Francisco Morales
A pocos meses de cumplir 90 años, el poeta Sergio Mondragón recuerda a la perfección, con absoluto detalle, la primera vez que tuvo el impulso genuino de poner sus palabras en un papel.
“Lo tengo fresco, como si hubiera ocurrido ayer. Es una escena como si la estuviera viendo”, comienza.
De pronto, la sala de su casa se convierte en el viejo Bosque de Chapultepec, el que frecuentaba a los 15 años, y que ya no se parece al de ahora.
“Recuerdo claramente que, sentado en una banca, se filtraban los rayos del sol y se movían. Yo estaba leyendo y se movía en mi libro el reverbero de las hojas con el reflejo del sol”, relata.
Una imagen que, a la distancia, ya prefiguraba al escritor que haría de la contemplación de la naturaleza una de las herramientas básicas de su oficio, como lo declara en su poema reciente “Método de trabajo”.
“Mi método de trabajo / consiste en mirar con fijeza / el movimiento continuo de lo aparentemente inmóvil; / en ver a las cosas llenarse de luz inesperadamente, / en ver a los reinos ocultos animarse”, escribió en su libro más reciente Surgidos de la tierra (2023).
También, a un hombre que habría de cultivar, con esmero y templanza, las enseñanzas del budismo zen, como lo muestra el altar que preside su sala.
“Esta escena, así de sencilla, siento que me dio el primer empujón, porque sentí una clara unión de mi persona con aquello que estaba ocurriendo, así de sencillo, así de simple: el sol filtrándose y reflejándose en mi libro”, continúa.
“Creo yo que allí sentí la primera invitación a que yo registrara aquello”.
Desde ese momento, Mondragón (Cuernavaca, 1935) comenzó a fraguar la poética que ahora puebla sus ocho libros del género, desde Yo soy el otro (1964) hasta el más reciente, publicado por Ediciones Eón, y con títulos importantes para la historia de la poesía mexicana como El aprendiz de brujo (1969) y Hojarasca (2010).
Con 90 años de vida y 70 de ellos dedicado a la poesía, el autor será homenajeado el próximo 23 de marzo, a las 12:00 horas, en la Sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes.
Un honor que toma con cautela, hasta un tanto avergonzado, porque no le gusta estar en los reflectores, quizás influenciado por la doctrina budista que reclama al individuo despojarse del ego.
“Por ahora mi tarea es entender cosas que todavía no entiendo de mí mismo y de la naturaleza, de mi prójimo”, declara.
Modestia que, incluso a los 34 años, en la juventud que suele ser arrogante, lo llevó a declarar los versos que abren uno de sus libros más importantes: “En realidad, señoras y señores, yo no soy otra cosa / que un / aprendiz de brujo”.
“Maestro, ten misericordia de los aprendices de brujo / que abren tus redomas / ten misericordia del aprendiz de brujo / que escribe este poema”, concluía.
Para hablar de la poesía, Mondragón antepone siempre la de otros, la de sus maestros, como San Juan de la Cruz, Ramón López Velarde, José Juan Tablada y Octavio Paz.
“La poesía y sus autores, sus poetas, han sido para mí la guía en mi vida”, celebra.
Adepto declarado de San Juan de la Cruz, Mondragón le admira no sólo su obra, que considera la cumbre de la poesía en español, sino su templanza durante el cruel encarcelamiento que sufrió.
“Hay una gran cantidad de autores que me han enseñado la belleza de la lengua y, con sus vidas, muchos de ellos me han guiado con sus ejemplos de valentía ante reveses de la vida”, abunda.
Ejemplos fueron de inmensa ayuda en el oscuro año de 1968, cuando sus convicciones lo pusieron en una posición decididamente peligrosa ante el régimen priista de la época.
En ese momento, habiendo terminado ya sus estudios en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y la Escuela de Periodismo Carlos Septién García, Mondragón se encontraba inmerso en la publicación de una de sus aportaciones definitivas a la literatura mexicana: la revista El corno emplumado.
Este empeño, nacido en 1962, es todavía visto como el puente más sólido que se tendió entre la poesía mexicana y latinoamericana de esa década con su contraparte estadounidense, que fue cuidadosamente seleccionada por la escritora Margaret Randall, quien fuera esposa de Mondragón.
Con un título que hacía alusión a la fisionomía de Quetzalcóatl y a la jerga jazzística para nombrar a una trompeta, The Plumed Horn lo mismo publicó en formato bilingüe a Homero Aridjis, Ernesto Cardenal, Rosario Castellanos y Octavio Paz que a los poetas de la llamada Generación Beat.
