Hay un tipo de soledad que sólo conocen los porteros. Es una mezcla de responsabilidad y miedo, de orgullo y desamparo. Y dentro de esa soledad, hay una aún más feroz: la del debutante que se equivoca. Ambas soledades son la que abrazaron al porterito de 17 años de Pumas en los últimos encuentros. Soledades que lo dejaron temblando bajo los tres palos, no por el frío del estadio, sino por la inmensidad del reto para el que, evidentemente, no estaba listo.
Ha cometido errores graves, sí. No uno ni dos. Errores que no se explican sólo por los nervios del debut, sino por una preparación técnica que simplemente no está a la altura. Salidas a destiempo, nulo juego de pies, balones sueltos que debieron ser abrazos firmes, reflejos que no llegan, una mirada cada vez más opaca y después levantando las manos en señal de disculpa, como si supiera que no hay red de protección ni narrativa heroica o romántica que lo salve. Es simple, el chico no está listo. Y ponerlo semana tras semana no lo fortalece, lo expone. Lo exhibe. Lo quiebra.
El fútbol, como la literatura, tiene sus tramas crueles. En el libro La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa, encuentro un paralelismo sobre cómo, en ambos mundos, el internado militar del libro y la cancha de futbol profesional; existen reglas duras, jerarquías implacables y una presión asfixiante por demostrar hombría, carácter, dureza. Y tal como en la narrativa de Vargas Llosa, cuando no hay un verdadero acompañamiento ni formación, los chicos se convierten en carne de cañón, se quiebran. Una analogía fuerte pero real: los jóvenes que entran a la cancha sin preparación, como los cadetes al colegio militar de la novela, muchas veces no están formándose… están siendo usados. Y el arquero adolescente ha sido enviado al frente sin escudo. Y cada partido, cada error, lo deja más solo, más vulnerable, más lejos del futuro que algún día imaginó.
Porque en el fútbol, un mal debut puede marcar para siempre. Y si siguen insistiendo en que el chico tiene que aprender a base de golpes, puede que ese aprendizaje nunca llegue y seguramente sólo quede la etiqueta: el portero que no pudo. Una anécdota cómica.
Pumas históricamente ha sido cuna de grandes talentos. Pero ni el amor por la cantera ni el romanticismo por las jóvenes promesas justifica poner en riesgo la carrera de un adolescente por una urgencia del calendario y una mala planeación. Esto no es una película de Disney. En estos momentos, esto dista de tener un final feliz. Esto es la primera división, donde la falta de preparación cuesta partidos… y carreras.
Ahora en C.U. se asoma la figura de Keylor Navas. Campeón de Europa, veterano de guerra y de goles, sobreviviente de las batallas más bravas del fútbol mundial. Un tico que ha domado delanteros en el templo blanco y ha ganado partidos con sus manos. Ante eso, no hay debate: A su edad y como se encuentre, Keylor debe ser titular, incluso si aterriza cinco minutos antes del partido y se pone los guantes en la pista de aterrizaje. Su experiencia no se mide en entrenamientos, sino en cicatrices y copas.
Decía Gabriel García Márquez en El coronel no tiene quien le escriba: “Lo peor de la mala situación es que uno no sabe en qué momento empieza.” Para el joven arquero, la mala situación empezó desde el primer balón que se le fue entre las piernas y no se ha recuperado. Y cada minuto que se le expone sin estar listo, es como entregarlo a los lobos. Y los lobos huelen el miedo.
Formar a un portero es un arte. Y los artistas no se forjan con prisas, se pulen poco a poco. Al chico hay que devolverlo al lugar donde se aprende: al entrenamiento. Que vea a Keylor. Que lo estudie. Que lo escuche. Que lo imite. Porque hay errores que son parte del camino, sí… pero hay otros que simplemente destruyen caminos antes de que comiencen. Repito, si Pumas no corrige, puede perder más que partidos: puede perder a un jugador que aún tiene camino por delante. Pero si lo cuida, si lo forma, si lo deja crecer a la sombra de un gigante como Keylor, entonces tal vez algún día ese chico vuelva a pararse bajo los tres palos sin miedo, sin dudas, sin temblar…Y con las manos listas no para pedir disculpas, sino para escribir su propia historia.







