Soy ávida lectora y aficionada del cine mexicano hecho en México y procuro no criticar duramente a los cineastas que se quedan en este lado de la frontera norte, de Luis Estrada no todo lo que ha hecho, me ha gustado como, por ejemplo: El Infierno, sin embargo, en esta ocasión tengo varios motivos para hablar de su más reciente obra: Las Muertas, basada en la novela homónima de Jorge Ibargüengoitia que se encuentra de estreno en la plataforma de Netflix.
Desconozco las políticas a las que tiene que acercarse un cineasta en estos tiempos, pero no debe ser nada fácil allegarse recursos para hacer un proyecto como la recreación de un relato que históricamente marcó un parteaguas en la cultura de nuestro país. Por ello, y otras razones, me parece muy meritorio el estreno de una historia policíaca y con las cualidades que la maestría de Estrada pone de manifiesto en los seis capítulos de esta serie, y quien dijo en una entrevista reciente que cada capítulo era una película y aunque está narrada de una manera tradicional como es el flashback y con recursos usuales en nuestro cine pero alejado del melodrama, quien desconozca la historia de Las Poquianchis encontrará una narración que irá creciendo en personajes y emociones que no se encuentran distantes de la realidad del México de hoy tan semejante a la de hace sesenta años.
Debo haber tenido ocho años cuando la noticia de la aprehensión de un grupo de proxenetas o lenonas, como las llamaron en la prensa amarillista de aquel tiempo, llegó a donde radicaba con mi familia; del tema se hablaba en voz baja dadas las connotaciones sexuales del mismo: prostitución, trata de blancas, inhumaciones clandestinas, asesinatos, abortos clandestinos y otros temas prohibidos en esa época, pero que involucraba a jóvenes de varias poblaciones de donde habían sido llevadas con engaños a San Francisco del Rincón, Gto.; las telefonistas, que entonces usaban clavijas para comunicar a quienes solicitaban una llamada, recordaban las conversaciones que mantenían las regentas de los lupanares que existían en las periferias de los pueblos, con las madrotas que vendían y transferían su mercancía humana con las entonces desconocidas hermanas que fueron bautizadas como Las Poquianchis.
Los medios de prensa lincharon de manera inmediata a las hermanas delincuentes y psicópatas dando crédito inmediato a la narrativa de las mujeres que si bien habían sido engañadas, torturadas, maltratadas y abusadas, la convivencia entre ellas nunca produjo sentimientos solidarios para salir de aquel mundo. Era de nuevo como el mundo surrealista de El Ángel Exterminador (1962) de Buñuel, de aquella casa de donde nadie sale pudiendo hacerlo, o como en La Gran Comilona (1973) de Marco Ferrer, en la que todos perecen antes que dejar de comer; así, la ambición de las hermanas, a todas luces, psicópatas, las atrapa en una red de relaciones de corrupción con autoridades civiles y militares, hasta su malhadada fama y ocaso en una prisión.
Es fácil advertir que, antes de analizar la veracidad de las narraciones de las mujeres que habían trabajado y habían enriquecido a las hermanas lenonas, se las reivindica como inocentes e ingenuas, la justicia las exonera de manera expedita y los jueces de aquel tiempo, que ojalá nunca se repitan, se dejaban llevar por la opinión pública de entonces sin discriminar la victimización del amarillismo con que se trató el caso.
El caso tuvo tal impacto en la sociedad, probablemente porque los protagonistas perfilaban a todos los estratos sociales de la época, cuya característica principal era la hipocresía, a grado que la conmoción semejante a los tiempos del medioevo hubiese renacido por obra y gracia de los cuentos infantiles con que se frenaba a las jóvenes a salir a los bosques y dejarse engañar por brujas que ofrecían una manzana envenenada, el ascenso económico era el móvil y sin embargo, los riesgos de jóvenes y adolescentes prevalecen en nuestro tiempo.
Usual en el cine de Luis Estrada, es su postura crítica velada o abierta del sistema político y social, pues no desaprovecha la oportunidad para mostrar cómo ha evolucionado la sociedad hasta nuestro tiempo y también cómo se ha transformado este México contemporáneo a ratos irreflexivamente tolerante pero que este relato muestra que esa tolerancia e inclusión eran necesarias y el desvelamiento de la corrupción histórica.
Las Muertas refleja ese estado de cosificación de las mujeres antes del movimiento feminista, la exclusión y la discriminación social presentes tanto en hombres como en mujeres, un caldo de cultivo preciso para la corrupción; cada uno es un arquetipo social que converge en un grupo de mujeres, todas ellas víctimas de la misoginia, de la malacrianza del machismo, de la pobreza, del entendimiento de la religión como el telón de fondo de la ignorancia y la usura y el cochupo y en medio de todo, un personaje eje en el que se retrata lo que sería el futuro de la comunidad transgénero.
Sin duda, este proyecto que según Estrada había acariciado desde la publicación de la novela, y por su amistad con Ibargüengoitia, es un producto de un cineasta maduro, que sabe su oficio y no se permite caer en los ya consabidos intentos fallidos.