Hasta hoy, los devotos de este último movimiento literario estadounidense siguen atesorando el segundo número de la revista casi como una reliquia, pues contiene algunas de las primeras traducciones al español de la poesía de Allen Ginsberg, como un fragmento de Aullido realizado por Agustí Bartra, y otros textos en versiones de Randall y Mondragón.
Este vínculo con los Beats, sin embargo, ha hecho que la propia poesía de Mondragón en ocasiones sea señalada como parte del movimiento, de manera injustificada.
Cuando se le pregunta qué opina de las personas que hacen esta asociación, el poeta mexicano responde con humor.
“Yo los traería a mi casa y les diría: ‘Miren, los poetas beat eran muy pobres’, y yo tengo muchas pinturas, muchas máscaras, lamparitas y espejos. No soy tan pobre”, bromea.
“Creo que todos los poetas actuales estamos en la misma ‘onda’, perdón por la palabra, y por ‘onda’ quiero decir la misma sorpresa ante el lenguaje”, dice también.
El año de 1968
Llegado el momento de escribir la editorial de la revista para el número de octubre de 1968, Mondragón no calló su profunda indignación ante la represión del Gobierno hacia el movimiento estudiantil, incluso antes de que ocurriera la masacre de Tlatelolco.
“El corno emplumado protesta enérgicamente contra semejante estadio de cosas. Estamos conscientes de que los responsables de todo el problema son los jefes de Gobierno, quienes han demostrado su ineptitud, su crueldad y su ceguera espiritual”, condenó Mondragón.
Y dejó una advertencia final: “Los jóvenes estudiantes están, en el fondo, luchando contra este sistema corrupto. Ellos tienen en sus manos el futuro y el presente. La poesía y la vida es de ellos. Ustedes, viejos, no tienen nada que ofrecer. Ellos lo dan todo. Algunos de ellos ya ofrecieron su vida”.
En el ajetreo posterior al 2 de octubre, Mondragón recibió una noticia terrible de boca de Randall, de quien ya se había divorciado: “¡Te quieren apresar!”, le gritó ella desde la ventana de su casa, mientras él volvía de un paseo con sus hijos.
Como uno de los firmantes responsables de los desplegados en favor de los estudiantes del Comité de Intelectuales, Artistas y Escritores, junto con Juan Rulfo, José Revueltas, Carlos Monsiváis, Jaime Augusto Shelley y Manuel Felguérez, su nombre no tardó en agregarse a la lista de los perseguidos.
El corno emplumado no cedió y, aunque ya sin la firma de Mondragón por protección, publicó en su número siguiente una nueva editorial sobre el tema y el poema México: Olimpiada de 1968, de Paz, que denuncia la masacre de Tlatelolco.
Aún ahora, cuando relata esos días, Mondragón se muestra visiblemente afectado y se le quiebra la voz, pues fueron años de intimidación, con sus hijos en Cuba por protección y con el pasaporte de Randall secuestrado por agentes federales.
Y si bien El corno emplumado terminó sucumbiendo ante las presiones económicas y el miedo de los talleres de la Ciudad de imprimirlo, sus editores jamás cejaron ni un centímetro de sus convicciones.
Apoyado por Paz, quien intercedió por él ante el periodista Julio Scherer, entonces director del periódico Excélsior, Mondragón fue enviado como corresponsal del diario a Japón en 1971.
A su regreso a México, tuvo una prolífica carrera como coordinador de las oficinas de actividades literarias y de publicaciones del ISSSTE, además, claro, de continuar con su poesía, que cosechó galardones como el Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2010 por Hojarasca.
A unos días de recibir un homenaje por su trayectoria, con verdadero ánimo budista, Mondragón sigue cultivando su pasión por el lenguaje.
“A veces y casi siempre es un lenguaje de gratitud a lo alto por la vida, por la magnificencia de la creación. Mire, nomás a las personas, a los pensamientos, a mi perro. Una maravilla, ¿no?”, celebra, con las manos por lo alto, mientras su perro Mateo, enorme, se asoma por la ventana.
“¿Qué otro sentimiento puede haber que no sea el de gratitud? Gracias, corazón, por seguir latiendo”, concluye, con el asombro de un muchacho que contempla el reverbero de la luz en su libro y la humildad genuina de un eterno aprendiz de brujo.