Miguel era el más solvente de todos nosotros, lo cual no resultaba extraño o difícil: todos éramos unos simples clasemedieros incrustados a costa de los esfuerzos familiares en una costosa universidad confesional en la escuela preparatoria. Bachillerato, le llamaban. Como el bachiller Carrasco, del Quijote. Preparatorianos.
Pero él no; él llegaba en un bellísimo automóvil deportivo cuyas relucientes láminas brillaban en el estacionamiento de la rectoría. Su padre en poco tiempo más, gobernaría esta ciudad y después un estado norteño. Un portento.
“Problemas económicos y sociales de México”, se llamaba el seminario permanente al cual acudíamos todos con la secreta esperanza de comprender el avance del país o los motivos de su crónico estancamiento; escuchar sugerencias para la solución de esas cuestiones tan acuciantes cuya presencia perdurable bloqueaba el futuro de la patria como si un niño travieso hubiera puesto una piedra en la boca del hormiguero.
Esa piedra era la pobreza, el campesinado improductivo, la ignorancia, la falta de industria, la nula inventiva, la mala administración de los recursos, el saberse arrastrado como cabús por la locomotora de las naciones industriales, militares, constructoras de la historia. Espectadores desde el balcón del subdesarrollo.
La Segunda Guerra Mundial había acabado diez años antes. Su rastro estaba en las pantallas del cine y en las horripilantes narraciones del holocausto judío. La Revolución Mexicana era una lejana colección de imágenes visibles con la música mariguana de “La cucaracha” (gran antecedente del narcocorrido) y los sombreros del “Indio” Fernández. Alguien invocaba la gloria de Zapata, convertido en cartel decorativo (muy pronto lo acompañaría Che Guevara) y la explosión del castrismo sonaba como algo festivo, divertido y digno de ser imitado. La crisis del Caribe había terminado y John Kennedy tenía un memorial. Aquí gobernaba Gustavo Díaz Ordaz.
Pero a Miguel las cosas le parecían más sencillas: todos los problema de México se resolverían de golpe y porrazo si los Estados Unidos de América extendieran su mano munífica y firme y gobernaran este país de incapaces.
–La solución es anexarnos a Estados Unidos, decía una y otra vez como remate de sus intervenciones en el seminario sobre la vida mexicana. No era Salado Álvarez, era una rana pidiendo rey. Como tantas otras.
–¿Y tu papá piensa así?
–No, claro que no. El practica el Nacionalismo Revolucionario. Pero tiene negocios en Estados Unidos.
Ya han pasado muchos años. Más de medio siglo. A Miguel nunca lo volví a ver. Bueno, nunca en México. Una tarde me topé con él en Nueva York.
–Vivo aquí desde hace treinta años. Tengo negocios en el sector financiero, como Madoff, me dijo con una sonrisa pícara. Mi esposa es de Boston. Tenemos dos hijos. Su muñeca izquierda marcaba la hora de su fortuna y su tarjeta de visita exhibía su nueva nacionalidad: Michael… etc.
Hablamos brevemente y no supe más. Él había logrado algo más allá del sueño americano: logró su sueño de ser americano.
–¿No vas a México?
–No; ¿a qué? Eso se está cayendo a pedazos. Bastante tengo con ver aquí a los poblanos, michoacanos y oaxaqueños por todas partes. Aquí las cosas son mejores en todos los sentidos. Con todo y todo este país funciona. Puedes caminar por las calles y el miedo mayor es algún idiota en bicicleta. Pero allá te matan por cualquier cosa. Estuve hace tiempo en la ciudad de México, es un horror. No hay una sola calle bien pavimentada, todo está sucio; nada funciona bien. Se me ocurrió subir al Metro: ¡qué espanto!, es un tianguis con ruedas. Y huele horrible. Todo huele a mierda en ese país: la política, las calles, todo.
Michael o Miguel, se fue despacioso mirando los aparadores de las tiendas. Yo regresé al departamento de unos amigos en el Bronx.
Por desgracia o por destino paradójico, no lo sé, cada vez más son los mexicanos como Miguel. Pocos países deifican a su vencedor. Es como si todo el país tuviera un secreto e irremediable Síndrome de Estocolmo. Hasta las radicales de la Cuarta Transformación muestran sus diplomas de Berkeley. Y ni siquiera conocieron a Marcuse.
La avalancha populista de la Cuarta Transformación, con sus billonarias sumas de sobornos electorales disfrazados de ayuda social, ha empobrecido la de por sí ineficiente administración pública con el mal aplicado criterio de la austeridad. Todo se ha degradado. Nadie puede tomar en serio –por ejemplo– las Universidades Benito Juárez o el gran concurso nacional de la canción patriótico-constructiva para silenciar a los narco músicos mientras aumentan las sospechas por los narco gobernadores protegidos por el Centro, con visa o sin ella.
Las políticas del Bienestar son en el mejor de los casos la política de la supervivencia mínima; no del progreso. Todo es falso, todo suena a cántaro partido por la paulatina destrucción institucional de organismos cuya existencia intentaba (y en ocasiones lo lograba), ordenar la vida pública a través del fomento y respeto a la competencia; la posibilidad de transparentar las cosas públicas, de velar por la Constitución, respetar los Derechos Humanos, la idea de administrar bien las telecomunicaciones, la energía, los procesos electorales.
Íbamos por un camino realmente civilizatorio, empujados en algunos capítulos por las exigencias del tratado trilateral de América del Norte y de pronto se apareció el más grande pensamiento caciquil de la historia y todo se vino abajo.
Nada de eso funcionaba al cien por ciento, es cierto, pero había al menos un. rumbo ascendente, menos aldeano, más cosmopolita. Hoy todo es una villa corrupta, infectada por el nepotismo, la complicidad, la ineptitud. Y no hablo de la violencia, de los cientos de miles de muertos, de los alcaldes y aspirantes; de las matanzas, de los ranchos con fosas, las universidades del sicariato en Jalisco, porque eso ya es un lugar común y por tanto inevitable. Como el desastre de la medicina pública.
Todo esto empuja a muchos a pensar en la salvación desde el norte. Por desgracia, quizá.
Se perdieron los contrapesos y renació el pensamiento político de Miguel: la solución está en los Estados Unidos a ver si ellos ponen orden en este destorlongado país. Así se pensaba durante el viaje a Miramar. Por eso muchos festejan y festinan el manazo contra Marina de Pilar y su esposo.
Por eso vemos impotentes cómo los capos de la droga arreglan sus asuntos en cortes americanas con todo y su familia frente al pasmo del gobierno nacional cuya mejor salida es confesar su ignorancia y requerir explicaciones lejanas las golondrinas de Capistrano. Nosotros nos quedamos con los muertos y la cuerda de la piñata.
Ellos controlan desde el paso de una vaca agusanada, un jitomate, un aguacate o un Cuerno de Chivo y los emigrantes de Centroamérica.
Ahora muchos ojos voltean al norte porque a falta una estructura nacional que le dé a la patria algo más allá de los versos del cinco de mayo o las horripilantes estrofas del Himno Nacional bajo cuyos ripios nos quiere proteger del gobierno americano nuestra presidenta (con A), ese gobierno es el único contrapunto del desastre. Por eso es todo poderoso, todos controlador, todo supervisor.
Diría Chumacero: “…miro nacer la tempestad”.
¿Ok, Míster Trump?
Por eso ante la ineptitud nacional, algunos miran al norte. No saben cuántos de nuestros males provienen de allá.