6de diciembre de 1910, Ciudad Guerrero Chihuahua, casa del hacendado.
Las noticias que llegan a Francisco I. Madero en Nueva Orleans eran agridulces. Por un lado, la revolución prendía como la pólvora. Después de que Pascual Orozco y Alberto Frías tomaran la plaza de Ciudad Guerrero, los brotes revolucionarios en Zacatecas y gran parte del norte del país se habían multiplicado. Incluso se rumoreaba que el mismísimo José Yves Limantour, desde París, intentó renunciar al gobierno de Porfirio Díaz, aunque su dimisión fue denegada. Sin embargo, toda esta vorágine había cobrado un alto precio en Madero. Las altas fiebres lo tenían al borde del colapso, haciéndole sentir que el esfuerzo de dirigir el movimiento desde el exilio no era solo un acto de valentía, sino un sacrificio personal.
Los telegramas que intercambiaba con su hermano Gustavo A. Madero traían buenas nuevas de los ejércitos levantados, pero también una urgente demanda: su pronta aparición. Los caudillos clamaban por su liderazgo y temían que, sin él, pudieran surgir líderes personalistas que traicionaran la causa de la democracia. ¡Aquello pondría en jaque el verdadero sentido de la revolución!
La cita estaba pactada para el 10 de diciembre en Ciudad Guerrero, la misma plaza que Orozco había capturado. Las tropas se preparaban para reunir armas y municiones con un objetivo claro: avanzar hacia la capital del país. Una cantina que había visto tiempos mejores, un par de décadas atrás, era el lugar del encuentro.
Ahí, Pascual Orozco y su padre esperaban a los hombres de avanzada de Pancho Villa, o Doroteo Arango, como todavía lo llamaban. Entre ellos estaba Rodolfo Fierro, apodado “El Carnicero”. Era un hombre sanguinario, lampiño, de tez morena y mal hablado. Llevaba un sombrero de ala ancha, de los que usaban los ferrocarrileros, y era famoso por su brutalidad en los combates. ¡Un epítome del infierno!
—Dime, Rodolfo, ¿a cuántos días está Doroteo de aquí? —preguntó Pascual, impaciente. Llevaba un rato esperando las botellas de ron. Se volteó hacia el cantinero y le gritó: —¡Anda, cabrón, que son para hoy! — El cantinero, sorprendido de tener al jefe de la plaza como cliente, se apresuró a traer las botellas. —Ya estoy en eso, mi general —dijo.
Pascual se encendió otro cigarro con la brasa del que estaba por acabarse. Rodolfo, viéndolo fijamente, continuó: —Mire, mi general, Villa fue a visitar a unas amistades al Coyote, una antigua hacienda… De paso, aprovechó un salto de unos pinches gringos para comprarles unos rifles Winchester, de los 1894, parque y provisiones. Ya sabe, las “viejas” andan con todo el ejército y, pues, hay cosas que tenemos que cargar. —¿Qué chingados con esas botellas, diablo de cabrón? —rugió Pascual. —Mi general, ya las tengo —respondió el cantinero. —¡Déjalas aquí y vete a la chingada! ¡Y ándale, trae algo de comer, cabrón! —Pascual amagó con sacar su pistola.
—¿Cuánto tarda en llegar Villa, cabrón? No te pregunté de su vida. Además, ¿cuántos hombres le suman a mi ejército? —Usted tendrá unos cuatrocientos, ¿qué no? Pues súmele unos doscientos más que traerá mi general Villa. Si arreamos a unos campesinos más, le damos más fuerza a la comitiva de pelones que nos manden —dijo Fierro con tono feroz—. Pancho Villa, desde que comenzó todo este desmadre, se ha valido de su propia fortuna para hacerse de armas y municiones. Anda tras unos cañones que le prometieron los gringos, pero si quedó el diez, ¡pues el diez aquí estará!
En general, el plan era que Francisco I. Madero entrara por el estado de Chihuahua. Para ello, los ejércitos revolucionarios tenían que controlar las plazas estratégicas, garantizando una ruta segura para que el líder del movimiento, ahora fugitivo en el sur de Estados Unidos, se hiciera con el poder estado por estado.
12 de diciembre de 1910. Alrededores de San Andrés, Chihuahua.
