Luego de la terrible noticia de su muerte, me dirigí a su cuenta de Facebook porque hacía mucho que no sabía de él realmente. En sus últimas publicaciones, el poeta, editor, animador cultural, gourmand, pero sobre todo gran y querido amigo de un sinnúmero de artistas y escritores, Antonio Calera-Grobet, pasa revista con la cámara de su teléfono al oleaje del Caribe, camina a la orilla del mar y persigue su sombra en la arena.
Las imágenes parecen tomadas por un niño que, fascinado, acaba de descubrir el océano. Vi más atrás y lo encuentro recorriendo zonas arqueológicas, imaginando o reconstruyendo admirables ritos perdidos en el tiempo. Ay, Antonio Calera, me quedé como a la mitad de una conversación que siempre creí tendríamos oportunidad de continuar, pronto tal vez.
Lo conocí hacia 2004, cuando recién comenzaba mi trayecto como editor de la sección cultural de Milenio. Por esa época compartimos muchas y prolongadas sesiones de intercambio de ideas, propuestas y planes para ese espacio cultural, al lado muchas veces de otros buenos amigos como Alejandro Ortiz (quien nos había presentado), el poeta Luis Felipe Fabre y el artista Demián Flores. Todos ellos colaboradores de la sección cultural de Milenio en aquellos años, que fueron muy intensos.
Ya todo mundo ha destacado su generosidad, pero no está de más insistir en ella como uno de sus más grandes atributos; su talento, por otro lado, la hacía brillar aún más, empezando porque no era la clase de personaje que se guarda sus ideas y propuestas para que no le sean plagiadas (si bien es cierto que en el ambiente cultural hay muchos que viven de la genialidad de otros). No. Él tiraba una idea por aquí y otra por allá, en espera de que como semillas encontraran una buena tierra en la cual crecer. No le importa tampoco quién las recogiera.
Un día, emocionado, me buscó para la inauguración de La Bota, su proyecto gastronómico-cultural que empezó en un local muy pequeñito de la calle de Regina. Fue una sesión con unos cuantos amigos pero muy cálida, en la que me habló de todo el tiempo que había invertido para convencer a las autoridades del Centro Histórico de que era posible convertir esa calle en un corredor cultural.
Los años siguientes fueron de gran esfuerzo. Vino la mudanza a un espacio más grande en la misma zona y la resistencia al narcomenudeo y delincuencia que no querían (no quieren) que ese rumbo de la ciudad cambie. Como se sabe, la Hostería La Bota está ubicada ahora en la calle de San Jerónimo e Isabel la Católica, frente a la Universidad del Claustro de Sor Juana, en pleno centro de nuestra castigada capital.
Vinieron también otros proyectos, festivales de poesía en el mismo Centro Histórico y La Chula, aquel Foro Móvil transportado en una Combi de los años 70 donde llevaba lecturas y poesía por todas partes. También Toño nos regaló a los lectores un proyecto lleno siempre de hallazgos y sorpresas: Mantarraya Ediciones.
Huelga decir que una de las grandes aficiones de Toño era la cocina, y no sólo desde el punto de vista formal, sino también como objeto de estudio, entretenimiento, placer, reflexión filosófica y más allá. Algunas de sus obras, Gula: de lengua y sesos, Sobras escogidas o Cerdo, son exquisitas disertaciones sobre, como dijera Álvaro Cunqueiro, lo que hemos comido.
Y puesto que todos estos asuntos son también de mi interés, sentí que establecimos un diálogo, desde luego muy rico, cuando en 2012 me invitó a responder un cuestionario que venía publicando en Letras Libres (El discreto encanto ….) Ahí él preguntaba cosas realmente profundas para quien sepa algo del arte culinario.
“¿Por qué le gusta o le disgusta comer con las manos?”, decía una de ellas. Yo respondía: Me encanta cuando es necesario y me incomoda cuando no lo es. Por lo demás, ya Heinrich Böll nos lo recordó: “sólo los reyes y los mendigos comen con las manos”.
Y luego, igualmente sutil, quería saber “¿Cuál es para usted la clara diferencia entre alimentarse y saber comer?” La misma –dije yo– que hay entre ser rico y elegante (“Rico se puede nacer; elegante, no”: Balzac).
También, para finalizar, pedía “Complete: “Cuando no puedo comer, siento que…” Y completé: Es cierto lo que dijo Alfonso Reyes (como propuesta de lema para un club gastronómico): “Una comida perdida jamás se recupera”.
Y con el querido Antonio Calera-Grobet me perdí muchas comidas que jamás recuperaremos, aunque siempre pensaré en su amistad y en su poesía, esa con la que él quiso escribir otro mundo antes del fin de este.
@ArielGonzlez
FB: Ariel González Jiménez
