Ariel González
El año agoniza y el balance no sólo es inevitable sino urgente. Las calamidades que ha sufrido el país en este periodo son simplemente mayúsculas. Hay que admitirlo: los que prometieron “hacer historia” lo cumplieron decidida e irresponsablemente, y en un sentido tan nefasto que la misma historia –esa que es imposible que se escriba ahora mismo, como pretenden los propagandistas del régimen– tardará en procesarlo cabalmente.
2024 vio la culminación de un proceso de destrucción institucional sin precedentes. La llamada Cuarta Transformación completó, desde el poder, la colonización de las instancias fundamentales (Instituto Nacional Electoral y el Tribunal Electoral) que le terminaron por obsequiar ilegalmente la mayoría calificada en el Congreso, misma que no pudo ganar en el proceso electoral. Así, a su indiscutida victoria electoral del 2 de junio, sumó un auténtico fraude de sobrerrepresentación a partir del cual, en unas cuantas semanas, pudo deformar y maniatar a su antojo el orden constitucional.
Normalmente los golpes de Estado transcurren por vía armada, pero en el caso del putsch morenista bastó con usurpación de la mayoría calificada para emprender un conjunto de reformas constitucionales que terminaron por aniquilar los cimientos del Constituyente de 1917, es decir, del orden republicano surgido de la Revolución Mexicana.
La Presidenta que juró respetar la Constitución terminó en menos de cien días con la división de poderes: aplastó al Poder Judicial, confirmó la militarización del país y exterminó las instituciones independientes de transparencia, evaluación y competencia, volviéndonos al país autoritario de (por lo menos) medio siglo atrás.
Pero la señora Presidenta no estuvo sola. La profunda regresión que ha vivido México ha sido obra de un puñado de traidores y chamarileros de la politiquería que fueron los más fervientes inquisidores del Poder Judicial, los más radicales críticos de la “tiranía de la toga” y los defensores de la “democracia popular” entendida a la manera de Daniel Ortega, Nicolás Maduro o Kim Jong-un. Otros cuantos trepadores, formados en la traición de los principios más elementales, hicieron su parte burlando la legalidad en el INE, el Tribunal Electoral, la Suprema Corte de Justicia y, por supuesto, en el Congreso. Sus nombres ya quedaron inscritos en la ominosa historia de Morena.
En este mismo espacio, al comenzar el año, cité un discurso de Jesús Reyes Heroles pronunciado en 1978 cuando, a la inversa de lo que hoy sucede, la apertura democrática daba sus primeros pasos. Ahí, el ilustre veracruzano definía como una “Constitución viviente” aquella que tenía como “principios estructurales” el establecimiento de “un régimen republicano, democrático, representativo”. Y con mucha fineza decía igualmente que esta Constitución garantizaba “vivir en un Estado de derecho”, lo que a su vez significaba “situar al Estado no encima ni abajo, sino en el derecho; consignar la igualdad ante la ley (…) la instauración de un cuadro completo de libertades espirituales y políticas del hombre, que van desde la libertad de conciencia y manifestación de las ideas hasta la libertad de trabajo, fundada en la libre vocación, y la libertad de movimiento; la disposición de salvaguardas y protecciones a la dignidad e integridad de la persona, lo que hoy llamamos derechos humanos; una división de poderes para que el poder, que es quien puede, detenga al poder y evite su abuso…”
López Obrador y su sucesora terminaron por imponer una Constitución muriente, sin leyes que valgan, con un Poder Judicial sometido a su mayoría clientelar, sin garantía ya de procesos electorales equitativos y limpios, sin transparencia ni derecho a la información, con el Ejército omnipresente, sin contrapesos, precisamente una Constitución que deja inermes a los ciudadanos, sin nada que “detenga al poder y evite su abuso”.
Este año recogimos los peores frutos del analfabetismo político y la indiferencia. Ganó la traición, el fraude, la corrupción, la mediocridad, el nepotismo, la estulticia y la asociación del crimen organizado con funcionarios públicos de todos los niveles. Contra todas estas desgracias la sociedad mexicana tendrá que luchar muy fuerte en los próximos años.
Por lo demás, la infame debacle en materia de salud, educación y seguridad siguió su marcha en 2024. Los hospitales públicos, sin equipos ni medicamentos, nos recuerdan a diario la grotesca broma de quien los comparó con los de Dinamarca. Las escuelas de la SEP, con el peor nivel académico (que al gobierno no le interesa medir), forma niños y jóvenes –todos aprobados y becados– como sumisas clientelas políticas. Y a pesar de la buena letra que el gobierno presume de última hora para demostrar a Trump que no es cómplice del narco, el país sigue anegado en sangre y atrapado en la extorsión y la corrupción.
Lamento, pues, no ser optimista. No puedo serlo frente a un gobierno que ha deformado el orden constitucional y que admira dictaduras como la cubana o la venezolana que han privado del pan y la libertad a sus pueblos. Admirarlas es una aberración, pero también una amenaza que está más que nunca presente.
Finalmente, aunque parezca críptica, no tengo otra forma de decirlo: para el país el año ha sido tan espantoso que la mayoría de los mexicanos todavía no se da cuenta.
@ArielGonzlez
FB: Ariel González Jiménez