Pancho Villa había rodeado el pequeño pueblo de San Andrés. En el interior, el ejército federal del teniente coronel Juan Nepomuceno Navarro, unos trescientos soldados, se mantenía en formación. Era el mismo Navarro que Pascual Orozco había derrotado en la hacienda de Pedernales; aún tenía el brazo herido y la sed de venganza le hervía en las venas.
Uno de los capitanes de Villa se acercó a todo galope. Venía a dar parte del reconocimiento nocturno, y el general notó que traía una herida en la pierna, aunque no se había escuchado detonación alguna.
—¡Mi general! Unos trescientos hombres están apostados en la plaza principal. Llevan así varias horas. Presumo que querrán avanzar a las orillas para proteger los flancos. Las calles están libres y todo se concentra frente al templo —informó, mientras luchaba por domar a su brioso caballo. —¿Cuántos mandos viste? —preguntó Villa. —Unos tres a lo mucho, lo demás es tropa. No hay vigías en las azotehuelas. —Y esa herida, ¿quién te la hizo? —Nos descubrieron cuando veníamos bajando de un torreón alto de una casona abandonada. Fuimos tres y nos atacaron seis. ¡Mataron a Juan y a Nicanor! Yo me salvé, pero en la corredera me dieron en la pierna. —Llévenlo con el médico —ordenó el general, mientras trataba de aclarar la situación.
Cástulo Herrera, uno de sus leales y hombre de confianza de Abraham González, quien financiaba gran parte del armamento de Villa, lo animó: —¡Es el momento de actuar, mi general! La sorpresa será nuestra. Si logramos entrar por las calles, somos más y no habrá misericordia. ¡Ahora o nunca, mi general!
Villa encendió un cigarro. Recordó la orden de Pascual Orozco, de quien estaba a su mando: «¡No tengas piedad con los federales! Toma San Andrés y avisa de inmediato si fue posible.»
Al amanecer, con todo el ejército de Villa posicionado en la entrada de cada calle, el general ordenó a Cástulo que se acercara a la plaza, no sin antes quitarse las espuelas. —¡Anda, cabrón! Acércate y observa si siguen en formación o están en descanso. Cástulo se adentró en la calle principal, seguido por tres de sus hombres.
Casa por casa, buscaba una señal, pero no había una sola luz. De repente, de un portón salió un hombre armado. Los cuatro se le echaron encima. Uno de los revolucionarios le mordió la mano al federal para que soltara la pistola, y el federal, con un solo golpe, le partió la cabeza. Todo volvió al silencio, entre todos lo sometieron.
Dos calles más adelante, lograron ver la plaza principal, repleta de federales. Había unos trescientos, apostados en el templo, la casa de gobierno y el cuartel. Los únicos focos de luz provenían de algunas fogatas donde preparaban la leña.
Sabiendo que Villa lo observaba desde la distancia, Cástulo tomó un leño. Intentó encenderlo para hacer una señal, pero no funcionó. —¡Chingada madre, debí haber traído uno más seco! —se maldijo. Finalmente, con un fósforo que apenas chisporroteó, logró encender la madera. Le dio vueltas hasta que la brasa se encendió por completo. ¡Esa era la señal para que todo el ejército de Villa avanzara!
Bajo la orden de no hacer ruido, los hombres de la caballería de Villa entraron galopando por las calles. Pero los federales de Navarro, listos para la emboscada, detonaron la pólvora que habían colocado en las esquinas. Decenas de jinetes fueron destrozados al instante. Los cuerpos de los hombres de Cástulo y sus caballos se confundieron en una escena de vísceras. El intercambio de disparos comenzó, y los destellos de luz de los fusiles iluminaron la plaza.
Al ver la trampa, Villa ordenó a sus hombres que ingresaran por las casas, sabiendo que la mayoría se intercomunicaban cuarto a cuarto. Así, podrían llegar frente a la plaza por los portones y flanquear las barricadas federales. Los federales se llevaron la sorpresa de sus vidas cuando los «Centauros» ingresaron por todas partes, atacando cuerpo a cuerpo. Mientras algunos villistas tomaban los pequeños cañones con sus lazos, otros asaltaban las barricadas. ¡El verdadero infierno ha comenzado!
