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494 Aniversario de la fundación de Querétaro

La Apuesta de Ecala

por Luis Núñez Salinas
25 julio, 2025
en Editoriales
22 de febrero de 1867, Querétaro, Qro.
82
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El negociador más importante de las peregrinaciones de la zona chichimeca hacia la gran Tenochtitlán era, sin duda, Conín, un pochteca que intercambiaba maguey por pieles y se encargaba de surtir parte de la indumentaria de los guerreros águila y los señores jaguar. Estas prendas las adquiría en la ciudad de Tepexic, famosa por el colorido y la manufactura de sus uniformes de piel.

Conín llevaba años realizando una peregrinación durante el mes de Miquiztli, llevando consigo a varias personas al cerro de la Tonantzin para agradecer los favores. Una falda tejida con serpientes entrelazadas le caía sobre las piernas, lo cual simbolizaba vida, muerte y renacer. Las serpientes, para Conín, son seres sagrados relacionados con el ciclo de la vida, el agua, la fertilidad y los dioses creadores. Durante el festival de Tlaxochimaco —de las flores—, en medio de la cosecha del mes de Tlaxochimaco, se llevaban ofrendas de flores, alimentos y maíz como símbolo de gratitud y fecundidad.

Las ceremonias incluían danzas, cantos y procesiones hacia montañas o cerros sagrados como el Tepeyac, considerados puertas entre la tierra y el cielo; sin embargo, en esta ocasión su paso por la gran Tenochtitlán fue especial.

Al llegar, encontró los puentes derribados, humo saliendo de numerosas casas, entradas custodiadas por señores de rostro barbado y animales extraños que jamás había visto. Con cautela comprendió que eran tiempos difíciles para la ciudad y debía moverse con sigilo, especialmente al ver que las lagunas —la salada y la de agua dulce— estaban teñidas de sangre.

La bruma matinal que solía alzarse como un velo sagrado desde las aguas de Texcoco y Xochimilco ahora arrastraba el hedor acre de sangre, humo y cuerpos inertes. Los canales, otrora caminos líquidos por donde deslizaban las canoas silenciosas de los pochtecas, se veían ocres por los restos de casas quemadas, armas rotas y los últimos juncos que aún no habían sido pisoteados por las pezuñas de los bridones de los conquistadores.

Donde antes cruzaban las canoas repletas de flores, ahora solo flotaban tablones y sombras. Conín vadeó sobre restos de puentes, saltando sobre troncos carbonizados. Era un paisaje donde el agua ya no reflejaba al sol, sino al fuego.

Ya fuera de la ciudad, Conín y los caminantes llegaron a los antiguos barrios agrícolas de Nonoalco y Tlacateco, donde los mexicas cultivaban las chinampas más finas. Ese suelo ahora estaba rajado, húmedo como una herida mal cerrada. Las flores habían sido arrancadas por el paso de los caballos, y el aire olía a juncia podrida. A medida que avanzaban, la tierra se elevaba suavemente. La antigua calzada hacia Tepeyac, estrecha y flanqueada por magueyes y espinos, seguía allí, aunque desgarrada. Era el sendero por donde caminaban en tiempos de paz los pueblos del altiplano para llevar ofrendas a la Tonantzin, la Madre Antigua. Muchos aún seguían ese camino con la esperanza de que ella, diosa de faldas de serpientes y pechos de maíz, los protegiera.

Rodeó la ciudad y, desde cualquier punto, se percibían estragos y numerosos muertos. Finalmente llegó al cerro de Tépetl yácatl co —cerro Naríz— e hizo la ofrenda a la gran señora, vestida con faldas de muertos y rostros sufrientes.

Aquel camino, que una vez fue peregrinación de fiesta, era ahora camino de duelo. Los que lo recorrían no llevaban flores ni copal, sino memoria y polvo. Cada paso, cada piedra, cada sombra del cerro parecía decir: aquí hubo algo sagrado. Y aunque la ciudad había caído, los hombres, al llegar al Tepeyac, aún susurraban: “Tonantzin, madre nuestra, no nos olvides”. Le imploraban mientras dejaban ofrendas de flores.

Al acercarse para realizar sus ritos, un joven barbado se le acercó y, en un idioma desconocido, le pidió que se identificara. Conín se arrodilló, mostró las manos en señal de rendición y señaló el camino que había recorrido. Entonces, el joven descendió de un gran animal provisto de músculos bien definidos y se acercó. Al ver el colgante de oro que Conín llevaba —una figura de la Tonantzin con ojos de esmeralda, una suerte de gran pechera— se lo arrebató de golpe.

