Para mi fortuna o infortunio, depende de cómo interpretarlo, nací en una familia matriarcal en la que, como en un altísimo número de familias en este país, estuvo encabezada por mi madre, una mujer, como muchas, devota de su familia y además fuimos cuatro hermanas y un solo “bendito entre las mujeres “, un hermano siempre aliado de nosotras que él se autodefine como “feministo”. De algún modo, todo lo que ocurre a las mujeres, nos sucedió en el ámbito de nuestras vidas. Sin embargo, el hecho de haber nacido en un contexto femenino no nos hizo feministas por ‘default’ a ninguna de nosotras. No me parece que nuestra Sor Juana haya sido feminista o Artemisia Gentileschi o la misma Frida Kahlo, quien particularmente vivió, sometida por un marido machista e infiel, Elena Garro soportó la prohibición de Paz para publicar Recuerdos del porvenir y en fin, todas ellas vivieron en contextos patriarcales y opresores de su quehacer y reaccionaron saliéndose por donde pudieron escapar de los límites que se les imponían, mostraron ciertos rasgos de rebeldía aun en ambientes riesgosos como era el olor del Santo Oficio y las apreturas de la cultura de mediados del siglo XX en nuestro país.
Visto así, el feminismo como producto intelectual y luego como movimiento social, planteó desde sus albores alcances que las referidas mujeres, grandes exponentes del arte y la literatura, jamás se imaginaron siquiera; por ejemplo: participar en la política, los movimientos sufragistas en Europa y Norteamérica, el voto femenino pese a que Frida vivió la época en que se le concedió el voto a las mujeres en México. Lo que las mujeres pudieran hacer antes del feminismo era tildado de tonterías, cosa de viejas locas y todos los calificativos y apelativos negativos y peyorativos que pudieran adjudicárseles. La lucha feminista tenía en principio una controversia ineludible con las sentencias contra Eva en el Génesis bíblico y todo lo que, de ello derivó en la cultura occidental: el menosprecio por todo lo femenino, desde su forma hasta su olor y erigir la figura masculina como un dios en casi todas las religiones del mundo.
Amolado ha estado el género femenino desde el principio de la humanidad. La sentencia bíblica de sufrir se encuentra grabada a sangre y fuego en la memoria colectiva de mujeres y hombres. Esa sentencia sí se encuentra presente aunque se confiese ateísmo o gnosticismo. Setenta años de feminismo desde las manifestaciones públicas en Estados Unidos no pueden ser suficientes para deconstruir una cultura de poder tan arraigada en nuestras costumbres, cultura, tradiciones y prácticas cotidianas. Las mismas mujeres que van a una manifestación en la mañana se retiran a la hora de comer para ir a atender las necesidades domésticas de maridos e hijos. Aun en el feminismo en la mentalidad de muchos, mujeres y hombres se relaciona con igualar a las feministas con lésbico-gays, como alguna vez me lo dijo una conocida poeta y conductora de medios: “yo no soy feminista porque no soy lesbiana”, tal cual. Ante esta afirmación del equívoco no puedo menos que reír. Este confuso pensamiento ha hecho intenso daño al feminismo hasta nuestros días. Es usual que quien menosprecia a las feministas las llame “feminazis” con un acento de burla y modo peyorativo. En la realidad del interior de la casa, de la familia y de la sociedad en general, el feminismo ha perdido fuerza al apropiarse el Estado de sus peticiones y de sus ideas. Pareciera que se ha ganado algo y en nuestra interioridad hay más temor hoy hacia el “macho” que en tiempos de Pedo Infante. Y no es para menos, desde el fenómeno de las Muertas de Juárez, la violencia hacia las mujeres no ha cedido un ápice, muy por el contrario.
Enteramente convencida, he sido feminista por más de cincuenta años y lo soy porque fui educada en este pensamiento por una de aquellas mujeres que arrojaron de lado el sostén en la década de los 70. Ella era una hermosa poeta y mi maestra en un taller de poesía de la casa de cultura de Querétaro. Sufría los embates sociales por ser una mujer más libre que las que se negaban a venderle un litro de leche en la tienda de la esquina. Así era el mundo que enfrentaban las primeras feministas. Me habló de aquel movimiento que estaba en boga en Estados Unidos. Poco se sabía del texto de Simone de Beauvoir, El Segundo Sexo (1949), de quien sería el referente más nombrado y esgrimido por el feminismo de todas las corrientes, ensombrecido por la fama de su pareja, Jean Paul Sartre. Dicho al calce se dice que hubo un acuerdo entre Jean Paul y Simone para vivir ambos plena libertad como pareja, ella fue testigo silencioso de las tardes erótico-sentimentales del filósofo y ella con Nelson Algren escritor norteamericano, sin embargo, en las exequias de Sartre el mundo le envió sus condolencias al domicilio de ambos. Ante Sartre tuvo que reconocer: «Era la primera vez en mi vida que yo me sentía intelectualmente dominada por alguien».
