Margara de Haene es artista visual, fotógrafa y viajera incansable de la luz. Con casi cincuenta exposiciones individuales y decenas de proyectos multidisciplinarios en México, Chile, Estados Unidos y Francia, su obra es un puente entre lo visible y lo invisible. Ha explorado tanto la fotografía análoga como los procesos históricos y digitales, siempre en búsqueda de una poesía visual que revele la esencia del mundo. Formada en comunicación y análisis del discurso, su trabajo es una travesía constante entre la imagen, la palabra y el pensamiento crítico.
Hay artistas que no solo capturan imágenes, sino que revelan mundos. Margara de Haene es una de ellas. Desde su infancia, el asombro fue su primer lenguaje. Creció en un hogar donde el mundo era visto con ojos nuevos cada día. Sus padres, jóvenes, curiosos, casi niños, se maravillaban con lo cotidiano: el sol poniente, el brote de una flor, el cauce de un río. De su madre, tabasqueña, heredó la conexión con la naturaleza; de su padre, con raíces belgas, la pasión por la fotografía. En su pequeño departamento, bajo la luz roja del baño convertido en laboratorio, Margara observaba, niña aún, cómo las imágenes emergían como fantasmas del agua, mientras su padre, en su rol de mago, hacía nacer la luz atrapada en papel.
Esa fue su primera iniciación. Y quizás no hubo vuelta atrás. “Desde los siete años ya estaba marcada por ese asombro.” Luego vendría otro hito: a los diecisiete, su padre le regaló una cámara Pentax, un objeto sagrado que la acompañaría desde entonces como una extensión de su mirada. “Desde que entré a estudiar comunicación, nunca dejé de hacer fotografías. Siempre cargaba con una cámara.”
El destino la llevó a París en su veintena, y allí, en esa ciudad donde la luz misma parece filosofar, su alma encontró otro hogar. Era el París del pensamiento vibrante: Roland Barthes, Foucault, Derrida; era el tiempo en que el feminismo emergía en las calles, en manifestaciones teñidas de morado. “Viví ahí una década, fue el regalo más grande que me dieron mis padres.” Estudió, trabajó en Radio France Internationale, colaboró con la UNESCO en la restauración de cine antiguo, se coló como oyente a las clases de los grandes pensadores. “París respira fotografía. Todo el mundo aprecia la imagen.” Fue un tiempo fundacional: “París me abrió el alma, y aunque no escriba memorias, las llevo tatuadas.”
Pero la fotografía en Margara no es solo imagen: es lenguaje. Estudió lingüística, análisis del discurso, y desde allí comprendió el poder de las metáforas, la resonancia del lenguaje poético. “Mi gran intención es construir una poesía visual. Siempre he leído poesía. Desde Octavio Paz hasta Alejandra Pizarnik, desde Saint-John Perse hasta Pedro Salinas. La literatura y la filosofía alimentan mi mirada.” Así, palabra e imagen en ella no son opuestos, sino orillas de un mismo río.
La luz no es para Margara un fenómeno físico: es una revelación. “No son los objetos los que me atraen, sino los imaginarios que producen cuando la luz los toca.” Su obra más reciente, Riografía, es una travesía por la historia de su mirada: una recopilación de imágenes tomadas a lo largo de su vida, donde el agua —en su fluir, en su espejo, en su descomposición— se vuelve protagonista. “No me interesa el río en sí, sino cómo la luz danza en él, cómo lo transforma. La esencia de la fotografía es escribir con luz.”

Fotos: Margara de Haene
Fotógrafa viajera de naturaleza y paisaje, Margara ha buscado siempre capturar no la superficie de las cosas, sino su espíritu. “Cuando veo un árbol, no veo un árbol; trato de encontrar su esencia, su alma. Lo mismo con el mar o el bosque.” No le resulta fácil fotografiar personas; su sensibilidad extrema la lleva más bien hacia la soledad de la naturaleza, donde puede dialogar sin palabras con lo que vive más allá de lo visible.
Aunque ha explorado la fotografía digital, su alma pertenece al ritual análogo. “La magia de un rollo limitado, el poder del revelado manual, los olores del laboratorio… Me falta lo matérico en lo digital.” En su búsqueda de reencontrar esa conexión física con la imagen, se sumergió en procesos históricos como la cianotipia, el Van Dyck, la goma bicromatada, donde las manos vuelven a tener un papel esencial. “Es mi forma de traducir con las manos lo que ven mis ojos.”
