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Guadalupe Segovia

El Jicote

por Edmundo González Llaca
20 mayo, 2025
en Editoriales
La muerte en tiempo de compensación
60
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Con la intención de familiarizarme y no darle mucha importancia, escribo sobre el tema, primero en forma que, supongo, es profunda. Me desespero rápidamente, algo que va en mi genoma me sacude, acabo burlándome y tratándome de reír. Todo es inútil, no me acostumbro a la idea, reconozco que me da miedo. Termino mi instantánea reflexión, como observo hace la mayoría, después de todo no me estoy muriendo. Le doy la espalda a la cuestión y encojo los hombros. El misterio es tan profundo, tan insondable, tan insoluble. ¿Qué me va a pasar después, como decíamos antes, cuelgue los tenis?

Después de todo no soy tan importante, una gota de agua en el océano, una hoja en medio de un bosque, un grano de arena en un desierto, una gota de sangre en una masacre. Mis cartas credenciales no son muy espectaculares como para descubrir los enigmas de ultra tumba.

Debo aceptar, al morir me derretiré como una bola de nieve bajo el sol infernal; me borraré como la huella de un náufrago en la playa después de que pasa la ola; me perderé como una nube que imprudente baja al nivel del suelo, tal vez en Jalpan, en Landa de Matamoros, como se desvanecen las nubes cuando agoniza el invierno.

Lo cierto es que no es tan fácil borrar la realidad cuando sólo hay una cosa de la que podemos estar seguros: nos vamos a morir. Sin embargo, se murió mi entrañable amiga Guadalupe Segovia, su muerte me hundió en la depresión y en la tristeza, pero al saber cómo había sido su despedida, me llenó de esperanza, optimismo y hasta diría, paradójicamente, de alegre resignación.

Decían los pensadores antiguos: “Filosofar es aprender a morir”. Efectivamente, cuando se baja el telón final de la existencia, algunos afortunados, privilegio de los congruentes, tienen la oportunidad de pensar y actuar como han vivido. Días antes de morirse mi fraternal amiga Guadalupe Segovia sufrió un accidente, pero la muerte ni siquiera puede presumir que la humilló. Guadalupe no aceptó hacer sus necesidades fisiológicas en un recipiente urinario ni aceptó usar pañales. Se paró de la cama y en el trayecto al baño se cayó y se rompió las costillas. Su hijo Juan me platicó sus momentos finales.

En medio del dolor y lo irremediable, la ciencia quiso alargar, no la vida sino la sobrevivencia, las posibilidades eran seis meses, ocho semanas. Guadalupe interrumpió las propuestas, dijo: “Tres minutos son suficientes”. Sin inmutarse observó la aguja, al final dobló el brazo. Mientras el líquido letal se deslizaba suave e inclemente, vio a los presentes y sonrió serena. Nunca el sufrimiento le arrancó su gusto y orgullo por ser ella misma.

Acompañada de sus hijos, reunidos a su alrededor, pidió que cantaran juntos. Se quedaron consternados ¿Cantar? ¿Habían escuchado bien? Cuando Guadalupe empezó a entonar una canción, ya no hubo dudas y cantaron con ella. Guadalupe cerró los ojos, intentó tararear una última canción, guardó silencio y, finalmente, suspiró. Guadalupe murió como vivió: con valor, con intensidad, en familia y alegre.

Todo lo que nos pasa es fugaz y pasajero, pero si hay un momento claramente de tránsito es la agonía, con la agonía de Guadalupe me convencí de una cosa, el paso de la vida a la muerte, no es un tránsito hacia la noche oscura sino a una nueva aurora.

El mensaje final de Guadalupe es: no nos espantemos, veamos con la frente en alto la llegada de la calaca. No tengamos miedo, el secreto que vamos a develar será más real y más feliz. Sin susto, después de haber aprovechado la oportunidad de la vida para servir y amar; entre familia, podremos volar y entrar a una nueva existencia riendo y cantando. Gracias por tu ejemplo Guadalupe.

Etiquetas: guadalupesegovia

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