Hay tropelías tan abominables y estúpidas que producen, a la par, indignación e hilaridad. Nadie hubiera imaginado que la “revolución de las conciencias” y el “humanismo mexicano” lograran hacer del Senado (“la tribuna más alta de la patria”) una flamante tintorería capaz de dejar rechinando de limpia una investidura y declarar la pureza de una de nuestras deidades.
Se confirmó el viejo refrán de que “no hay mal que por bien no venga”. Un incidente menor en un aeropuerto disparó el poder y la ira del Estado, y nos recordó la celebérrima consigna del marqués de Croix, de que los ciudadanos estamos para “callar y obedecer y no para discurrir ni opinar en los altos asuntos del gobierno”.
Es lícito y frecuente que un ciudadano recrimine airadamente a un funcionario su incongruencia e hipocresía, su deshonestidad y desfachatez, pero este caso exhibió la ruindad del imputado, quien acudió a la FGR para que rápidamente “integrara” una carpeta de investigación criminal (que mantiene en secreto) con la cual se amenazó al atrevido reclamante con encarcelarlo, amedrentándolo a tal grado que éste aceptó ser llevado a la tribuna del Senado para que, desde ahí, pidiera perdón al ofendido, quien, a milímetros de distancia y desparramando soberbia, fingió infinita bonhomía, sencillez y grandeza al perdonarlo.
Pero esa humillación no se limitó a exigirle al infeliz la referida disculpa si no que se le obligó a leer, cabizbajo, un asqueroso panfleto a través del cual le rendía el mayor respeto imaginable a la “investidura” y, destacadamente, a la preclara calidad humana del susodicho. Que sea éste un antropoide no importa; que el reclamo fuera o no válido o excesivo es cuestión secundaria porque en este país las investiduras cubren satisfactoriamente las miserias morales de quienes son viles impostores.
Millones de mexicanos tienen motivos para vivir con miedo. Quienes con diversas palabras han afirmado que muchas de esas investiduras son hilachos pestilentes incapaces de ocultar las indecencias de sus usuarios están en capilla.
Algunos estarán resignados a su suerte por si son conducidos a Palacio Nacional y en una “mañanera del pueblo” se les exige expiar sus horrendos delitos, obligándolos a leer de hinojos un inmundo libelo para merecer el perdón divino.
Hay otros que, como Héctor de Mauleón, resisten virilmente.
Yo, pecador empedernido, no tengo ningún propósito de enmienda y seguiré mi derrotero en lo que de vida me quede; y les recuerdo a los ciudadanos que siendo inevitable fallecer algún día, es de cobardes desfallecer ante el cataclismo que padece México; y sostengo, a despecho de la canalla, que el proceder más depravado de un gobernante es invocar la soberanía nacional y llamar al patriotismo para mantener y acrecentar el poder de una cuadrilla rufianesca.