—¿De dónde lo sacaste?… ¡Contesta! —exigió, sin recibir respuesta; ese fue su primer encuentro.

Pasaron varios días. El joven lo acompañó, compartieron alimentos y palabras, y poco a poco trataron de comunicarse. La comitiva de Conín regresó a las tierras chichimecas —una tribu nómada pero poderosa, que extendía su influencia hasta los purépechas—. Conín intentaba aprender el nuevo idioma, ya que había escuchado algo similar cuando convivió con un príncipe maya.

Meses después, ambos se entendían con fluidez. El joven barbado hablaba de un salvador, un misionero cuyo propósito era acercar los corazones de todos los hombres; un profeta que había existido hacía miles de años, en una tierra lejana: España.

—¿España? —trató de repetir Conín, aunque algunas palabras le costaban. —¿Qué hay más allá de este cerro Naríz? —Tierras ricas y llenas de llanuras verdes. Allí se siembra maíz en grandes cantidades, entre tribus chichimecas nómadas, con una estructura sólida y expertos en el juego de pelota. —¿Qué es el juego de pelota?

Las horas y días pasaban rápidamente. Ambos fueron aprendiendo sobre sus culturas. Llegó el momento de despedirse: Conín tenía asuntos pendientes y el joven había sido asignado para el cuidado del Templo Mayor —o lo que quedaba de él. —Amigo Conín, agradezco tu gentileza al enseñarme tu lengua; será de gran ayuda en estas tierras. —Amigo camatltlitic —“boca negra”— te tengo un regalo cuando llegues a mis dominios. Te encantarán los aromas verdes del valle, del color de las caracolas del mar —violáceo—, y el maíz será de los más grandes que verás.

Se estrecharon la mano, reconociéndose como alumno y maestro. Tras la caída de Tenochtitlán, comenzaron los trabajos para someter esos territorios inmensos: lagunas, valles y ríos. Era una tarea de dimensiones colosales. Para unos, la administración y la rendición de cuentas —Cortés dedicaba todo su tiempo a ello—; para otros, apaciguar a los soldados conquistadores, quienes inesperadamente codiciaban el oro y las mujeres.

Se asignaron campañas: al sur, Francisco de Orozco y Tovar con 200 hombres para conquistar Huāxyacac —territorio mixteco—; al oeste, Juan Rodríguez de Villafuerte con 140 hombres para fundar Colimán, rumbo al mar. Desde La Española, Alonso Álvarez de Pineda fue enviado a explorar un gran río, llamado Pasopano. Luis Marín y Diego de Godoy, con 75 hombres, avanzaron hacia Centla para pacificar a los chamolines.

Hernán Pérez quedó a cargo de las tierras chichimecas, donde se entrenaban los toltecas, en un lugar que ya había sido escenario de rituales hace muchos soles. Le advirtieron a Hernán Pérez que su principal adversario sería un poderoso pochteca sanguinario llamado Conín, temido por su mal genio y su ímpetu de no dejar enemigos vivos. Así, el capitán partió con 320 hombres hacia las tierras norteñas, en la frontera del antiguo imperio azteca, tierras de calor extremo de día y frío de noche.

Al descender los cerros cercanos al valle del río —más allá de Tepexic—, un mensajero con armadura jaguar les mostró un mapa pintado en piel de venado, indicando la ubicación del campamento de Conín. Tras unos días de marcha, Hernán Pérez llegó al asentamiento nómada de Conín: una estructura de troncos y pieles que formaban una tienda ceremonial, custodiada por más de cuatrocientos soldados con arcos y lanzas de obsidiana, afiladas como navajas.

Los soldados recibieron a Hernán Pérez en un español casi perfecto:—Pase usted solo.
—¡Yo paso con mi capitán! —respondió él, alegando que venía en son de paz.

Observó que las tiendas se disponían en tres niveles decrecientes, y guerreros protegían cada rincón. Finalmente, se encontró frente a Conín. El poderoso líder se arrodilló, levantó las manos en señal de amistad y se quitó su pectoral de oro con ojos de esmeralda. Hernán Pérez se dio cuenta entonces de que estaba frente a su antiguo compañero del cerro Nariz.

—¡Hermano Conín! No te había reconocido, y me alegra verte de nuevo. Eres mi maestro de estas tierras.—Hermano Hernán “Boca Negra”, mi espíritu me decía que te volvería a encontrar, en el espejo de mis cielos violetas y aromas verdes.

El ejército de Pérez aguardó nervioso, los caballos inquietos, los guerreros imperturbables como estatuas —con vapor saliendo de sus bocas por el frío—. Cuando el capitán salió, montó la cabalgadura. Acamparon a poco más de un día de donde estaban: un gesto que denotaba que el presagio de un enfrentamiento era inminente, aunque no se sentía hostilidad alguna.

