Hay hombres que no solo edifican espacios, sino conciencias. Que no se conforman con leer la historia, sino que la restauran, la protegen, la escriben y la hacen habitable. Uno de ellos es el doctor Jaime Font Fransi, arquitecto con mención honorífica por la UNAM, maestro en Restauración de Sitios y Monumentos, académico de generaciones, pensador riguroso, cronista encantador, caminante de ciudades y alma viva del patrimonio queretano y mexicano. Con más de cuatro décadas de trayectoria, hablar con él es como asomarse a la intimidad de un monasterio: cada palabra suya tiene el peso de una piedra bien colocada, la luz que atraviesa un vitral, el silencio reverente de una catedral que ha resistido los siglos. Pero también, el humor chispeante de alguien que ha sabido vivir con alegría, ironía y sabiduría la arquitectura como una forma de estar en el mundo.
Jaime nació en Lérida, Cataluña, y creció entre iglesias góticas, catedrales románicas y plazas llenas de misterio. Jugar entre muros centenarios, correr por los claustros y dejar volar la imaginación entre los arcos y las sombras forjó en él una sensibilidad peculiar. Cuando su familia emigró a México en 1969, su brújula interna ya señalaba un destino claro: el arte de preservar lo sagrado. “El espíritu del lugar, el alma de los espacios, fue lo que me llevó a estudiar arquitectura”, confiesa. Aunque alguna vez dudó entre letras y planos, entre la filosofía y la construcción, la vida terminó dándole ambas: ha sido constructor de saberes, restaurador de huellas, contador de anécdotas y cronista de la belleza.
Su formación es tan rigurosa como vasta: egresado de La Salle, maestro por la Universidad de Guanajuato y doctor por la UNAM, Font se formó con gigantes: Vladimir Kaspe, Antonio Attolini, Carlos Chanfón Olmos. “Yo era el alumno que preguntaba de más, que retaba a los maestros, que buscaba ir un paso más allá”, recuerda con una sonrisa. Pronto se volvió maestro también, y no cualquier maestro: durante 38 años dio cátedra en la Escuela de Arquitectura del Tec de Monterrey, campus Querétaro, donde también fue director. Su cátedra no era solo técnica, sino poética. Enseñaba a ver las ciudades como libros abiertos, a caminar entre edificios como quien recorre una sinfonía, a entender que restaurar es un acto de amor, casi litúrgico. Sus clases eran un viaje entre la historia, la teoría, el dibujo y la conciencia patrimonial. En su voz, los estudiantes aprendían a mirar de verdad.
Pero su legado no se queda en las aulas. En 1997 fundó la Dirección de Sitios y Monumentos del Gobierno del Estado de Querétaro, donde permaneció por 24 años liderando una de las gestiones más trascendentes en la conservación del patrimonio en México. Bajo su dirección, Querétaro no solo consolidó su nombramiento como Patrimonio Mundial de la UNESCO, sino que llevó a las misiones franciscanas de la Sierra Gorda a recibir el mismo honor. También coordinó el expediente para el reconocimiento de la etnia otomí-chichimeca como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, un logro que, como él dice, “todavía eriza la piel”.
Cada restauración que ha dirigido —el templo de Santa Clara, el exconvento de Santa Rosa de Viterbo, entre muchos otros— es también una restauración interior. “Restaurar no es construir. Es escuchar. Es devolverle el alma a lo que fue y dejar que nos hable desde su tiempo”. A lo largo de su vida ha sabido conciliar lo antiguo y lo contemporáneo, lo monumental y lo íntimo, el rigor técnico con la espiritualidad. Habla con igual entusiasmo del barroco queretano que de Renzo Piano o Richard Rogers, y defiende con firmeza el diálogo respetuoso entre lo nuevo y lo ancestral.
Jaime no solo construye y enseña: también escribe. Más de cien publicaciones, libros, ensayos, artículos. Desde su clásico Arquitectura franciscana en Santiago de Querétaro hasta el reciente El valor universal de las ciudades mexicanas Patrimonio Mundial, editado con el apoyo de la UNESCO. Pero quizá uno de sus espacios más entrañables es su propio muro de Facebook, donde combina pedagogía, ironía, memoria y sabiduría cotidiana con un estilo que le ha valido una legión de seguidores. “Escribo porque no puedo no escribir. Porque si no lo escribo, se me olvida. Y si lo escribo, lo vuelvo a vivir”, dice. Sus publicaciones son una mezcla de agudeza, historia, imágenes poéticas, reflexiones espontáneas y carcajadas súbitas. En tiempos de algoritmos y olvidos, él ha convertido su red social en un archivo vivo del alma urbana.
Conversar con él es aprender sobre la importancia de argumentar, de escuchar a los otros, de trabajar en equipo, de dejar legado. “Formar cuadros, no figurar. Lo que importa es que las instituciones trasciendan”, afirma. En sus palabras hay siempre una mezcla de humildad y lucidez. “Yo nunca he buscado nada. Las cosas llegan, y digo que sí. A veces demasiadas veces”, bromea. Pero en esa disposición hay una ética: la de seguir aprendiendo, la de compartir, la de no cerrarse nunca a la vida. Porque Jaime es, ante todo, un humanista. Un hombre que ve en cada piedra un testimonio, en cada cúpula un susurro de eternidad, y en cada estudiante un potencial transformador.
Querétaro ha sido su hogar y su misión. “Llegué por un proyecto, por una conferencia. Y me quedé para siempre. Esta ciudad me eligió”. Y gracias a su mirada, sus manos y su voz, Querétaro conserva más que edificios: conserva identidad, raíces, sentido. En tiempos de presentismo y olvido, de inmediatez y sedación digital, Jaime nos recuerda la importancia de detenernos, mirar, leer los muros, escuchar la historia que susurra desde cada cantera.
“La vida no es la que vivimos, sino como la recordamos para contarla”, cita a Gabriel García Márquez al cerrar nuestra conversación. Y su vida, sin duda, se ha contado con muros restaurados, libros escritos, generaciones formadas y patrimonio salvado del olvido. Un hombre que no solo ha habitado el tiempo: lo ha dignificado. Y en ese acto, ha construido algo más que arquitectura: ha edificado memoria. Ha edificado país. Ha edificado humanidad.
