En Querétaro vivimos un momento político inédito. Por primera ocasión en la historia reciente, el Congreso local no está dominado por el partido en el poder estatal. La llegada de una composición distinta, con diputadas y diputados provenientes de partidos políticos diversos y que se autodefinen como progresistas, generó esperanza. Parecía abrirse una oportunidad histórica: la posibilidad real de que la pluralidad se tradujera en contrapeso, en diálogo y, sobre todo, en avances legislativos de fondo.
Sin embargo, a casi un año de instalada esta Legislatura, la expectativa ciudadana se ha transformado en frustración. Lo que observamos es un Congreso marcado por la inoperancia, por la falta de acuerdos y por una ausencia evidente de visión de futuro. Una oposición que, en lugar de convertirse en bloque articulado y sólido, se ha diluido en intereses particulares y cálculos de corto plazo.
Desde la sociedad civil feminista, miramos con especial preocupación esta parálisis legislativa. Porque las iniciativas que permanecen estancadas no son accesorias ni marginales: son temas urgentes, de vida o muerte, que impactan directamente a las mujeres, a las niñas y a las familias de Querétaro.
Uno de los ejemplos más claros de este estancamiento es la Ley Sabina, presentada hace más de un año y que continúa sin avanzar. Esta iniciativa busca poner fin a la impunidad de los deudores alimentarios, hombres que abandonan su responsabilidad de sostener económicamente a sus hijas e hijos, condenando a miles de mujeres a cargar solas con la crianza y los gastos.
La Ley Sabina no es un capricho. Representa una garantía efectiva del derecho a la alimentación de niñas, niños y adolescentes. Supone sanciones sociales y legales contra quienes incumplen sus obligaciones, y construye un marco jurídico con perspectiva de género y derechos humanos. En Querétaro, las cifras de deudores alimentarios son alarmantes: hablamos de miles de infancias que crecen en condiciones de precariedad, mientras sus padres eluden el cumplimiento de una obligación básica.
Cada día que esta iniciativa permanece en la congeladora legislativa, son más las mujeres que cargan solas con la manutención y más niñas y niños condenados a una infancia sin derechos garantizados. El Congreso tuvo la posibilidad de marcar un precedente histórico, de ponerse del lado de la justicia y la igualdad, y sin embargo eligió la omisión.
El caso de Esmeralda, la niña de Huimilpan criminalizada por un aborto espontáneo, conmovió a Querétaro y exhibió las consecuencias de una legislación restrictiva y deshumanizante. En ese contexto, se presentó en el Congreso local una iniciativa para la despenalización y legalización del aborto en el estado, acompañada de un exhorto al Ejecutivo para generar campañas de prevención del embarazo adolescente.
La propuesta no era radical ni improvisada: respondía a una necesidad urgente, documentada y respaldada por estándares internacionales de derechos humanos. Era, además, una oportunidad para que las y los legisladores se colocaran del lado correcto de la historia, garantizando que ninguna mujer ni niña volviera a ser perseguida por el Estado por un evento reproductivo fuera de su control.
Sin embargo, a casi un año de su presentación, la iniciativa permanece congelada. El Congreso ha sido incapaz de debatirla de manera abierta, de escuchar a las víctimas, de mirar a las mujeres a los ojos y reconocer que la criminalización no resuelve nada. La inacción legislativa perpetúa la injusticia y condena a las queretanas a vivir en un estado que les niega autonomía y dignidad.
Lo más preocupante es que esta parálisis no es responsabilidad exclusiva del partido en el poder. El Congreso está compuesto en su mayoría por diputadas y diputados de oposición, que en teoría tendrían la fuerza para construir acuerdos y aprobar reformas transformadoras.
Pero no ha existido la coordinación necesaria. En lugar de conformar un bloque sólido, capaz de empujar una agenda progresista, cada bancada parece moverse de manera aislada, atrapada en intereses inmediatos o en la falta de experiencia política. Y mientras tanto, las promesas de cambio se disuelven.
Aquí cabe una pregunta inevitable: ¿qué explica esta inoperancia? ¿Es desconocimiento de las facultades que tienen como legisladores? ¿Es miedo a asumir costos políticos frente a un gobierno estatal fuerte? ¿O, peor aún, es falta de compromiso real con los movimientos sociales y con las víctimas que esperan justicia?
Sea cual sea la respuesta, lo cierto es que el Congreso ha fallado. Ha desperdiciado la oportunidad de demostrar que la pluralidad política puede convertirse en motor de cambio. Ha renunciado a colocarse como un verdadero contrapeso.