Durante la noche, en la fogata, el segundo capitán fue claro: —¿Por qué le dicen “Boca Negra”, ¿capitán? —Supongo que por el tabaco —respondió Pérez encogiéndose de hombros.

Los soldados preguntaron si habría batalla. Él negó con firmeza: —No habrá enfrentamiento.
—¿Cómo? —preguntó sorprendido—. ¡Podemos con ellos! Tenemos caballos y el mejor ejército. —Demasiado entusiasta eres. Nos masacrarían. Son tribus nómadas que dominan la región fronteriza, no solo administran, sino que controlan las tierras. —¿Y la rendición? —Tienen un cerro mágico, donde chamanes y hechiceras sacrifican en nombre de sus dioses nómadas. Debo informar un enfrentamiento a mi señor de la gran ciudad.

Hernán “Boca Negra” pensó en cómo persuadirlo: necesitaba un relato plausible para que el escriba lo plasmara y convenciera a Cortés y sus hombres de la ordenanza.

—¿Así será, capitán? —preguntó el escriba, ya listo con tinta y pergamino. —Esto mostrará que no nos quedaba otra —pensó Pérez—. Si fingimos una batalla ritual, será más creíble- Entretanto, el capitán Alvarado está convencido de que una matanza era inminente:
—¡Se dejarán vivos a todos! —ordenó a sus soldados.

“…Del alba emergió un horizonte encendido, donde la llanura del Sangremal —hoy imbuida bajo la cruz y el convento— se tiñó con el sacrificio de nombres antiguos. Allí, en el corazón del valle queretano, se reunieron Conín (Fernando de Tapia) y sus aliados cristianizados, por un lado, frente a los capitanes Don Lobo y Don Coyote, al mando de guerreros chichimecas. Se pactó un enfrentamiento singular: cuerpo a cuerpo, sin armas, sólo puño y brazada, para dirimir soberanía sin derramamiento excesivo de sangre.

Durante cerca de doce horas, el combate fue encarnizado. Las flechas chichimecas danzaban sobre el polvo, mientras los españoles alzaban sus fusiles al horizonte, disparando al aire como símbolos vacíos de una guerra igualitaria. Las voces y clarines retumbaban, el aire vibraba con golpes y gritos, los cuerpos se quebraban en cada encuentro de piel contra piel.

Hacia la tarde, como si el cielo decidiera testimonio, la luz se apagó. Un eclipse denso y profundo se cernió sobre el campo. En ese instante de oscuridad, tanto guerreros como conquistadores divisaron algo imposible: una cruz luminosa, blanca y roja, suspendida en el aire; y junto a ella, alto en el firmamento, el Apóstol Santiago, en su corcel blanco, espada en mano, estandarte en alto.

El viento se detuvo. El combate cesó. Los corazones indómitos de los chichimecas titubearon. “Él es Dios”, clamaban al refundirse en silencio. Sometidos por la señal divina, aceptaron la rendición, rendidos por el terror sagrado que rompía su voluntad. En ese mismo sitio el cacique Conín alzó una cruz en honor al milagro. Así nació día y lugar la ciudad de Santiago de Querétaro, con su patrón en el cielo y su pueblo rendido bajo el manto de la fe cristiana…”

El escriba pasó la narración al capitán “Boca Negra”, quien la leyó detenidamente, la mostró a varios de sus capitanes, quienes al leerla dieron crédito a la ordenanza. La literaria está condenada:
—¡Así se hará! —

A la mañana del 25 de julio de 1531, los batallones españoles se encontraban en las faldas del cerro de las sibilas y las hechiceras; los chichimecas —bravos guerreros hijos de la naturaleza— se encontraban en la punta del grandioso cerro. ¡La orden fue clara y concisa! Harán un intento de que choquen los ejércitos, pero no habrá heridos, solamente realizarán, como marcan las ordenanzas del Rey en la Conquista:

“…El rey de España, desde el trono lejano, dictó un mandato claro y solemne a los conquistadores que ahora dominaban las tierras de Tenochtitlán: conservar el orden y extender la fe cristiana con mano firme, pero también con justicia, para fundar un nuevo reino bajo la corona y la cruz; debe respetarse la estructura de pueblos y señores, sometiéndolos al rey, repartiendo tierras y encomiendas, y erigiendo templos donde el sol azteca diera paso al sol católico, sellando así un pacto eterno entre la espada, la palabra y la tierra conquistada…”

Carlos V, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.

Etiquetas: aniversarioConínfundacionqueretaro

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