme. ¡Acompañadme, es por este lado! —.
En una visión casi tangible, comenzaron a caminar hacia la entrada principal. El simple cirio comenzaba a consumirse, y el frío calaba en los huesos de Madero, quien hacía un esfuerzo por seguir la invitación. Al llegar al gran portón, el poseso hizo una mueca como si cuatro personas bajaran de una carroza invisible. Saludó a la primera con gran afecto e hizo que las otras tres hicieran una reverencia. —¿Observáis, mi señor, estas bellezas? Son mi esposa y mis tres hijas. Cada una de ellas ilumina mi andar por estas tierras—. Madero estaba asombrado: el espectro podía armar una escena, usando la memoria del Coromante como mero lienzo.
Después de un rato, el poseso se quedó inmóvil, sin hablar, como si esperara a otra persona. ¡Un terror repentino invadió su rostro! Se agazapó como si alguien lo atacara con una espada, y cayó de rodillas. Se tocó el pecho y exclamó: —¡Cuidad a mis hijas, mi señor! No permitáis que nadie les haga daño. Escuchadme: dentro del acceso de la puerta derecha de la habitación principal están escondidos en un piso falso… ¡Todos mis bienes y tesoros! Mi familia los recaudó por largos años en España. Yo los traje para un mejor porvenir, pero ahora, mi señor… en el lecho de mi muerte…— Agitado, como en agonía, comentó: —Mi muerte es inevitable… señor, tomadlos. ¡Haced el bien a vuestros semejantes! Disfrutadlos a cambio de que cuidéis de mis mujeres… ¡Por piedad! — Hizo un ademán de desfallecimiento. ¡Una luz inmensa iluminó el arco del gran portón! Luego, el cuerpo se recostó. El Coromante volvió en sí.
Madero se acercó lentamente, observando cómo las cuencas de los ojos del brujo volvían a la normalidad. Después de hablarle un rato, el chamán despertó: —Señor Francisco, ¿qué me ha pasado? —, preguntó, confundido. Aún no ataba razón cuando su estómago se revolvió, y una plasta marrón de fétido olor salió de sus entrañas, quejándose de un gran dolor. Luego, se quedó dormido, como si hubiera sido una embriaguez de esas que dejan recuerdos confusos.
A la mañana siguiente, Madero, asistido por personal de Palacio Nacional, preguntó cuál consideraban la habitación principal. Un sirviente le explicó: —Durante la convalecencia del señor presidente Benito Juárez, fue llevado a lo que muchas personas le dijeron que era la principal habitación de todo Palacio Nacional. Dicen que ahí durmieron muchos mandatarios, creyendo que era el lugar más seguro en caso de atentado. Es la habitación de los aposentos del ala norte—-
Madero, raudo, encargó que lo llevaran.
Llegaron a una habitación que parecía no haber sido utilizada en mucho tiempo, con dificultades para el acceso. Una vez rota la aldaba, observaron los muebles cubiertos con grandes manteles de tela de manta. Al caminar sobre la duela desvencijada y apolillada, Madero notó, al pisar con fuerza, que el piso sonaba hueco en algunas partes. Hizo salir a todos, quedándose solo con su amigo de toda la vida, José María Pino Suárez. Al cerrar las puertas, le indicó: —Si mis cálculos no fallan, aquí debajo existe un piso falso. Mira,» señaló una hendidura. Tras mover un viejo tapete lleno de polvo, Madero intentó alzar la parte hueca. Con un quinqué, alumbraron… ¡Era un baúl desvencijado!
No pudieron abrirlo, no quedó más remedio que dispararle. ¡Lo hicieron! Al abrirlo, sus ojos no podían creer lo que veían.
Continuará…








