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Madero Esquina Querétaro

La Apuesta de Ecala

por Luis Núñez Salinas
26 septiembre, 2025
en Editoriales
22 de febrero de 1867, Querétaro, Qro.
86
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7 de junio de 1911, Palacio Nacional.

La llegada de Francisco I. Madero a la Ciudad de México fue apoteósica. Tras descender en la estación del tren en la calle Sullivan, un largo desfile de personas lo vitoreó a lo largo del camino. Los niños lanzaban trozos de hojas multicolores mientras la multitud no dejaba de corear: —¡Madero! ¡Madero… Madero…! — El tono de la ovación se llenaba de una gran esperanza: la certeza de que, a partir de ese momento, México viviría tiempos mejores, llenos de oportunidades, cambios y, sobre todo, «¡Tierra y Libertad!».

El sol de junio rebotaba en el brillo del Thomas Flyer descapotable, un auto con el motor ruidoso de una bestia que apenas contenía su poder. A su paso, los asientos de piel color canela parecían un trono, aunque su ocupante, Francisco I. Madero, viajaba de pie, saludando a la multitud. Su llegada a Palacio Nacional no fue un simple arribo, sino el fin de una promesa.

En la Puerta Mariana, el presidente interino, el abogado Francisco León de la Barra, esperaba en la parte de adentro con la compostura de un diplomático. Su peinado brillante y su traje de sastre impecable contrastaban con su camisa de un tono miel. El humo de su aromático cigarro cubano se perdía en el aire, mientras observaba al hombre que, tras meses de cruentas batallas, entraba al recinto. Sin embargo, no a todos les pasaba desapercibida la ausencia de las figuras que lo hicieron posible: Villa, Zapata y Carranza. La fiesta en la capital era para unos pocos; la verdadera revolución, la que peleaba la tierra, parecía haberse quedado fuera de los muros de la ciudad.

A lo lejos unas fanfarrias coinciden con la llegada.

Madero, ya acostumbrado al ajetreo, no era una persona de egos. Se mostraba ecuánime ante los halagos, pero sí evidenciaba un cierto asombro por lo que había ocurrido. Su recorrido desde el norte para llegar a la capital lo tenía pensativo, inmerso en los gritos de la gente: — Tierra y libertad ¡Abajo las haciendas! Pan y justicia— Las aclamaciones lo comprometían a una postura cercana y rápida para solucionar los conflictos. Ensimismado estaba cuando un abrazo sorpresivo del presidente interino lo interrumpió:

—Señor Madero, ¡bienvenido! Siéntase usted completamente cercano a nosotros—, dijo León de la Barra, mientras le daba un abrazo que estrujaba las costillas. Madero respondió el abrazo y todos los presentes se acercaron para saludarlo y desearle lo mejor. En un improvisado mensaje, Madero respondió:

—Gracias a todos por sus deseos y buenas consideraciones. Llego con el comprometido deber de hacer valer los procesos democráticos, de realzar la identidad nacional y de cubrir por todos los medios los caminos de la democracia que tanta falta nos hace—. La efusividad se mantuvo con abrazos y buenos deseos.

Francisco León de la Barra era un personaje carismático y alegre. Su rostro serio era solo la imagen de un abogado exitoso y de renombre, el mismo que en las negociaciones entre Porfirio Díaz y Madero, que culminaron en los Tratados de Ciudad Juárez el 21 de mayo de 1911, fue designado presidente interino por «ministerio de ley» para lograr una transición menos abrupta. Al no ser militar y tener una posición moderada, la ley establecía que el secretario de Relaciones Exteriores, cargo que él ocupaba, sería quien asumiría la presidencia, y así se hizo valer.

La recepción estaba planeada para unas cincuenta personas, entre la comitiva de Madero y la de los secretarios que no habían renunciado junto con Porfirio Díaz -quien para ese momento navegaba en el Océano Atlántico rumbo a París a bordo del barco Ypiranga- Se podían contar también algunos representantes de áreas gubernamentales e invitados improvisados, muchos de los cuales ni siquiera conocían a Madero por fotografía, pero el fervor del momento los había hecho adaptarse.

La cena, despojada de la suntuosidad de antaño, era una declaración silenciosa. Sobre la mesa, en lugar de vajillas de Limoges y cristalería fina, había platos de uso diario que evidenciaban lo improvisado de la ocasión; las piezas más valiosas habían partido al exilio junto a Porfirio Díaz. La comida era simple: sopa de verduras y un guisado de cerdo en salsa. Y el vino, un caldo sin pretensiones, carecía del refinado buqué frutal de los Madero.

