En su libro El mal Rüdiger Safranski reproduce, a propósito de Hitler, una cita de Goethe: “En el curso de mi vida, he podido observar varios casos (de hombres). No son siempre los más distinguidos, ni por espíritu ni por talento y rara vez se acreditan por una bondad de corazón. Pero de su interior emana una fuerza increíble… “En este sentido, era Hitler un poder “demoniaco”. El austriaco magnetizaba. ¿Estaba detrás de él una sombra de Nietzsche y su pensamiento nihilista? Unas líneas le ponen en suerte: “Hay que lograr la energía enorme de la grandeza y la aniquilación de los millones de fracasados, a fin de que mediante el castigo y la aniquilación se configure el hombre del futuro”. Según Bauman, la destrucción de millones de seres humanos en la Alemana nazi fue posible, como Hitler lo deseaba, gracias a una administración moderna y eficiente, espíritu de invención científica, organización, técnica desarrollada…Los nazis cuidaron que el asesinato masivo fuera sistemático y racional. Los judíos fueron sus víctimas. Éstos eran los culpables de algo indescifrable pero entrevisto por él. Y planificó la matanza.
Como Trump, Hitler arribó al poder en medio de una crisis de la democracia. Con una energía equiparable a la del austriaco, se propuso aplastar a sus enemigos: los mexicanos a quienes escogió como sus chivos expiatorios. Este adorador del “becerro de oro” decide exterminarlos, y ya no en los crematorios, sino mediante el destierro. Trump finge desesperar del orden establecido y se erige en el gran redentor. La situación ilegal de millones de paisanos nuestros no le importa tanto: aspira a una depuración racial: no les concede ninguna dignidad. Como el sistema de Hitler, Trump viene a demostrar que es posible degradar esta dignidad, a una categoría de hombres, y eliminarlos como insectos.
Más allá de sus fronteras, Trump sabotea las empresas estadounidenses con sede en México con la excusa de que estamos despojando a sus súbditos de sus puestos de trabajo. El America First resume su retórica chauvinista, ahora se jacta de haber recuperado miles de empleos. Bien podría decir, como Gottfried Benn: “ser tonto y tener trabajo, ahí está la dicha”. Con sus pequeñas manos, grotescamente pequeñas, sobre la biblia jura la observancia de la constitución, pese a que tal disposición, como la Biblia misma, le es ajena. Trump quiere la guerra, primero contra nosotros, aunque también contra los musulmanes. Con mueca horrible, su mente sádica lee el decreto migratorio, con la misma que determina abolir el Obamacare que protege la salud de más de veinte millones de estadounidenses. Pues al parecer también éstos resultan ser sus enemigos.
Este nuevo inquisidor siembra el terror entre los nuestros que habitan en el ámbito de su reino, quienes ahora se esconden en sus casas, en los refugios que les ofrecen los templos o bien resisten en las ciudades santuario que por conveniencia los amparan. Aquellos a quienes logran atrapar sus esbirros abandonan el paraíso de la prosperidad con una mano atrás y otra adelante, a veces sin familia, solos, sin esperanza, con la tentación del suicidio. En su regreso tropiezan con una realidad más oscura que la persecución misma: un país que se pudre, con incontables fosas clandestinas, un cementerio inmenso, fruto amargo de una misteriosa lucha fratricida.
La impiedad de este hombre de piel blanca, ya ruinosa, se corresponde con la nuestra, la impiedad que reduce al ser humano a retacería de huesos que se agolpan en los huecos de una tierra destinada a florecer, pero ahora tan espeluznante como ese documental estremecedor de Alain Resnais, La noche y la niebla, que registra el exterminio nazi. Nosotros somos los nuevos judíos, acosados por el señor del muro, pero también, por nosotros, por nuestra inocultable miseria. Pues qué duda cabe que estamos gestando nuestro propio holocausto.