En 1963, Simone de Beauvoir definió el feminismo como una manera de vivir individualmente y una manera de luchar colectivamente; por primera vez se definía a la mujer como una construcción cultural y en búsqueda de reconquistar una identidad específica desde sus propios criterios. El resumen de este pensamiento es una de sus frases más célebres: «No se nace mujer, se llega a serlo» frase que le arrebató el cetro a los varones que se ofenden por estas palabras. Una provocadora e insultante canción de Alejandro Fernández, incita estúpidamente a matar a las mujeres: fue prohibida en España aunque en este lado del Atlántico, a sus fans les parece normal usar ese lenguaje que es visiblemente violento. Desde el lenguaje comienza nuestra normalización de la violencia sea que venga de hombres o de mujeres porque culturalmente se ve mal que las mujeres hablen palabrotas y no en los hombres: una disfunción de la igualdad. Sería como si las palabrotas sólo pudieran ser pronunciadas de manera exclusiva por los varones. El lenguaje no ha sido aceptado de manera genérica aunque hoy se hable del género en el lenguaje. Conscientemente el lenguaje no ha sido creado con exclusión, simplemente se crea, se dice, se comunica y si es útil para comunicarnos es una cualidad milenaria en la que las discusiones bizantinas resultan en tiempo perdido, como los decretos para pensar de tal o cual manera. La prueba es que, aunque existen leyes que regulan la violencia hacia las mujeres, hacia los niños y los ancianos, que se presenta un violentómetro en todas las escuelas y universidad, y que existen regulaciones médicas sobre el aborto, estos fenómenos no dejan de ser problemáticos para la mayoría social comulgante con los prejuicios, de género, religiosos, raciales, sociales, etcétera.
La guerra de los sexos, la guerra entre hombres y mujeres en nuestro tiempo no es una broma, no es el título de una película cómica, no es un cliché y no es como acertadamente ha escrito Rita Cegato: un producto de este capitalismo salvaje que vivimos, de esa sobrexplotación del trabajo no sólo del hombre sino aún más de las mujeres, marginales, indígenas, pobres y analfabetas. Esa explotación está presente en todos los niveles, en maquiladoras como en oficinas, universidades, empresas de primer nivel, como en la trata y esclavismo moderno de las mujeres, atraviesa todas las estructuras laborales en que se produce kapital.
Hoy por hoy, esa guerra que ha producido de acuerdo con Byung Chul-Han, el neoliberalismo, es algo así como: “si me haces, te hago, y si no, también”. En el diario acontecer estamos presenciando esa guerra como una venganza que se hace contra el género opuesto sólo porque sí, como dice aquel tango de Julio Sosa: “el vértigo final de un rencor sin por qué” hasta que se convierte en algo tan normal que suena aburridora tanta nota sobre mujeres agredidas, familias que piden justicia para mujeres y niñas asesinadas y mujeres que agreden como las leidys que surgen en cualquier lugar y han sido documentadas en esta sociedad panóptica o quienes en el uso indiscriminado de las redes sociales se desnudan física y mentalmente y acusan sin bases y sin pruebas, acusan de violencia si me miras o sólo porque no me miras como yo quisiera o conduces el taxi como yo digo, o no me “pelas” en el grupo de prepa y te acuso de acoso sexual o los profesores que han sido acusados por sus estudiantes reprobados, a quienes se exige mejor desempeño en clase, o acusan quienes exigen el uso de lenguaje incluyente en el discurso cuando no existe ningún decreto que nos obligue a ello, y el destape que se dio con el #Me too del que muchos casos fueron ciertos y otros desacreditaron a este fenómeno comunicativo, prueba que el feminismo ha llegado a su límite triste y penosamente denostado por las mismas mujeres y otros movimientos con otras ideologías, si así puede decirse.
La fragmentación del género femenino que ha sido histórica y es visible en la discordante relación que se da entre suegra y nuera o entre cuñadas, esas rivalidades de harén y en esas maneras que se dan en el trato social que desconoce la sororidad ponen en jaque los alcances con que soñó el feminismo del siglo pasado. Los derechos de las mujeres han propiciado su empoderamiento a tal grado que hoy parece no haber una contraparte de obligaciones. Hoy aparecen acciones que son más emocionales que de derechos sobre las cuales otros movimientos han podido escalar sus propias demandas sobreponiéndose a las derechos sin respuesta de las mujeres como son el salario igualitario a trabajos iguales, o el salario para cuidadoras y amas de casa.
Una amplia facción de mujeres se ha radicalizado sin tomar en cuenta que se trata de logros del feminismo y no de movimientos nuevos con demandas diferentes como el movimiento LGBTQ+. Este pensamiento tiene que ver mucho con que las necesidades de una comunidad son diferentes de otra. Hoy parece que el feminismo se encuentra arrinconado ante las demandas políticas y sociales de otras comunidades y otros géneros.