A pesar de la austeridad del banquete, la expectación flotaba en el aire. Los invitados, inquietos, buscaban las ideas, la estrategia, la visión del invitado de honor. Pero Francisco I. Madero, callado y reservado, se refugiaba en un silencio impenetrable, esquivando cada intento de conversación. La nueva era de la nación comenzaba, no con discursos, sino con una elocuente y tensa espera.

León de la Barra aprovechó y tomó la palabra, haciendo sonar su copa de cristal con su anillo de bodas: —Estimados todos, señoras, señores, invitados, señor Francisco Madero, Palacio Nacional se viste de esplendor al ser la casa de mando de todos los que han dirigido los hilos de nuestra historia, aquellos que, alzando la voz y las armas, han dejado su último suspiro en aras de la patria y la certeza de una vida digna y satisfactoria. Desde el propio Hernán Cortés, hasta el viejo presidente que ahora, como traidor, parte a los brazos franceses que tanto añoró. Estos aposentos le rinden honor a su figura, a quien coronamos con olivos y laureles el ahora y el después del México que todos deseamos tener. Que se sienta usted, amable amigo Francisco Madero, como en su natal Parras, donde de seguro su familia siente el mismo entusiasmo que toda la ciudad que lo vio llegar—

Todos levantaron la copa y brindaron en honor al invitado, entre aplausos y vítores. Madero no deja de observar a lo largo y alto de todo el Palacio Nacional, un lugar centenario, lleno de escondrijos y recovecos, mazmorras de la inquisición, de seguro que ahí habrá mucho que explorar de su gran gusto espiritista.

Al anochecer, mientras el banquete en Palacio Nacional transcurría entre copas de vino sencillo y conversaciones calladas, la ciudad seguía viva. Afuera, en el Zócalo, una verbena popular ofrecía su propia fiesta: el aroma de sopes, tamales y tortillas con manteca se mezclaba con el alboroto de la multitud. La Catedral Metropolitana no solo había hecho sonar sus campanas en honor a Madero, sino que había abierto sus puertas para ofrecer dádivas a los más necesitados, un gesto que resonaba con la promesa de justicia social.

En las calles, el aire se saturaba de un olor familiar, el mismo que la pólvora de los cohetones y castillos multicolores dejaba al quemarse. Era el olor de la guerra que terminaba, pero también el de una que amenazaba con no ceder: la lucha de los campesinos por la tierra. En el imaginario popular, la llegada de Madero era solo el preludio del verdadero cambio, de la entrada de las huestes revolucionarias que, en su momento, desharían la injusticia de los latifundios. El pueblo en las calles no clamaba por un presidente, sino por la consumación de una promesa largamente esperada.

8 de junio de 1911, 3:12 a. m., Palacio Nacional.

Una de las grandes satisfacciones del licenciado Francisco Madero al llegar al histórico recinto era la oportunidad de conocer las historias y leyendas que lo rodeaban: desde aparecidos y personajes que bajaban de los cuadros de la galería de presidentes, hasta el espíritu del hombre del sombrero que se aparecía en la escalera principal con ropas de la Nueva España. Estaba entusiasmado con la posibilidad de contactar a alguno de ellos.

Su amada Amira, una mora que conoció en sus viajes por Medio Oriente, era quien mejor comprendía su gusto y afición. Más que un pasatiempo, era una forma de vida de la que no se desprendía. Con el tiempo se había vuelto diestro en el espiritismo y en el contacto con el más allá.

Ahora, en una ciudad de tradiciones centenarias y sucesos inimaginables, este lugar se volvía ideal para su mayor pasión: contactar a los muertos. No era una idea alocada de un aprendiz, ya llevaba décadas en ejercicios de meditación, a tal grado que consideraba que era algo que se debería dar a conocer a las personas. En sombrías y alocadas sesiones, juraba haber contactado al mismísimo espíritu del presidente Benito Juárez. Sus allegados, entre ellos José María Pino Suárez, restaban importancia a sus relatos, pensando que no eran más que «gustos personales y una afición desmedida e imprudente». Para Pino Suárez, esas —Charlatanerías restan credibilidad a los grandes dotes democráticos de Madero, sin importar si eran verdaderas o inventos personales—.

Las prácticas de brujería, curanderismo y chamanismo que se daban en la ciudad no se distinguían de manera concreta en un barrio o calle, como Madero había observado en provincia. No existían espacios definidos para estos temas, como los que había visto en Londres. La gente en la capital asumía que las brujas y chamanes eran aquellos hueseros o curanderos que, de manera vaga, casi a escondidas, rondaban principalmente las casas de ricos y empoderados comerciantes, siendo esta élite su mayor foco de concentración.

