Entrar a la casa–estudio de Yvette Malo es entrar a un templo de luz tenue: un espacio que respira wabi-sabi, donde el silencio no es vacío sino vaso. Desde la ventana, la vista se abre como un tazón de té humeante; la vibra es de retiro íntimo. “Aquí trabajo… es mi templo”, dice. Y se entiende: cada rincón está dispuesto con la lógica amorosa del feng shui: nada sobra, todo conversa. La madera, la cerámica, las piedras de río —esas que guarda como si fueran cartas del mundo— ordenan la energía para que lo sutil circule.
Ivette pinta como quien celebra una ceremonia. Antes de tocar el lienzo, se tumba en el piso, enciende los cuencos, escucha. A veces no hace nada: espera. Otras, convoca al agua. “Descubrí que el agua es mi gran aliada. Tú pones la intención; el agua, su propio designio”. En su método hay una lección taoísta: fluir sin forzar, permitir que la naturaleza participe en la obra. El agua no es un medio: es coautora.
Respirar es el primer gesto del arte. El tao nos recuerda que “el camino que puede nombrarse no es el Camino”: por eso Yvette no impone, acompasa. La respiración —qi que entra y sale— vuelve pincel la presencia. El agua obedece a la gravedad como el gesto a la conciencia: si el aire se calma, la tinta encuentra su cauce; si la mente despeja, el color revela su verdad. No hay prisa: hay pulso.

Círculo y Tres
Hay un latido que ordena su mirada: el círculo y el número tres. En la pared mental de Ivette, el ensó —ese trazo circular del zen— recuerda que lo completo es, a la vez, abierto y respirante. Y en el tao vibra la tríada: “del Uno nace el Dos, del Dos el Tres, y del Tres las diez mil cosas”. Por eso sus naturalezas muertas suelen anclarse en tríadas: tres piedras, tres cuencos, tres ramas; la asimetría de un triángulo que equilibra sin rigidez. El círculo contiene, el tres articula: cuerpo–mente–espíritu, cielo–tierra–humano, pasado–presente–futuro. También en el estudio: tres pinceles listos, tres respiraciones antes del primer gesto, tres silencios para escuchar al agua.
La niña que leyó sombras
La historia empieza lejos, a crayola y papel periódico. De niña, Yvette fue “muralista frustrada” que llenaba de trazos las paredes de casa. Su refugio —porque la salud la obligó a estar quieta— fueron los libros. Esperaba el Excélsior de su padre para ir directo a Mafalda; se educó en la ironía dulce de la niña filósofa y en el surrealismo silencioso de la Pantera Rosa. Dos faros: pensamiento y juego.
Hubo una presencia entrañable: su tía abuela, la pintora Irma Díaz, quien llegó a exponer en Nueva York junto a Frida Kahlo. Con ella aprendió que una mariposa recortada y unas crayolas pueden abrir un mundo; con su muerte, entendió la impermanencia. Esa grieta primera —como en el kintsugi— no se disimuló: se convirtió en línea dorada.
De los clásicos, Dostoyevski le enseñó la disputa entre el bien y el mal; Crimen y castigo fue una sacudida. Luego vinieron los estudios: Diseño Gráfico (demasiado perfecto para su amor por el accidente), La Esmeralda, la Asociación de Pintores y Escritores en Costa Rica, y la licenciatura en Historia del Arte. La filosofía estuvo a punto de ser carrera formal; terminó siendo respiración de fondo.
La infancia, decía Jung, es una cueva con antorchas encendidas: lo que allí brilló regresa en símbolos. En Yvette, Mafalda y la Pantera Rosa son dos respiraciones del mismo misterio: pensar y jugar. El tao diría: “haz poco, y nada quedará sin hacer”. La niña que no corría corría por dentro: leía. Y leer fue aprender a mirar la sombra sin asustarse, a nombrar el vacío sin llenarlo de ruido.

