Cuando era niño, el fútbol no solo era un juego. Era la banda sonora de mis días, el eco de la emoción que se desbordaba en cada esquina de mi barrio y en el patio de la escuela, y por supuesto, los jugadores de mi equipo eran mis héroes. Las Chivas, mi eterno amor, eran un ejército de mitos que desfilaban ante mis ojos con nombres que nunca olvidaría: Benjamín Galindo, el “Maestro”, un mago del balón que hacía de cada pase una obra de arte; Manolo “el matador” Martínez, volando por la banda izquierda; Alberto Coyote, el alma guerrera que nunca se rendía; Ramón Ramírez, el centrocampista de la elegante y desbordante zurda y el imbatible Claudio Suárez, “El Emperador”, cuya sola presencia en el campo infundía respeto. Con cada uno de ellos, construí un universo de sueños, de jugadas imposibles, de goles eternos.
Recuerdo que me sabía no solo las alineaciones de mi equipo, sino las de todos los demás. El fútbol era un espacio sagrado en el que cada jugador, aunque fuera del equipo contrario, era digno de mi admiración. El simple hecho de poder ver a alguno de esos jugadores en vivo, de tener la oportunidad de pedir un autógrafo, me parecía casi un milagro. Esas eran las pequeñas grandes emociones de la infancia, cuando los ídolos eran seres casi divinos, y uno podía mirar al cielo y sentir que, de alguna manera, el fútbol te acercaba a lo eterno.
Pero como todo en la vida, el paso del tiempo va transformando lo que una vez parecía perpetuo. Los jugadores tienen esa mala costumbre de poco a poco irse volviendo más jóvenes que yo, y la admiración que antes era un torrente desbordante comienza a diluirse en una apreciación más distante. La edad da paso a una mirada más crítica, más fría. Los ídolos se convierten en hombres de carne y hueso, con virtudes y defectos como cualquier otro ser humano. La globalización y la velocidad con la que todo ocurre en el fútbol moderno hacen que esa conexión que antes parecía tan natural se vuelva difusa. Las modas y los fichajes rápidos nos hacen sentir más lejos de lo que alguna vez fue una pasión inquebrantable.
Sin embargo, como un rayo en la tormenta, de vez en cuando el fútbol nos ofrece una chispa que revive, aunque sea un poco lo que pensábamos perdido. Y hoy, esa chispa tiene nombre: James Rodríguez. Su llegada al fútbol mexicano, al Club León, es un soplo de aire fresco que despierta la emoción que muchos creíamos dormida. No soy aficionado del León, pero como amante del fútbol, valoro lo que representa esta incorporación. La llegada de James es un recordatorio de lo que el fútbol puede ser cuando se cruza con un jugador de clase mundial, cuando aún podemos ver a una figura internacional pisar nuestras canchas. Aunque su paso por México sea breve, como su pasado ha confirmado, no deja de ser un acontecimiento que nos conecta con esa emoción primaria que muchos pensábamos olvidada.
No se compara, claro está, con otras llegadas que marcaron la memoria colectiva, como la de Ronaldinho en Querétaro, pero el solo hecho de ver a un jugador como James, con su talento aun intacto, en un estadio mexicano, es un regalo para los sentidos. Porque más allá de los colores o de los clubes, el fútbol es eso: una pasión que no entiende de fronteras, ni de equipos, ni de tiempos. Y como bien dijo Galeano, “Yo no soy más que un mendigo de buen fútbol. Voy por el mundo, sombrero en mano, y en los estadios suplico una linda jugadita por amor de Dios.” James Rodríguez es esa jugadita que, a pesar de todo, aún podemos pedir. Una jugadita que, por breve que sea, tiene el poder de reavivar el fuego de la pasión por el fútbol.
En lo personal agradezco el esfuerzo del Club León, por darnos la oportunidad de presenciar, aunque solo por un tiempo, esa emoción que solo los grandes jugadores pueden generar. Porque al final, el fútbol es una dosis de magia que no entiende de edades, una magia que siempre tiene el poder de hacernos sentir vivos y de volver a sentirnos como niños.