Dice Henry Kissinger en su monumental ensayo con seis modelos irrepetibles (Konrad Adenauer; Charles de Gaulle, Richard Nixon; Anwar Sadat, Lee Kuan Yew y Margaret Thatcher):
“…Para que las estrategias inspiren a la sociedad, los líderes tienen que ser didácticos: comunicar los objetivos, mitigar las dudas y movilizar apoyos.
“Si bien el Estado tiene por definición el monopolio de la fuerza, la dependencia de la coerción es síntoma de un liderazgo inadecuado; los buenos líderes despiertan en el pueblo el deseo de caminar a su lado. Además, deben motivar a su entorno inmediato para que traduzcan sus ideas, de manera que estas guarden relación con las cuestiones prácticas cotidianas”.
En todo este largo párrafo hay una palabra fundamental, para mi gusto: la traducción de las ideas (de sus ideas, dice) hacia las prácticas cotidianas; es decir, el arte de gobernar.
O como dijo en su momento Carlos Marx; el objetivo no es imaginar (ni proponer, diríamos), un mundo diferente, sino hacerlo realidad.
“…Los filósofos sólo han interpretado el mundo de diversas maneras, la cuestión, sin embargo, es cambiarlo”. Y quien lo cambia es el político. No cualquiera, sólo aquel dotado del soplo genial de convencer, persuadir, movilizar y lograr hasta el sacrificio de la masa en el nombre de algo. Ese algo siempre es una idea cuyo punto extremo la convierte en un dogma.
Sin el dogma del antiyanquismo y el bloqueo como gran freno a la creación del hombre nuevo, Fidel Castro no hubiera podido reunir en torno suyo a los cubanos durante medio siglo de ilusiones en torno de una batalla cuya pelea era la esencia, naturaleza y motivo de la nuevas cubanidad se ganara o se perdiera siempre y cuando quedara clara la disyuntiva (Patria o muerte). Resistir el bloqueo, fue –moralmente– una forma de la victoria.
En ese sentido el líder es aquel cuya capacidad persuade al pueblo de cambiar, siempre en el sentido y cumplimiento de sus ideas, siempre y cuando tenga ideas y capacidad para organizar. Sencillo.
Si Arquímedes podía mover al mundo sólo con un punto de apoyo, el líder es ese extraño caso de un hombre (político), capaz de hallar –o inventar– el punto dónde apoyarse. Puede ser el nacionalismo, el patriotismo, la patriotería barata, la defensa de los enemigos reales o imaginarios; la justicia, la igualdad, la paz o cualquiera de los valores absolutos de la historia.
Por lo general es el nacionalismo (como en el caso de Charles De Gaulle o Adolfo Hitler quienes a su modo invocaban la grandeza de sus países; uno para liberarlo, el otro para someter al mundo).
En México hemos conocido casos de enorme liderazgo. El más notable de todos, Hernán Cortés quien supo convocar (sin conocer siquiera su lengua) a todos los pueblos sometidos por el yugo mexica hasta vencer a una masa primitiva cuya superioridad numérica fue barrida por un liderazgo ambicioso y fanático; cruel y sin escrúpulos. Pero hablamos de habilidades políticas, no de buena conducta.
Después, los líderes independentistas, hasta el derrumbe de Iturbide. La Reforma nos dio a Juárez; la Revolución (todos bañados en sangre) a Carranza, Villa, Madero, Zapata y Obregón cuya sombra de caudillo se iluminó y desvaneció en “La bombilla”.
La estabilidad revolucionaria (lindo oxímoron) nos dio a Calles y Cárdenas y la etapa posrevolucionaria a López Obrador, el único líder de fines del siglo pasado y el principio de este.
–¿Cuál era su mayor talento además de la terca perseverancia?
La repetición interminable de tres o cuatro lemas agrupados en un discurso entre la predicada y la revolución: por el bien de todos primero los pobres.
Quien repita ese mantra y sus derivaciones para comprar clientes perpetuos, bajo el disfraz de las pensiones de vario tipo, administrará un aparato electoral de Bienestar aparente, creado por el líder, pero no será líder. Ni lideresa.