En el corazón de toda ciudad moderna —más allá del concreto, del tráfico o del desarrollo vertical que conquista el cielo— late una necesidad humana esencial: el derecho a habitar, vivir y convivir en un entorno digno, accesible, seguro y humano. A esto, con justeza, se le denomina derecho a la ciudad. Sin embargo, en el México de hoy, este derecho sigue siendo letra muerta frente al abandono sistemático que padecen los espacios públicos municipales, esos lugares de encuentro y respiro como parques, jardines, áreas verdes, mercados tradicionales y hasta panteones comunitarios. Son espacios fundamentales para la vida urbana, pero ninguneados por una clase política que prefiere los megaproyectos de relumbrón, las obras que se ven desde el coche, y no aquellas que se viven desde el barrio.
El artículo 115 de la Constitución Política establece con toda claridad que los municipios están facultados y obligados a prestar los servicios públicos que demanda su población. Dentro de esta competencia están incluidos el mantenimiento y mejoramiento de los parques, jardines, panteones, mercados, centros de abasto, calles, alumbrado, y espacios deportivos y recreativos. No se trata de una atribución discrecional, sino de un mandato constitucional, cuya omisión es, en estricto sentido, una falta de legalidad y legitimidad de los gobiernos locales.
Sin embargo, lo que observamos en muchos municipios es una desviación del gasto público municipal hacia rubros que poco tienen que ver con la función constitucional del municipio. Los ayuntamientos prefieren invertir millones en eventos masivos, aplicaciones digitales, propaganda, promoción de concursos de videojuegos, iniciativas de ley para crear nuevos tipos penales, sin pies ni cabeza, mientras que las vialidades se encuentran sin mantenimiento, los parques se caen a pedazos, los panteones no tienen ni agua, y los mercados agonizan sin mantenimiento ni inversión.
La administración pública municipal ha olvidado que su razón de ser es estar cerca de la gente, en los barrios, en las colonias, en las comunidades. Esa cercanía territorial implica una obligación de cuidado cotidiano, no solo presencia mediática cada tres años.
El derecho a la ciudad, consagrado por la Carta Mundial por el Derecho a la Ciudad de 2005 y promovido por múltiples organismos internacionales, no se limita a la vivienda o a la movilidad. Es un derecho colectivo que permite a todas las personas habitar, usar, ocupar, producir, gobernar y disfrutar espacios urbanos justos, inclusivos y sostenibles. En otras palabras, no basta con vivir en la ciudad; se debe tener derecho a vivirla dignamente.
Este derecho incluye el acceso a espacios públicos seguros, funcionales, equitativos y bien mantenidos. Parques infantiles con juegos en buen estado, jardines con sombra, bancas, fuentes de agua potable, andadores accesibles, áreas para personas con discapacidad, espacios deportivos gratuitos, mercados limpios y funcionales, y panteones con servicios básicos. Estas son las verdaderas infraestructuras del bienestar, y no los centros comerciales con estacionamiento subterráneo.
El urbanista Henri Lefebvre, pionero del concepto del derecho a la ciudad, sostenía que la ciudad debía construirse y reconstruirse no solo por los ingenieros y políticos, sino por sus habitantes, quienes deben tener voz activa sobre su entorno. Más recientemente, pensadores como Jane Jacobs y Jan Gehl han hecho una crítica mordaz al urbanismo deshumanizado y han abogado por ciudades centradas en las personas, en la escala del peatón, en los barrios vivos, en el espacio público como corazón del tejido social.
Jane Jacobs advertía que la vida urbana auténtica solo ocurre donde hay ojos en la calle, donde los vecinos se apropian del espacio público, donde la diversidad social y la espontaneidad pueden florecer. En ese sentido, el abandono de los parques y plazas no solo es un problema estético o presupuestal: es una forma de exclusión social.
Cuando no se cuida el espacio público, lo que se fomenta es la privatización de la vida urbana, el repliegue al automóvil, el encierro tras bardas electrificadas, la gentrificación y la desaparición del sentido de comunidad. Sin espacios comunes, no hay convivencia ni identidad local. La ciudad se convierte en una máquina funcionalista que expulsa a quienes no consumen.
El arquitecto y urbanista danés Jan Gehl ha demostrado que los pequeños cambios en el diseño urbano y la recuperación del espacio público pueden transformar completamente la calidad de vida de una ciudad. Calles peatonales, banquetas amplias, vegetación, mobiliario urbano y accesibilidad universal no son lujos, sino necesidades básicas. Gehl plantea que, si diseñamos nuestras ciudades para los autos, obtendremos tráfico; si las diseñamos para las personas, obtendremos vida.
Muchos municipios simplemente han dejado de invertir en la infraestructura municipal básica. Un caso paradigmático del olvido institucional son los mercados públicos y los panteones municipales que hace décadas que no se construyen en Querétaro. En teoría, forman parte del catálogo de servicios públicos a cargo de los ayuntamientos.
Desde una perspectiva jurídico-constitucional y con una visión de derechos humanos, los gobiernos municipales deben asumir con seriedad su rol como garantes del espacio público y la infraestructura comunitaria básica. Esto implica reasignar presupuestos hacia el mantenimiento y mejora de parques, mercados y panteones, por encima del gasto en imagen pública o eventos no prioritarios; establecer consejos ciudadanos de gestión del espacio público, con participación de vecinos, especialistas y funcionarios que adopten criterios de diseño universal y accesibilidad.
Se debe evitar la privatización del espacio público, regulando estrictamente las concesiones y garantizando el acceso libre a las tan escazas zonas de recreación, que han sido sustituidas por las plazas comerciales privadas. Recuperar la infraestructura municipal, para cumplir con los estándares internacionales de ONU-Hábitat y adoptar políticas locales alineadas al derecho a la ciudad.
En suma, el abandono de los espacios públicos municipales no es solo un problema administrativo, sino un reflejo profundo de una visión empobrecida del gobierno local y del urbanismo mexicano. Recuperar nuestros parques, mercados y panteones no es solo una tarea de obra pública, sino una causa ética, democrática y civilizatoria.
Una ciudad sin espacio público digno es una ciudad que expulsa, que segrega, que empobrece. En cambio, una ciudad que cuida su espacio público es una ciudad que se cuida a sí misma. Es hora de exigir que los municipios dejen de gastar millones en adornar las ciudades y empiecen a invertir en hacerlas habitables.
Como afirmaba Jane Jacobs: “Las ciudades tienen la capacidad de proveer algo para todos, solo porque, y solo cuando, son creadas por todos”. Y esa creación compartida comienza, inevitablemente, en el espacio público más próximo: el parque del barrio, el mercado de siempre, el jardín olvidado. Ahí empieza el verdadero rostro de la ciudad.