Madero hizo traer, a través de las personas que habían llegado antes que él a la capital, al famoso brujo «Coromante» del barrio de San Juan Tlilhuaca, en Azcapotzalco. Este lugar tenía, desde tiempos prehispánicos, la reputación de ser un sitio de sabios, curanderos y personas con conocimientos de hierbas y rituales.

El joven brujo era de gran altura, con una espalda ancha que delataba su dedicación al trabajo duro. Sus brazos marcados con venas y sus fuertes piernas apenas se cubrían con un taparrabo y un manto en la entrepierna. Llevaba un hermoso collar de calaveras talladas en obsidiana y oro, un rostro pintado con un antifaz de lo que parecía ser sangre coagulada, aretes que colgaban de su oreja izquierda y unos dientes afilados en punta que lo hacían parecer un aterrador espectro en vida. ¡Era justo la idea que Madero tenía de un chamán! Hacía presencia junto con Amira, Madero y su inseparable amigo José María Pino Suárez.

La madrugada todavía sentía el clamor de los grandes contingentes de indígenas, campesinos, obreros y jornaleros que habían llegado a la ciudad para ver “Al señor Madero”. Algunos incluso dormían aún en sus petates en los arcos del zócalo, acurrucados para evitar la pertinaz helada que bajaba de los grandes bosques que rodeaban la ciudad. Los que saben, dicen que la neblina es el lugar perfecto para que las ánimas desciendan a la ciudad, resguardadas en la penumbra. Al acercarse a alguien, las ánimas lo abrazan en busca de atención, le roban la respiración y «el último suspiro», para convertir a la víctima en un alma más, no se sabe si por tener compañía o por simple venganza de su condición.

Dentro de Palacio Nacional, Madero y sus acompañantes caminaban con una vela diminuta casi imperceptible. Procuraban ser sigilosos para no ahuyentar a los espíritus. Tras un paso paciente, lograron observar a uno de ellos.

¡Era una persona con elegantes ropas de la época virreinal! Un gran bigote y una barba rala lo distinguían como alguien de gran señorío, tal vez un conde o un marqués. Madero intentó acercarse, pero el brujo Coromante lo tomó del brazo: —¡Cuidado, mi señor! Estamos ante la presencia de un espíritu que cree que aún está vivo. No distingue la noche del día, solo permanece aquí, como alguien que camina y olvida a dónde va. Solo que este lleva muchos soles de pie en el mismo lugar. De día no lo ves porque su transparencia la cubre el hermano sol, pero en la noche es visible— le instruyó el chamán con sabiduría.

—¿Quiere decir que ellos siempre están en el mismo lugar? — preguntó Madero pensativo. —Así es— respondió el brujo — Caminan muy poco, dos o tres pasos, y regresan al mismo sitio. No sienten, solo se les mira la última emoción que tuvieron antes de morir, y como usted sabe, mi señor, antes de fallecer todos sienten temor, y esa es la expresión que mostrarán por toda la eternidad—

Amira solo acompañaba, mientras Madero y el brujo intentaban encender un cirio especial, de aquellos que Madero compró siendo joven en Londres, que permitía que el alma dijera y mostrara algo más que su último semblante. Las palabras del chamán y los ejercicios de meditación lograron llamar la atención del espectro:

—Ustedes, buenas almas, os ayudan a hacer la misericordia de un servidor, indicadme, ¿es este el camino correcto para llegar al gran salón? — logró construir una oración de manera amplia y bien cimentada, tal vez después de siglos de no hacerlo. —Indicadme, mis buenos señores, ¿es aquí el Palacio del Virrey? —. Madero ya había tenido algunos encuentros que se quedaban en un intento. Ahora, comprendiendo el uso del cirio, tomó valor y le preguntó a la visión: «¿Usted nos entiende bien, mi señor?».

—Le entiendo bien, mi señor. ¿Es este el camino correcto para llegar al gran salón? —. Ambos comprendieron que esa iba a ser la única frase que el espíritu podía decir. Ante ello, el brujo trató de ser más cercano: —Escucha, mi señor, ponme atención a lo que te voy a decir. ¿Quieres llegar al salón? ¿O desea ir a otro lugar? — intentó saber si el espectro entendía o seguiría usando su última emoción.

—¿Es este el camino correcto para llegar al gran salón? —

Continuará…

Etiquetas: CarranzadíazMaderovilla

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