La lucha se volvió encarnizada. A diferencia de las formaciones disciplinadas de los federales, los villistas se lanzan en una estampida caótica, rompiendo los cercos con machetazos y disparos. La turba contra la elegante formación. Las maniobras militares de campo se volvieron inútiles en el reducido espacio, y los hombres de Cástulo, que crecieron en esas calles, se movían con la ventaja de conocer cada escondrijo.
¡Villa ha tomado San Andrés!
Solo un puñado de hombres de Navarro, y el propio teniente coronel, lograron escapar. La arremetida de los revolucionarios fue feroz, y Abraham González ordenó: «¡Ir por ellos!»
Un escuadrón de hombres de Rodolfo Fierro salió a perseguir a Navarro. Se sabía de la letalidad de «El Carnicero». Una veintena de hombres custodiaban al teniente coronel, que se alejaba hacia el camino a Montes a todo galope.
Fierro se acercó a la monta de uno de los escoltas. Saltó al caballo y le encajó su puñal en la garganta, abriéndosela de oreja a oreja. Cayó y Fierro se hizo con el mando de la bestia, acelerando la carrera hacia Navarro.
Con la pólvora y el ajetreo de los jinetes, una gran nube nubla la visión. Fierro logró tumbar al segundo escolta y se lanzó al encuentro de Navarro. El teniente federal, asombrado por las maniobras de «El Carnicero», esperó a que se le acercara. Cuando lo tuvo a tiro, sacó su Colt y le disparó a quemarropa.
¡El Carnicero cayó con el rostro ensangrentado!
7 de diciembre de 1910, New Orleans, ubicación no definida de Francisco Madero.
Las cartas que se envían mutuamente Sara Pérez Romero y Madero están siendo buscadas por el gobierno de Porfirio Díaz. Su objetivo es encontrar un error en la correspondencia, algo que les permita descubrir el paradero exacto del fugitivo. Sara, su esposa, se encuentra en San Juan del Río, Querétaro, pero el lugar exacto de Madero es desconocido. El sistema postal estadounidense, tan sigiloso, no les ha dado la oportunidad de ser descubiertos. De repente, una carta llega a manos de Madero:
“… querido esposo, dime ¿Cómo va tu salud? Me siento abrumada por tu lejanía, espero te encuentres bien. Necesito saber si regresarás, ¿en cuánto tiempo? Y dime, amor, ¿por dónde llegarías?…”
Al leerla, Madero se da cuenta de que no es Sara quien la escribe ¡Lo han encontrado! De inmediato, él y su equipo deben cambiar de lugar. Todos los que lo acompañan en el exilio deciden volver a utilizar códigos para comunicarse mejor, especialmente con Gustavo A. Madero y los revolucionarios maderistas. Hasta ahora, habían sido muy cautelosos al usar apartados postales en diferentes condados. Deciden trasladarse a un nuevo pueblo cerca de Nueva Orleans.
La noche cae de pronto. El cambio de horarios los tiene confundidos. Ahora, Gustavo debe encontrar la manera de dar a conocer a los ejércitos maderistas la nueva ubicación para el envío de telegramas. La situación ha llegado a tal punto que solo aceptarán misivas entregadas de propia mano, aunque esto signifique que tardarán horas en recibir las noticias. Madero se retira a sus aposentos y comienza sus ejercicios diarios. Recién se ha repuesto de una severa infección intestinal y, a causa de ella, había dejado de lograr sus contactos con espíritus. Es momento de retomar la práctica. En la última sesión, había logrado un contacto cercano con un espíritu que parece guiarlo de mejor manera.
Comienza sus respiraciones de una forma que domina, y se deja llevar por su meditación. En un campo lejano de pastos verdes, con el amanecer, un río levanta una brisa que se convierte en neblina. Desde aquel paisaje se acerca una persona de edad madura, con un elegante traje de tonos marrones y un calzado lustroso. Su rostro muestra la fuerza de su condición indígena. Ya ha conversado con él en otras ocasiones; Madero no lo distingue, pero sabe que lo importante es escuchar su mensaje.
“¡Francisco, regresa a México! Ingresa ya, no debes dejar solos a tus ejércitos… Francisco, regresa… Francisco…”
Continuará…







