San Miguel de Allende amanece con rumor de campanas y ese aire antiguo que vuelve todo más nítido. Frente al Rosewood, en Nemesio Diez #10, la puerta de una galería parece abrirse hacia otro estado del tiempo. Ahí nos recibe Ana Julia Aguado —pintora, galerista y viajera incansable de lo visible y lo invisible— para una conversación que confirma algo sencillo y hondo: el arte, cuando es verdad, eleva la frecuencia del mundo.
Formada en la École Nationale Supérieure des Beaux-Arts de París, su técnica —veladuras de óleo sobre lino— dialoga con los grandes maestros mientras mira de frente a lo contemporáneo. Miembro de la Coordinación Internacional de Mujeres en el Arte (Ciudad de México) y de la National Association of Women Artists (Nueva York), Aguado ha expuesto en foros nacionales e internacionales; su obra vive hoy en colecciones que conviven con nombres como Calder, Giacometti o Toulouse-Lautrec, y también en salas donde familias enteras se pelean el privilegio de “cargar el cuadro” rumbo a casa. Entre ambos extremos —el museo y la sala— su pintura sostiene la misma promesa: luz, armonía y energía.
El origen: una niña, un don y una biblioteca infinita
“En tercero de kínder las monjitas me sacaban de clase para terminar la escenografía de la pastorela”, recuerda riendo. La escena es Querétaro, Instituto La Paz; alrededor, una familia que respira arte. Su madre, maestra de pintura, la sentó a dibujar con rigor desde los siete años. Su abuelo, bibliófilo, la inició en el vértigo de cuartos y cajas llenas de libros: literatura, agronomía, teología, derecho… La niña que archivaba y catalogaba pronto pidió como regalo de Navidad títulos de historia del arte. De esos inicios se entiende la mezcla que hoy la define: disciplina, curiosidad insaciable y una fe serena en el propio llamado.
A los 13, eligió: pintura como vocación, lo demás como aprendizaje. Después vendría un movimiento táctico: estudiar Arquitectura para templar el ojo con proporción, geometría descriptiva y cálculo. “La arquitectura me dio balance: aprender a pensar con el otro hemisferio, a ver números, a promover, a sostener una galería. El arte necesita pasión, pero también estructura”.
París, Montmartre y la respiración del mundo
Se fue a París porque lo soñó a conciencia: estudió francés, aplicó, fue aceptada, y a los 18 años ya exhibía con la Asociación Nacional de Pintores de París-Montmartre. No pintó en la plaza, pero sí caminó su mito. Volvió a Europa una y otra vez para saludar maestros, recorrer museos, mirar de cerca a Renoir y Vermeer y, sobre todo, educar la mirada: captar la vida urbana, la luz estricta, la mística contenida que luego traduciría a su propio lenguaje.
“Entre más sé, menos sé”, dice ahora con una sonrisa socrática. Esa hambre la empujó también a otros territorios: la cábala, la meditación, las ceremonias con un chamán maya; conversaciones con astrofísicos sobre agujeros negros y expansión del universo; lecturas de Nietzsche (Así hablaba Zaratustra), Paramahansa Yogananda (Autobiografía de un yogui) y Don Miguel Ruiz (Los cuatro acuerdos). Todo nutre un mismo pulso: pintar la energía del ser humano —su campo electromagnético, su latido— como si el lienzo fuera un diapasón.
“El arte es la representación de la energía espiritual del ser humano.”
Pintura de alta frecuencia
De ahí el título de su exposición más reciente: Pintura de alta frecuencia. Aguado cree —y practica— que el sonido, el color y la imagen portan vibraciones capaces de equilibrar el ruido del tiempo. “Vivimos saturados de miedo o de luchas de poder; nuestra responsabilidad como artistas es elevar la frecuencia, generar contrapesos de armonía”. Su ritual cotidiano lo confirma: meditación, resonancias, mantras, un gran café y ocho a doce horas de estudio. Entre veladura y veladura, un jugo verde, un masaje de vez en cuando, baile para soltar la rigidez del caballete. Disciplina como forma del amor por el oficio.
San Miguel de Allende: un ecosistema artístico
Aguado abrió su galería en 1998 —cuando casi no había galerías— y se volvió parte activa del ADN cultural de la ciudad. Aquí vivieron, enseñaron o amaron Tamayo, Siqueiros, Diego Rivera, Stirling Dickinson; aquí llegan también coleccionistas y artistas de todo el mundo. San Miguel es exigente, dice, pero su diversidad la seduce: del realismo a la abstracción, del cálculo a la geometría sensible. Quizá por eso, desde una pequeñísima galería en la calle de Jesús, Ana Julia aprendió a convivir con dibujos de Diego Rivera y grabados de José Luis Cuevas, y a asesorar a clientas como Martha Debayle que querían colgar en su casa —y en revistas de arquitectura— una buena conversación con la pintura.
Gestión, foco y el oficio de sostener belleza
Pintora y galerista, esposa y madre, Aguado aprendió a cambiar de estado de conciencia sin perderse en ninguno. “Con los años entendí que menos es más: hago menos cosas y obtengo mejor resultado”. Curó ferias, organizó subastas con gran respuesta y hoy representa a pocos artistas porque su ética le impide dispersarse. Sueña con un centro de arte para experimentos curatoriales permanentes y un libro de obra y trayectoria que ya va avanzado. Y confiesa, con brillo en los ojos, otra adrenalina: ver su nombre en subastas como Christie›s o Sotheby’s, donde el arte galopa a martillazo limpio.
Filosofía en primera persona
Aguado habla del éxito sin aspavientos: “Tomarte tu café y hacer lo que amas, sin estrés; ver a una familia enloquecida porque quiere llevarse el cuadro. Eso es felicidad”. Deja como mantra de vida una prudencia amorosa —“más vale aquí corrió que aquí quedó”— y una responsabilidad pública: “Como artistas enviamos mensajes amplios; hay que cuidar lo que se transmite”. Y vuelve al centro: no producir por producir, sino asegurar que cada obra sienta y comunique.

Obras que respiran
En el recorrido aparecen personajes surgidos de la vigilia-ensoñación: “El Espejo Humeante”, donde el yo se aclara entre brumas; la ola nacida de sus meditaciones en el templo de Yogananda en San Diego; Adán de granadas —no manzanas— con ojos de agua que muchos leen como bíblico. Todo parece mágico y, sin embargo, sucede aquí: entra un modelo a la galería, mira, se vuelve pintura. La realidad, filtrada por la ensoñación, es su cantera.
Próximos rumbos
Tras su participación en el Festival de las Artes de San Miguel, su intención es itinerar la exposición a museos de Querétaro y Guanajuato. Este año expone en Ciudad de México —Museo del Telégrafo y Museo del Correo— y a inicios del siguiente regresa al Museo de la Mujer. Entre tanto, la galería sigue latiendo en San Miguel: sala, taller, laboratorio de frecuencias.
Al despedirnos, me quedo con una imagen: un lienzo respirando como si fuera piel, capa sobre capa, hasta que la luz se queda a vivir. Si el arte —como cree Ana Julia— equilibra la frecuencia del mundo, entonces vale la pena seguir encontrándonos en estos umbrales donde la belleza no es evasión, sino responsabilidad amorosa.








