En el fútbol, las derrotas nunca llegan sin previo aviso, aunque algunos prefieran verlas como accidentes aislados o simples tropiezos. La caída de México ante Honduras, sin embargo, es mucho más que un mal resultado en un partido lejano. Es el reflejo de un ciclo vicioso en que esta sumergido el futbol mexicano, un golpe seco, como el impacto de una lata en la cabeza de Javier Aguirre. Ese golpe, tan físico como simbólico, nos muestra la cruda realidad de un fútbol mexicano que ya no tiene la capacidad de seguir creyendo en su propia leyenda. No porque no quiera, sino porque ya no puede.
El fútbol siempre fue para México una especie de religión donde la arrogancia muchas veces fue el altar, y la convicción de que siempre seríamos los mejores de Centroamérica, la invocación que repetíamos antes de cada partido. Esa creencia, alimentada por una historia de victorias sobre los rivales de la región, hoy suena vacía. Si en otro tiempo el tricolor pisaba esas tierras con la seguridad de un gigante, hoy se asoma como un espectro que ya no asusta a nadie. Los hondureños, un equipo históricamente inferior, nos descarrilo con un par de goles que nos sacaron de nuestra zona de confort y nos empujaron al abismo de la reflexión.
Más allá de la derrota, la verdad es que la selección mexicana hoy sufre de una sequía de talento que no se oculta con excusas. Esta es, sin lugar a dudas, la peor generación de futbolistas que hemos tenido en las últimas décadas. Y no es solo una cuestión de nombres; es la incapacidad estructural de un sistema que ya no produce figuras de la talla, calidad y, sobre todo, de orgullo y corazón. Se habla de jugadores que militan en ligas extranjeras, de algunos con buen cartel, pero la realidad es que pocos, muy pocos, logran mostrar esa chispa de talento que antes nos llenaba de esperanzas. No hay una joya escondida en cada rincón del país, ni un futuro brillante a la vista. Solo una marea de futbolistas que buscan un rumbo, pero que se pierden en la tormenta de su propia mediocridad.
El golpe a Aguirre, esa lata que lo descalabró, es lo que los medios prefirieron explorar con morbo y excesiva cobertura. En el fondo, esa lata sirvió como una cortina de humo, que desvió la atención de lo verdaderamente importante: la debacle táctica que se vivió en el campo. El “Vasco”, es un hombre que no solo tiene experiencia, sino también una forma particular de entender el fútbol, tan errática como los movimientos de sus jugadores en ese encuentro. Esa derrota no fue consecuencia de un simple accidente o de una jugada aislada. Fue el resultado inevitable de un planteamiento sin alma, sin estructura, sin un plan claro de ataque o defensa. El equipo jugó como si se hubiera olvidado por completo qué significa vestir esa camiseta que representa tanto.
Es cierto, no hay justificación, la lata golpeó a Aguirre y eso nos dio un poco de morbo y de conversación. Pero, al final, nadie habló de lo que ocurría realmente en el terreno de juego. Y eso es lo que más duele, porque esa imagen fue la que se quedó grabada en las cabezas de los aficionados, mientras el caos futbolístico seguía su curso sin que nadie, desde el banquillo, pudiera o quisiera corregir el rumbo. Y ahí, en ese vacío de soluciones, nos dimos cuenta de lo que ya sabíamos: que el “Vasco”, por más renombre que tenga, sigue siendo el mismo hombre que no sabe cómo hacer funcionar este equipo. Ya nos lo demostró en dos periodos anteriores y no aprendimos, que lata con eso.
Cuando esta columna vea la luz, el partido de vuelta en Toluca ya habrá pasado. No importa cuál sea el resultado, ya sea una victoria “aplastante” o una derrota aún más humillante. Nada, absolutamente nada, cambiará lo que ya es innegable: las deficiencias de México no solo son tácticas, sino estructurales. Y aunque algunos sigan aferrándose a la esperanza de que un milagro nos salve, la verdad es que el fútbol mexicano se encuentra en una encrucijada que no se resuelve con victorias momentáneas.
Es posible que, en algún rincón del país, alguien crea que todo esto es pasajero, que pronto volveremos a ser los mismos de antes. Pero la realidad es que hoy estamos mucho más cerca del abismo de la mediocridad que de la cima de la gloria. El golpe de Honduras fue solo el primer aviso; el próximo podría ser mucho más fuerte, y esta vez no habrá lata que lo disimule.