Su proceso creativo es un acto meditativo. Camina, observa, espera. “Es un estado de contemplación poética.” Y cuando el momento llega, lo siente en todo el cuerpo: “Es una emoción tan intensa que a veces olvido disparar.” Para Margara, capturar el instante es detener el flujo de la vida, como si, por un segundo, se suspendiera el tiempo.
Durante la pandemia, participó en la residencia Frontera de Visa Candiani, realizada de forma virtual. Aunque el aislamiento pesaba, encontró en esa distancia una intensidad distinta. “Trabajé con un poeta y una fotógrafa chilena. Fue muy retador, pero también muy enriquecedor.” De esa experiencia surgió su proyecto Umbral, un fotolibro que recoge su primer contacto con la naturaleza tras el encierro. “Era marzo, una sequía terrible, y ese paisaje desolado reflejaba mi aislamiento, mi confusión. El proyecto se llama Umbral, un tiempo dentro de un tiempo, porque fue como tocar la puerta de lo eterno.”
Entre sus imágenes, hay una que Margara considera su autorretrato emocional. Fue tomada en el Amazonas, en el río Urubú, el mismo río que Sebastião Salgado inmortalizó. “No le llegaré nunca a Salgado, pero ver que miramos el mismo río, sentir esa hermandad, me conmueve profundamente. Esa foto está en mi cuarto. Soy yo.”
En Riografía, Margara construye una cartografía poética de los ríos, no como cuerpos de agua, sino como flujos de memoria y emoción. El primer río que la inspiró fue el Grijalva, que navegaba su madre y donde reposan ahora sus cenizas. “Para mí, el Grijalva es el río.” Más que un archivo de ríos, Riografía es la historia de su mirada.
Fotografiar el agua implica capturar lo inasible: el flujo, el reflejo, el misterio. “La fotografía detiene el flujo de la vida. Nadie ve el agua quieta; solo la imagen lo permite.” Sus obras, realizadas con distintas técnicas fotoquímicas, buscan representar no solo lo que se ve, sino lo que fluye bajo la superficie: “La cianotipia nos da un azul profundo, la Van Dyck un tono ferroso para las marañas del alma, y la goma bicromatada un azul etéreo para las caídas.”
El agua, para Margara, es también un símbolo del inconsciente, un anhelo de lo eterno. “Venimos del agua, somos agua. Regreso a ella una y otra vez, como en un ritual.” Sueña con agua, fotografía agua, vive el agua como un espejo de su propia sensibilidad.

Querétaro, la ciudad donde ha vivido casi cuarenta años, también deja su marca en su obra, aunque con un dejo de melancolía. “Me duele el deterioro de los ríos, la tala de árboles. Lo que era río ahora es recuerdo.” La experiencia urbana contrasta con su amor por la naturaleza, y su obra se convierte en un reclamo poético por una convivencia más consciente. “Fotografiar la naturaleza me convierte en su defensora.”
Trabajar con el agua no es sencillo. “Años de observación y humildad frente al sujeto.” Comprender la luz precisa, la hora exacta, el lente adecuado. Cada imagen es el resultado de un largo aprendizaje y de una escucha atenta al ritmo del agua.
Así, entre ríos, luces, metáforas y sueños, Margara de Haene sigue su travesía: buscando lo esencial, dialogando con lo invisible, tocando con su cámara lo que las palabras apenas rozan.
En un mundo que corre, Margara de Haene camina. Con la paciencia de quien ha aprendido a escuchar no con los oídos, sino con la mirada. La suya no es una fotografía que roba instantes; es una fotografía que los honra, que los susurra, que los convierte en umbrales hacia lo esencial.
Su obra es un recordatorio de que aún existen lugares donde el tiempo se pliega y se vuelve contemplación. Que la luz no solo ilumina, sino que también escribe, dibuja, canta. Que en el fluir de un río, en la caída de una gota, en el temblor de una hoja bajo el viento, reside un secreto antiguo que solo quien sabe detenerse puede oír.
Habitar el mundo —nos dice Margara con cada imagen— no es poseerlo, sino acariciarlo con la mirada, dejar que nos atraviese, como el agua, como la luz. Solo así, quizá, podamos recordar que fuimos, que somos, que seremos siempre viajeros de lo invisible.









