Con los libros hay que tener suerte. Si se es joven, esta consiste en que lleguen a uno los mejores textos, por supuesto los clásicos, aunque más que nada –y eso es lo más difícil– los buenos autores contemporáneos, porque las “novedades” pueden ser como un laberinto donde muchas veces nos perdemos para encontrar sólo lo peor. Pero si se es viejo, se necesita mucha más suerte: primero, para recordar aquellos grandes libros, y luego, si los teníamos en nuestra biblioteca (o eso creíamos), para poder hallarlos.
De joven tuve suerte y me encontré con un libro divertido y reflexivo a un tiempo de un tal John Cage: Del lunes en un año, editado por Era. Para mí, justificadamente, como para muchos otros, cualquier libro de este sello editorial era sinónimo de calidad, así que tampoco crean, improbables lectores, que fue un hallazgo milagroso de mi parte, pero sí debo decir, sobre todo varias décadas después, que John Cage en México no fue precisamente un best seller (como tampoco lo fue en Estados Unidos, aunque allá debió tener mucha más suerte).
Esta gran editorial, por cierto, está cumpliendo 65 años y, para celebrarlo, ha organizado la muestra Alas de papel: El Colegio Nacional y Ediciones Era, que se inauguró hace unas semanas en el mismo Colegio Nacional. Esta exposición es sumamente recomendable porque en ella pueden apreciarse 56 portadas de lo mejor de su colección, algunas diseñadas por Vicente Rojo. Fin del merecedísimo comercial.
Bueno, pues el sábado en el suplemento cultural de El País, leí una muy buena reseña de Bea Espejo del libro Diario: cómo mejorar el mundo, de John Cage, con traducción, notas y prólogo de Gerardo Jorge, recién editado por Caja Negra. El texto de Espejo despertó tanto mi antojo que ya hice preparativos para disponer de esta obra, pero antes –me dije– debo encontrar aquella otra edición de Era (con la traducción de Isabel Fraire), porque, si bien entiendo, en parte se trata de los mismos textos. Aquellos presentados ahora por Caja Negra abarcan de 1965 a 1982, lo que la hace una edición más completa, mientras que los que incorporó Era a la suya son de los años 60 (y la publicación original en inglés, A Year from Monday, es de 1969).
Revolví varios libreros, me llené de polvo y me saludó una pequeña araña, pero no tuve suerte, no encontré nunca mi ejemplar de Era. Sin embargo, recordé que en estos tiempos es imposible que los libros se pierdan, así que en algún acervo electrónico lo encontré y pude releer muchas cosas de Cage que siguen siendo fascinantes, aparte de su música y provocativos experimentos.
Porque debo decirles ahora, a quienes no saben nada de John Cage, que este personaje es en primer lugar un músico extraordinario que saltó a la fama cuando en 1952 creó «4›33››», una obra musical absolutamente vanguardista basada en eso que desde entonces los músicos de todo el mundo valoran cada día más: el silencio. Son, como su título indica, cuatro minutos con 33 segundos de puro y genial silencio que algunos, hasta hoy, juzgan una broma, pero alguien del gremio musical tenía que hacerla, y ese fue Cage.
Discípulo de grandes artistas como Henry Cowell y Arnold Schoenberg, que exploraron desde la vanguardia las múltiples posibilidades de los sonidos, Cage también quiso ser escritor y, por supuesto, como puede verse en sus libros, lo consiguió en más de un sentido, de forma siempre innovadora, reuniendo la palabra con las formas musicales e incursionando en diversos campos como la filosofía, la pintura y el grabado, el teatro o la danza (ni más ni menos que con Merce Cunningham, su pareja para más señas).
Su leyenda ha ido en aumento luego de su muerte (1992) y es reconocido ya como uno de los compositores más influyentes del siglo XX y lo que va de este, si nos atenemos a que su vanguardismo, entre el silencio y los ruidos de la casa, mantiene toda su frescura experimental.
Tan profético como Isaac Asimov, pero mucho más juguetón, John Cage escribió:
“¿Somos un público adecuado para un arte de computadora? La respuesta es que sí. Lo que necesitamos es una computadora que no nos ahorre trabajo sino que lo aumente, que juegue con las palabras (ésta es idea de McLuhan) tan bien como Joyce, revelándonos puentes (ésta es idea de Brown) en donde creíamos que no los había, que no nos encienda como un interruptor de la luz (idea mía) sino que nos convierta en artistas”.
Tan simple como tener de aliada a la inteligencia artificial que mortifica a tantos. Cage no le tenía miedo al futuro: lo creaba. Y por eso leerlo es como estar frente a un artista de nuestro tiempo, muy del siglo XXI pero con el bagaje de todos los revolucionarios del XX; un artista capaz de pensar profundamente en el silencio con la música de todos los jardines.
@ArielGonzlez
FB: Ariel González Jiménez