Oriente: aprender a mirar la penumbra
Su puerta a Asia fue Taiwán, por azar y por llamado. Lo demás fue destino: Japón, China, la India. El sintoísmo, el budismo, el taoísmo, el I Ching, la noción de mujo (impermanencia), el lenguaje del vacío útil —ese intersticio que en Occidente solemos rellenar—. Ivette regresó con otra manera de ver.
Jun’ichiro Tanizaki, en El elogio de la sombra, le dio palabras para eso que ya intuía: la belleza de lo opaco, lo mate, lo íntimo. No todo tiene que brillar. La penumbra calma al ojo y devuelve hondura al objeto. Allí se inscribe su nueva instalación: Elogio de las sombras, que presentará el 25 de septiembre en Galería Libertad. Naturalezas muertas, composiciones wabi-sabi, cerámica, proyecciones: un territorio donde la forma se aquieta y el espíritu reposa.
El I Ching enseña que el cambio es la única permanencia. El hexagrama del Agua ( Kan) atraviesa hondonadas sin romperse: persevera por dentro. Así fluye la mirada de Yvette cuando vuelve de Oriente: aprende a no violentar la forma, a escuchar el intermedio. Ma, llaman los japoneses al intervalo vivo entre dos cosas; ahí respira su obra: en el silencio que sostiene, en la sombra que abriga, en el borde que no hiere.
El feng shui del alma
La casa de Yvette no sólo está bien puesta: está bien “respirada”. Hay una ética de los elementos: la piedra pide permiso antes de llevársela; el agua se honra; la luz entra como visita, no como invasión. Esa conciencia espacial es feng shui entendido no como adorno, sino como gramática de la armonía. Los pasillos vacíos son cauces; las mesas despejadas, orillas; cada objeto tiene un “por qué” que se siente en la piel.
La mañana es su rito: despertar con la luz, yoga varias veces por semana, café o matcha preparado con calma —batidor en mano, respiración atenta—, gratitud. Pintar siempre descalza. Silencio antes que música. Cuando la inspiración se esconde, convoca al collage: pantoneras en azules o rojos, tijera que abre camino, ojo que encuadra. La creatividad —dice— no es un don caprichoso: es una práctica.
En su mesa sagrada vive otro gesto circular: la ceremonia del té. Yvette atesora juegos de té como quien guarda pequeñas constelaciones: tetera y tres tazones, o bien chawan, chashaku y chasen —tazón, cucharilla y batidor—, tríos que hacen de cada sorbo una composición. El vapor dibuja círculos que se desvanecen: lecciones instantáneas de impermanencia. En feng shui, lo redondo suaviza y convoca; y el tres dinamiza: inicio–nudo–desenlace, tierra–agua–cielo. Así organiza sus altares mínimos y sus bodegones: tres objetos bastan para decir el mundo.
Agua que escribe, sombra que nombra
Su pintura es sensorial y honesta. Busca provocar en quien mira una reflexión íntima más que conducir un significado único. El azul puede ser tristeza, nostalgia o júbilo: la obra se completa en la percepción del otro. Por eso su legado aspiracional no es un estilo, sino una actitud: “Que no perdamos la creatividad, que dejemos de exigir perfección a todo. La vida no es brillante ni simétrica; también es cicatriz dorada”.
Jung asoma cuando Yvette habla de la sombra: no como mal, sino como contraparte necesaria; la luz no existe sin penumbra. El yin y el yang traen la medida: “Ni demasiada luz, ni demasiada oscuridad”. Ahí, en el medio vivo, su obra respira.
Kintsugi: reparar con oro no para ocultar la herida, sino para honrar la historia. Ivette no barniza la grieta: la integra al ritmo del cuadro. Meditación y respiración hacen de cada trazo una verificación: inhalar, sentir; exhalar, dejar ir. Impermanencia no es pérdida: es danza. El cuadro cambia con la luz, como el agua con el cauce. La belleza, entonces, es un verbo: sucediendo.

Trayecto y estaciones
De sus primeras exposiciones recuerda Fábulas olvidadas en el Centro Cultural Gómez Morín —cuando el retrato le ocupaba más—; los diálogos con el público en el Museo de Arte de Querétaro; una muestra en Rosalío Solano donde el kintsugi fue filosofía encarnada: reparar lo roto con belleza, exhibir la herida como motivo de brillo. Todo ha ido decantando hacia una pintura donde el agua y el silencio son las grandes maestras.
La trayectoria de Yvette se parece a un jardín japonés: piedras antiguas, musgo de tiempo, senderos que se cruzan sin estridencia. Cada estación trae su claridad: primavera de hanamis, verano de verdes hondos, otoño de ocres que piensan, invierno de blancos que escuchan. La serie no impone cronología; propone respiraciones. Y vuelve el círculo: cada ciclo es retorno con diferencia; cada vuelta, una triada nueva que reequilibra la mirada.
Una ética de lo simple
Quien conversa con Yvette encuentra una mujer creativa y ermitaña, tímida y de hondas lealtades: a la honestidad, al arte, a su casa. La paciencia no es su fuerte —ríe—, pero la gratitud sí. Colecciona piedras de río como quien junta meditaciones; recomienda leer despacio, “degustar la vida”. Relee a Tanizaki; se zambulle en Nine Street Women para escuchar a las abstractas; admira a Fabienne Verdier —diez años de caligrafía china y una pintura de pulso zen—; vuelve a Botticelli, a Picasso, a Van Gogh y a la radical congruencia de su dolor creador.
“Lo suave vence a lo duro”, dice el Tao Te Ching. Yvette confirma: la ternura es círculo que abraza aristas. Y el tres como medida vital vuelve una y otra vez: tres palabras para crear —respirar, mirar, trazar—; tres modos de habitar —casa, cuerpo, obra—; tres fuegos que atiende —té, tinta, tiempo—. Su congruencia es geométrica: el gesto es redondo cuando el corazón es claro.
“Pausarnos”, dice. Hacer de cada acto un pequeño ritual: el té, la lectura, el trazo, la conversación. Tal vez ese sea el mensaje más urgente en tiempos de prisa: recuperar la ternura de lo lento. Honrar el agua como camino y la sombra como maestra. Dejar que el lienzo hable primero.
Quien quiera asomarse a ese mundo podrá hacerlo en Elogio de las sombras, Galería Libertad, 25 de septiembre. Y seguir su bitácora de luz serena en Instagram: @yvettemalo y @yvettemalo.art; y en su sitio yvettemalo.com, donde pronto subirá el catálogo de obra disponible.
Yvette Malo nos recuerda que el arte es un modo de ordenar la energía —como el feng shui—, de conversar con el agua —como el tao—, y de aprender a mirar lo que el resplandor encandila: la sombra. Que nada esté de más, que nada falte. Que sea la vida, con su imperfección preciosa, la que pinte.









